viernes, 30 de mayo de 2014

La bicicleta del cartero - José Luis Alvite

La bicicleta del cartero - José Luis Alvite
En una época en la que la religión tenía sobre nuestras conciencias más peso que el dinero y que el tai chi , cualquier alteración del curso ordinario de la vida podía suponer el quebranto de un mandato moral. Aunque mi madre tenía la mano ligera para corregir la insurgencia de sus hijos, lo cierto es que lo verdaderamente temible en cualquier infracción era la reprobación del sacerdote y el consiguiente castigo penitencial. Soñar con una mujer era un asunto escabroso, sobre todo si a mitad del sueño te asaltaba la tentación de imaginarla desnuda. Pero digo imaginarla, sólo imaginarla, porque la única piel abundante a la intemperie en cualquier mujer de mi infancia eran la piel del devocionario y la de su bolso de mano. Tardé mucho en ver a una mujer desnuda, así que antes de que eso ocurriera, imaginar la desnudez femenina era tan aventurado como suponer lo que ocurría al otro lado de la puerta del burdel. Sufrí mucho con las restricciones morales de la adolescencia, aunque he de reconocer que mi imaginación erótica no ha vuelto a ser jamás tan fértil como lo fue entonces. Ahora sé que aquellas mujeres resultaban más tentadoras que éstas, seguramente porque más que en suprimir ropa, el erotismo consiste en ese sutil puntito de abrigo en el que una mujer no sabría decir si tiene calor o está acalorada, si lo que corre por su espalda como una hidra de mercurio es la tentación de seguir adelante y pecar, o es que es en el tacto vertebral de su espalda donde las mujeres presienten que se resuelve la lazada de cretona que acaricia en sus ovarios el tictac untuoso de la lujuria. Tía Pepita, que era comadrona en Cambados, nunca me explicó la relojería de la feminidad, no porque lo considerase escandaloso, sino, pienso yo, porque incluso para ella la obstetricia era un misterio comparable al del revelado de los retratistas del parque que hurgaban con sus manos a través de un fuelle en el interior casi puerperal de sus aparatosas cajas fotográficas. Tía Pepita se había formado en un curso de urgencia durante la guerra civil y sabía de obstetricia y ginecología tanto como de pesca con mosca. Hay cosas que se averiguan sin hacer siquiera indagaciones. Y yo lo de tía Pepita lo sé porque al margen de que mi memoria la haya deformado el tiempo, tengo de su trabajo el recuerdo de aquella tarde de aldea en la que después de haber atendido un parto de gemelos, tía Pepita se quedó mirando hacia lo alto de la casa con un gesto atónito, como si se estuviese preguntando por dónde diablos habría traspasado el tejado la cigüeña. Ella jamás me habló del erotismo. Sin embargo, yo creo que a tía Pepita, como a tantas mujeres de entonces, le resultaba erótico sentarse en el sillín aún caliente de la bicicleta del cartero.

miércoles, 14 de mayo de 2014

Cadáver empedernido - Jose Luis Alvite

Cadáver empedernido - Jose Luis Alvite
Como soy un fumador empedernido, no mido la vida por el tiempo sino por los cigarrillos, igual que ajusto mis textos echándole un vistazo a las colillas acumuladas en el cenicero. Si a alguien se le ocurriese calibrar la importancia de mi trabajo, yo le sugiero que en vez de preguntarse cuántas páginas he escrito, se ocupe mejor en averiguar cuántos cigarrillos me he fumado. En mi casa se sabe cuál es la habitación en la que escribo porque aunque estuviese vacía, sería la única en la que fuesen marrones las paredes blancas. Al reincorporarse al trabajo después de su día libre, el barman Tino Landeira sabía por el tabaco de la basuras cuanto tiempo había estado en "El Corzo" la noche anterior, calculando a razón de seis cigarrillos por hora, que es mi velocidad de crucero tragando humo. Algunas mujeres con las que tuve algo que ver jamás me reprochan mi vida discontinua, ni mi falta de insistencia, pero en el momento de romper me advirtieron que el dolor que pudiese haberles causado a su corazón no era nada comparado con las quemaduras que les había dejado en la cama. Mi amigo el actor Pancho Martínez fue colega de copas durante muchos años de madrugada entre el humo del tabaco en los bares de la ciudad. Una mañana nos cruzamos en una calle de Compostela y dudó si saludarme. La mañana estaba limpia de nubes y Pancho me dijo que al no haber humo entre nosotros le costaba reconocerme. Fue un encuentro un poco frío, distante, casi como de dos tipos que se hubiesen equivocado al creer reconocerse. Nos encontramos aquella misma noche en "El Corzo" y nos dimos el abrazo fraternal que nos habíamos negado apenas doce horas antes. A Pancho no le faltaba razón. Si lo has conocido en el fondo del mar, será difícil que identifiques en la calle al buzo que pasea sin su escafandra. Se me consume el cigarrillo que prendí al empezar este texto y lo acabaré a tiempo de aplastar la colilla en el cenicero. Solo me falta añadir que la última vez que me miré los pulmones en la consulta del médico, el tipo, al saber que era tan fumador, no me dijo "tosa" para afinar en la auscultación. Se limitó a decirme: "Por su tos ya veo que es usted un fumador consumado, de modo que para auscultarle, y sin que sirva de precedente, le pediré que haga un esfuerzo para no toser". Después me presté a unas placas que el médico miró con austera indiferencia y apostilló con un comentario que me llenó de felicidad: "Supongo que lo que hay detrás de esa nube son los pulmones sorprendentemente sanos de un fumador de cinco cajetillas diarias que lleva camino de convertirse en un cadáver empedernido". Fin del artículo. La colilla es ese gusano que apenas asoma por debajo de la firma. Si esperábais algo mejor, será mejor que los busquéis en el humo.