miércoles, 6 de abril de 2016

Dios sin hilos - José Luis Alvite

Dios sin hilos - José Luis Alvite

No acabo de entender las quejas de muchos españoles contra le jerarquía de la Iglesia Católica, alegando que se sienten incómodos con las reglas canónicas y con las opiniones de los obispos. Los jerarcas de la Iglesia se rigen por normas de conducta que sólo atañen a los católicos practicantes, quedando el resto de los ciudadanos liberados del deber de obediencia. Objetarle a la Iglesia Católica sus normas tiene el mismo poco sentido que reprocharle las suyas a la Liga de Fútbol Profesional. Las religiones, como los deportes, tienen sus propias normas y sólo están obligados a cumplirlas sus adeptos. A mi me seduce la idea de practicar el golf, pero he decidido desistir porque no creo que haya un solo club en el que se me permita ejecutar los golpes con una raqueta de tenis o cavar el hoyo allí donde por puro azar se haya parado la bola. Con motivo de mi divorcio se me planteó la disyuntiva de renunciar a la ruptura o aceptar la excomunión. Según las normas de la Iglesia, ser católico era incompatible con ser divorciado, de modo que tuve que elegir entre mi confesionalidad y mi conveniencia. No dudé un solo instante. Sabía que el íntimo dolor de ser excomulgado no podía ser peor que el de renunciar a mis propios deseos. Jamás me arrepentí de mi decisión y no creo haberle hecho un solo reproche a la Iglesia Católica. Sus normas no encajaban con mis intereses, eso era todo. En cierto modo incluso me pareció cómodo ganarme la expulsión automática sin verme obligado a perder el tiempo en farragosas gestiones. Si bien se mira, algo hay de bueno en que dar baja el alma en una religión resulte infinitamente más fácil que dar de baja el teléfono en cualquier operadora. Puede ser que la jerarquía eclesiástica resulte un grave imponderable para quienes encuentran en su actitud serias dificultades que perturban su comunicación con Dios. Pero no es tan grave como parece. Ese imponderable se puede superar con el simple recurso de saltarse los intermediarios y contactar directamente con Dios. A lo mejor es que la tupida red clerical de la Iglesia Católica produce en los abonados del Vaticano una incomodidad que se puede subsanar estableciendo una comunicación directa con el Altísimo. Los católicos excomulgados saben mucho al respecto. Saben, por ejemplo, que la excomunión produce un sinsabor inquietante pero pasajero que se supera tan pronto uno comprende que sucede con la fe lo que en su momento ocurrió con la telefonía, que mejoró sus prestaciones tan pronto a los abonados se les suprimió la centralita. Bastante tenemos los ciudadanos con que nos vigile el Estado. En nombre del interés general y de la preservación del orden, estamos dispuestos a consentir que la Policía nos piche el teléfono. Encontramos sin duda menos razonable, y obviamente menos necesario, que la Iglesia utilice a los obispos para pincharnos el alma. Como quiera que la jerarquía eclesiástica tiene normas que algunos consideramos que perjudican nuestra libertad de conciencia, disponemos de la opción de darnos de baja, desistir de la fe o irnos con ella a otra parte, igual que cambian de compañía telefónica los abonados descontentos con el servicio. Mi decisión fue la de ignorar las normas de la Iglesia y adaptar mi vida a la flexibilidad de mi conciencia. No consideré en ningún momento la alternativa de apuntarme a otra religión. El budismo no se me daría bien porque no resisto meditar en cuclillas desde la última vez que cagué en el campo, y en cuanto al Islam, ¡amigo!, el Islam es una religión intransigente y demasiado abrigada en la que las mujeres se ven obligadas a vestirse con la funda del camello. He preferido conservar mi independencia moral y mi respeto por las creencias de los demás, incluso por las normas de la Iglesia Católica, tan intransigente con las flaquezas de los hombres a pesar de que Cristo instituyó la Eucaristía en el transcurso de un botellón gay. A veces entro en una iglesia sin otra pretensión que escuchar la sublime música del órgano, del mismo modo que entraría a un campo de golf por el capricho de ver como mece el viento los tréboles del hoyo quince. A veces me cruzo con un cura en la calle. Su presencia ya ni siquiera me produce recelo. Sólo pienso que en la moderna relación de los hombres con Dios, los curas resultan remotos y anacrónicos como la telefonía con hilos.