martes, 13 de septiembre de 2016

Días fucsia y amarillos - José Luis Alvite

Días fucsia y amarillos - José Luis Alvite

Fui escolar en una época ya lejana en la que estaba fresca en los periódicos la conquista del Everest por Edmund Hillary, los americanos zanjaban con chicles la guerra de Corea y en el mapa del África lejana y colonial había muy pocos colores y se contaban con facilitad los nombres de las ciudades y las denominaciones de los lagos, las cordilleras y los ríos. Libre de furia y de rencor, Europa se recobraba de la ruindad de la guerra y en la pantalla del cine "Capitol" salían unas señoras muy guapas –aliento de luz, peinado de repostería–, que a mí me parecía imposible que fuesen de la misma raza que las mujeres reales que conocía. Era un tiempo lento e ingenuo en el que la gente nacía y moría en casa, cada portal olía a una comida distinta y si salías de paseo al campo te dabas cuenta de que todavía no estaba manchada la mar, la lluvia dudaba si estrenar el suelo y hasta parecía que frente a tus pies estuviese sin acabar la geografía. En mis tiempos de escolar era distinto el humo de cada llama y no había en parte alguna dos camas que diesen el mismo dormir. Los niños de entonces no disponíamos de muchas cosas con las que jugar, pero teníamos el campo y la calle, y ahora pienso en aquel tiempo manual e inocente, en los días en los que incluso parecía forastera la muerte, y me doy cuenta de lo divertido que era entonces aburrirse. Tampoco había dos relojes en la misma hora y estaba sin inventar la prisa, de modo que a los sitios solo había que llegar justo cuando ya estuvieses allí para saberlo. Está mal que lo diga, pero a mí de niño me parecía que nada malo podía haber en el mundo luminoso y primerizo que me rodeaba, hasta el punto de que los golpes curaban las heridas, los maestros miraban por la ventana para contar la geografía caprichosa y cambiante, e incluso el calostro de las vacas y la mierda de los perros se consideraban pescado azul. Había en Cambados un nadador que braceaba por la tarde a contraluz, un nadador sin filiación y sin rostro, un ser con aura mitológica que por lo visto de llamaba Albino y tenía un cuerpo alargado y sintáctico que era más marinero que el agua. Nunca hasta entonces había visto a un nadador. Me senté en una roca frente al lento almíbar de la marea fucsia y amarilla y me quedé pasmado hasta que anocheció y volví a casa pisando al tacto por la comisura garrapiñada del agua. Retuve los rasgos lejanos de aquel nadador durante muchos años en los ojos. Y aún ahora, tanto tiempo después de aquellos días sin rencor, sin furia y sin horario, aún ahora, amigo mío, aún ahora tengo la sensación de haber pertenecido a un mundo ingenuo, lento y colonial, un orbe casi sin almanaques en el que el paisaje aún estaba de camino hacia su paradero, en las uvas de las parras se herniaba el sol, aquellos marineros de brezo y de jabón dejaban preñadas cada noche a sus mujeres y en la escollera del puerto daba coces a oscuras el agua faldera y descalza de la bajamar? jose.luis.alvite@hotmail.es