jueves, 30 de octubre de 2014

La lazada fucsia de su sonrisa - José Luis Alvite

La lazada fucsia de su sonrisa - José Luis Alvite
Le dije a mi querida Ch.: "En realidad no aspiro a grandes cosas en la vida. Me conformaría con un par de novedades cada tres sorpresas, la amistad pasajera de una fulana poco de fiar y la indescriptible posibilidad de sentirme distinto si al amanecer mis pies tuviesen la sensación de volver a casa pisando al tacto sobre las calles de otra ciudad". A mi querida Ch. se le vinieron encima los años como sacos de mármol y no tiene grandes proyectos: su vagina es un topo con peluca y del último hombre que se acostó con ella sólo recuerda el ácido sabor de un beso baldeado con el potaje de un vómito. Comparado con el mío, el techo de sus sueños es bien poca cosa: "¿Sabes, cielo?, yo me conformaría con operarme las tetas y separarlas tres palmos de las rodillas". Las mujeres escépticas y prácticas como ami amiga Ch. serían capaces de cavar la tierra aunque sólo fuese para entrerrar el polvo de sus pisadas. ¡Pobre Ch.! A mi trágica amiga las tetas le tapan el pecho. En una ocasión telefonée a M. desde "Corzo" con el ruego de que resucitase media hora para tomarse una copa a mi lado. "¿Sabes que son las seis de la mañana, cielo? ¿Qué esperas de mí a las seis de la mañana en un local de copas?". "Te necesito a mi lado, nena. No querría pasar por tu casa. El cuerpo me pide mentirte de pie". M. se puso algo por encima y bajo a "Corzo". Eran las seis y cuarto de la madrugada. La encontré limpia y deslumbrante, como si se derramase sobre el "rafting" de su melena la lisérgica luz de la publicidad. Hacía calor y el ventilador verde cambiaba de sitio la pirueta de mi aliento marrón. M. tomó distancia entre mis brazos y sin soltarse, me dijo: "A esta hora y en un sitio así, creo que incluso a un tipo de tu calaña le sentaría bien el gabán amarillo de Dick Tracy". Volví a fijarme en ella. Estaba hermosa y con los ojos a estrenar. Pensé que en un rapto de crueldad podría permitirme crucificarla en el caballete de un pintor. Hacía calor en "Corzo" y en el fondo de mi copa latía el el hielo como una flema de goma arábiga. A M. se le pasó por la cabeza la perfidia de una imagen fugaz: "A veces cierro los ojos en el retrete e imagino que orino sentada en la porcelana blasfema y peligrosa del regazo de un hombre". Suso Oitavén, el jefe de "Corzo", mató algo la luz sobre la barra. Era media mañana en Moscú y anochecía sobre Chicago. M. rehizo con carmín la lazada fucsia de su sonrisa. Se cernía sobre sus ojos la infusión azul del sueño. "¿Sabes, nena, que a las afueras de Niza a los rompeolas de la Costa Azul les crecen juntas la buganvilla y la espuma?". A las siete de la mañana me pareció que a M. el vuelo de la falda le novelaba a lápiz las piernas...

martes, 28 de octubre de 2014

Frases con mala letra - José Luis Alvite

Frases con mala letra - José Luis Alvite
"La elección de los placeres tiene mucho que ver con los instintos y también con la cultura"
Sería difícil decidirse por un placer determinado en el caso que uno se viese en la disyuntiva de elegir. Hay placeres instantáneos que a pesar de su brevedad son de un efecto formidable, como ocurre con el placer del sexo. Otros, como el placer de la comida, resultan agradables pero son en cierto modo más fáciles de sustituir temporalmente por otras sensaciones placenteras, siempre y cuando la alternativa a su disfrute no sea exactamente el hambre. La elección de los placeres tiene mucho que ver con los instintos y también con la cultura, además de que en algunos casos se requiere de cierta capacidad física. Para el sexo no bastante con la intención. Además de deseo, se necesita tener cierta resistencia física, capacidad para un esfuerzo entusiasta y sin miramientos que se verá recompensado en la respuesta correlativa del otro. Claro que tampoco hay que exagerar. Para el sexo se necesita algo más de entusiasmo que para la filatelia, es cierto, pero no tanto como para partir una tonelada de leña. Es más llevadero el esfuerzo físico que se requiere para la literatura, que es el origen de un placer inigualable en el caso de leerla, y de un disfrute inmenso si se trata de escribirla. Aunque carece de sentido su comparación con el sexo, la escritura produce un placer inefable, una emoción difícil de narrar, sobre todo cuando uno acierta con la frase perfecta, con la imagen precisa, y en ese instante siente que la literatura podría equipararse con el sexo y tener sobre él la ventaja de que causa placer sin necesidad de producir manchas. Es discutible que un escritor prefiera una buena frase antes que un buen orgasmo, aunque no hay que descartar que el regusto de un buen párrafo resulte para algunos autores más agradable que el lance sexual más excitante. Desde luego puedo jurar que no es mi caso. Me gusta mi trabajo y creo que hay pocas emociones que superen al placer de lograr una frase acertada o una imagen literaria brillante y rotunda, pero debo admitir que siempre consideré la literatura un deficiente sustitutivo del sexo, el refinado resultado de alguna frustración erótica, incluso un brillante eufemismo del verdadero placer. ¿Sexo o literatura? ¿Es necesario elegir? ¿Qué tal una solución de compromiso? ¿No es acaso a veces su fino instinto literario lo que les sirve a algunos autores para contar a su favor los fracasos en el sexo? Como no estoy legitimado para hablar en nombre de mis colegas, me conformaré con reconocer que si algunas de mis frases me dejaron satisfecho, fue porque el escorzo de su sintaxis recordaba de algún modo su origen en alguna agradable postura en la cama. De todos modos, aunque muchas de esas posturas se convirtieron en aceptables columnas para los periódicos, debo reconocer que la mayoría fueron solo manchas con las que poner a prueba la calidad de la lavadora. El sexo produce a veces una conmoción indescriptible. También es cierto que una buena frase puede disimular un terrible fracaso en cama. Lo ideal es que el sexo mejore tus frases, aunque su estremecimiento joda tu letra.

lunes, 27 de octubre de 2014

Psiquiatra con perro - José Luis Alvite

Psiquiatra con perro - José Luis Alvite


He tenido dos depresiones severas a lo largo de mi vida. Una de ellas me mantuvo más de un año apartado por completo de la escritura y me sumió en un estado de desaliento tan agudo que al vestirme por la mañana ni siquiera le encontraba sentido a la rutina de pasar los brazos por las mangas de la camisa. Como no quería parecer un hombre derrotado, procuraba evitar cualquier demostración publica de abatimiento, pero quienes me conocen saben que aquel fue el año que menos entusiasmo demostré por lo que ocurría a mi alrededor y que en semejante estado de agónica estupefacción habría soportado sin pestañear que el viento de enero metiese a puñados el polvo en mi boca y el granizo en mis ojos. Acudía de vez en cuando a pasar consulta con el doctor Emilio González, le detallaba la evolución de mis síntomas y él me escuchaba con ese aplomo tan profesional que en los siquiatras de valía no excluye los matices que hacen de la práctica de la medicina una actividad verdaderamente humanista. Una de aquellas mañanas le confesé que mi visión de la vida era tan pesimista, que ni siquiera creía que en las circunstancias que me habían llevado ante él, un hombre, cualquier hombre, yo mismo, pudiese encontrar en el perplejo dolor de su existencia un buen motivo para intentar llorar con alguna posibilidad de conseguirlo. Ahora resulta incluso divertido recordarlo, pero en una de aquellas conversaciones le conté que la del suicidio era una vieja idea recurrente a lo largo de buena parte de mi vida pero que jamás había tomado la determinación de quitarme la vida porque detestaba hacer cosas de las que no pudiese acordarme pasado un rato. "Eso es lo malo de la muerte -me siguió con humor el doctor Emilio González-, que perjudica sin remedio la memoria". Por aquellos días soñaba con frecuencia que subía en ascensor hasta la azotea de un rascacielos con la decidida intención de saltar al vacío, pero al asomarme cien metros sobre el espectáculo de la ciudad aplastada, indiferente y congénita, la cobardía podía más que la firme resolución de suicidarme, de modo que le echaba un vistazo al paisaje y bajaba luego lentamente por las escaleras hasta el portal, donde me esperaba el entorchado conserje del inmueble seguro de escuchar de mis labios la explicación que sin duda cabía esperar de un tipo reacio desde niño a la rutina: "No es que no haya tenido el coraje necesario para suicidarme, ¿sabe usted?, lo que pasa es que la distancia entre la azotea y el asfalto es tan grande, que temí que si saltase al vacío, me aburriría en el aire". Cada vez que me entrevistaba con el siquiatra, volvía luego a la calle poseído de la incipiente esperanza que me infundía la conversación de aquel hombre inteligente y sensible que en una de las sesiones me dijo con absoluta sinceridad que el recurso de las pastillas servía para paliar los síntomas de la depresión, pero que solo podía ser mía la decisión de aceptar un tratamiento que mermase al mismo tiempo aquella parte de la personalidad en la que suelen brotar juntos los trastornos de la mente y el lisérgico latido de la propensión artística. Emilio González me lo dijo con meridiana claridad: "Tengo la razonable sospecha de que uno de los síntomas más inquietantes de tu depresión es la literatura y que un tratamiento farmacológico a fondo no podría mitigar el cuadro emocional sin perjudicar al mismo tiempo tu manera de ver la vida y describirla". Parecía claro que en el mismo lance estaban en juego mi salud y mi sintaxis. Acordamos entonces un tratamiento cuya eficacia médica no mermase seriamente mis facultades al escribir. Al aceptar la sugerencia, hice una leve salvedad que a mí me parecía crucial: "Recétame cualquier cosa que no perjudique mi vida sexual. Ten en cuenta que así como detrás de un intelectual que se precie suele haber un libro de Joyce, en mi caso es obvio que la referencia cultural más profunda de cuanto escribo es por lo general una simple y miserable erección". Era importante para mí vencer la depresión dejando a salvo los aspectos más esenciales de mi estilo. Mi querido siquiatra me recetó con tal motivo dos cajitas de unos comprimidos estupendos que encajé con la misma gratitud que sentiría un diabético si el endocrinólogo le estuviese recomendando un suculento surtido de pasteles rociados de fogueo con azúcar de pega. Con el tiempo y con la adecuada posología, y gracias sobre todo a las inolvidables charlas con mi admirado Emilio González, pude volver a escribir algunos meses más tarde. Recuperé luego en unas pocas semanas el tono y la manera de contar que tanto temía perder. Y en cuanto a las chicas, bueno, en cuanto a las chicas, gracias a pequeños e inevitables efectos secundarios del tratamiento, y aunque me seguían gustando todas, durante algún tiempo me fijé algo menos en las feas, como si llevase entre las piernas un perro con instintos de cazador y gustos de gourmet. Algún tiempo después tuve la primera sensación fiable y sostenida de que estaba saliendo de aquella jodida depresión. Lo supe tan pronto noté que el cabrón del perro volvía a comer de todo...

jueves, 23 de octubre de 2014

Agua pervertida - José Luis Alvite

Agua pervertida - José Luis Alvite
"En mi infancia, el de la feminidad era un capítulo confuso y vedado, un asunto sagrado, casi clandestino"
En mi infancia no estaba bien visto interesarse por ciertos aspectos de la intimidad de las mujeres. El de la feminidad era un capítulo confuso y vedado, un asunto sagrado, casi clandestino, del que solo hablaban con cierta confianza los mayores y del que únicamente estaban por completo seguros los ginecólogos. Gracias a la imaginación podías figurarte cosas y hacerte una idea sobre cómo eran ellas en su más estricta intimidad, pero sabías que se trataba de un atrevimiento inconfesable, un pecado gravísimo que, además de suponerte un destino en el infierno, podía costarte un insomnio cuyas ojeras fuesen luego difíciles de explicar. En un libraco médico que mi padre había heredado del suyo encontré en una ocasión un capítulo dedicado a las patologías de la feminidad. Busqué entonces en sus páginas la desnudez explícita de alguna mujer. Fue en vano. Solo conseguí encontrar un dibujo que reproducía un corte longitudinal del útero y me sentí profundamente decepcionado al descubrir que lo que en realidad había en las procelosas y místicas honduras de las mujeres eran unos cuantos cables que se parecían mucho a los que manipulaba el señor Montero cada vez que venía a casas a reparar las bujías y el condensador del receptor de radio. En los corrillos de los muchachos de más edad se decían cosas fascinantes sobre los placeres de acertar con las claves que daban acceso a los resortes hedonistas de la feminidad, pero después de ver aquella reproducción del útero de las mujeres a mi me pareció que todos aquellos comentarios adolescentes solo eran murmuraciones sin sentido y que en realidad la pelágica hondura casi espeleológica de la feminidad no serviría para otra cosa que para sintonizar la atiplada voz de Franco en el "Diario Hablado" de Radio Nacional de España. A falta de la explícita carnalidad de las mujeres reales, recuerdo que me contentaba con la contemplación de sus ropas puestas al clareo, expuestas a que las cachease el viento en los tendales, sonando como una bandada de aplausos en aquellas blusas en las que muchas veces recuerdo haber husmeado a solas el aroma almidonado y apócrifo de la feminidad. A veces venían a casa mis primas y se aseaban en el baño mientras yo escuchaba a este lado de la puerta el ir y venir del agua de las abluciones y la higiénica liquidez de sus risas casi colegiales, que a mi entonces me parecían sugerentes e inconfesables como si fuesen las risas de aquellos pubis inaccesibles que yo imaginaba que eran de abedul. Después de la higiénica liturgia de mis primas yo entraba al baño y me quedaba pasmado mirando el agua lúbrica y glandular de la bañera. Y cuando estaba seguro de que nadie me vería hacerlo, me arrodillaba delante de la pileta, metía las manos en la tibia sopera abdominal de aquel agua pervertida, cerraba los puños en la entraña del húmedo gineceo jabonoso, entornaba los ojos y estaba seguro de haber atrapado la pulpa mística de la feminidad al sentir como escurría entre mis dedos la hembra amniótica y gomosa de la higiene sacrosanta de las mujeres. A partir de aquella experiencia excitante y clandestina no dejé de ir a la iglesia, pero, por si Dios entraba en detalles, tomé la decisión de confesar mis pecados con las manos en los bolsillos.

lunes, 20 de octubre de 2014

Buitre en llamas - José Luis Alvite

Buitre en llamas - José Luis Alvite
Yo imaginé hace tiempo la imagen de la muerte representada en el cadáver sedente de una mujer dándole de mamar al esqueleto de un buitre. Ahora veo en el televisor las noticias de la hambruna en Sudán y me doy cuenta de que aquella figuración estaba realmente lejos de ser demagogia, ficción o simple literatura. La realidad cunde en este caso mucho más que la imaginación, aunque, por desgracia, a veces uno tenga la impresión de que esos trágicos episodios del hambre son apenas el recurso del que se sirven los realizadores para ajustar en verano la escaleta de los telediarios. Se trata de emociones de temporada, sucesos estivales, sobrecogedoras escenas de horror que a la larga se sustancian en la noticia de que alguien ganó un merecido premio Pulitzer haciéndole una foto a la chiquilla hambrienta en cuyos ojos recordaremos que medraba como tiza el visillo de la muerte. Hablé del hambre africana hace ya unos cuantos años con un misionero comboniano que había estado destinado mucho tiempo en Mozambique y parecía haberse dado cuenta de que ni siquiera la idea osmótica de Dios puede calar en el ánimo de una persona en cuyo estómago no haya estado recientemente el pan. Conocí al misionero Claudio Crimi en una época en la que yo tenía relaciones sentimentales con una prostituta colombiana en cuya cama dejé muchas noches el dinero, el llanto y la piel. Una madrugada ella se extrañó de que yo fuese incapaz de corresponder con entusiasmo a sus caricias. En contra de lo que tantas veces me habían pedido el corazón y el cuerpo, una noche, mientras mi chica dormía, tomé la decisión de romper con ella. Me levanté de la cama sin hacer ruido, me senté a la mesa en la cocina y le coloqué al lado de su taza del café una nota que me consta que tenía la letra de mi conciencia: «Será mejor que lo dejemos. Te juro que lo que me ocurre es culpa mía. Lo he pensado mucho mientras dormías vencida por el cansancio. Mi insomnio de esta noche me hizo ver claro que cada vez que tengo sexo contigo, presiento que lo que hay entre tus piernas es la boca de tu hijo». Ahora veo en televisión a esos niños hambrientos de Sudán y me acuerdo sin remedio de mi querida prostituta colombiana, aquella muchacha hermosa, digna y mendicante en cuya mirada he visto desvelados de madrugada muchas veces los ojos de un niño puesto en cuclillas a la sombra incandescente de su agonía, acechado en un charco de sed por el merodeo desquiciado e invidente de un buitre en llamas.

domingo, 19 de octubre de 2014

Pantalones blancos - José Luis Alvite

Pantalones blancos - José Luis Alvite
No recuerdo mi edad de entonces, pero no tendría mas de diez años la primera vez que vi a un extranjero. Fue en Cambados, durante uno de aquellos largos veraneos en los que llegaba a finales de junio al pueblo con una maleta y la jaula de los pájaros y me quedaba en casa de tía Pepita hasta entrado el mes de octubre. Era un tipo alto y rubio, delgado, zancudo, la nariz más grande que cualquier pañuelo, de unos cuarenta años de edad, pantalones blancos, zapatos a juego y suéter rojo, de aire mundano y al mismo tiempo distraído. Los muchachos no podíamos creer que alguien así apareciese por un pueblo en el que ni siquiera la mar dejaba en los escollos de Tragove, o varado en el estiaje del puerto, el cadáver de un solo náufrago que no fuese de allí. Recuerdo que mis amigos y yo le seguimos un rato por la calle, guardando a sus espaldas las distancias con una mezcla de estupor y prudencia, como si vigilásemos las andanzas de una alimaña que se hubiese extraviado, pensando en apedrearle si se irritaba. Caminaba sin prisa, con una elegancia para mi desconocida, y se detenía en cualquier parte como sin motivo, sin necesidad, como a mi me parecía que lo hacía todo, con aparente interés y al mismo tiempo con relajada despreocupación, como si ser extranjero fuese un delicado acto de resignación, un cansancio que no viniese precedido de un esfuerzo, sino de la circunstancia de ser francés, como dijeron en el bar de Benito Silva unos señores estudiados que le habían escuchado hablar en el atrio de la iglesia con la gárgara inconfundible de un idioma que yo supuse que se lo podría curar el farmacéutico con cualquier jarabe que fuese expectorante. Yo preferí suponer que el señor de los pantalones blancos era alguien que se había confundido al doblar la esquina en cualquier calle de París y cuando quiso darse cuenta estaba al otro lado del mapa, en un país meridional y atrasado en el que no había dos relojes que marcasen la misma hora, ni un solo hombre que no tuviese en el cuerpo más pelo que su perro. Mis amigos desistieron de la vigilancia al atardecer y yo le seguí los pasos hasta llegar el cementerio de Santa Mariña Dozo. Estábamos solos; él, mirando de frente al Cristo crucificado sobre la llama hebraica de una vela en el ábside de las ruinas; yo, diez metros a sus espaldas. Anochecía y desanduve solo el camino hasta casa. A tía Pepita le conté que acababa de ver a un extranjero. Y tía Pepita, que era muy escéptica, sirvió la cena y me dijo muy seria que lo mío seguramente era anemia.

jueves, 16 de octubre de 2014

Azafata de bacaladero - Jose Luis Alvite

Azafata de bacaladero - Jose Luis Alvite
En un tiempo en el que todo el mundo dispone de medios técnicos para comunicarse de manera instantánea, incluso para relacionarse a cualquier distancia en formato audiovisual, ahora que incluso lo inmediato a veces nos parece lento, resulta que la gente se siente más sola que nunca y tiene graves problemas para expresar sus sentimientos, hasta el punto de que la comunicación fulminante por medio de la telefonía móvil amenaza con la destrucción de la gramática elemental después de haberse saltado sin el menor reparo las normas ortográficas y de tergiversar la estructura tradicional de la sintaxis. Los medios que facilitan la comunicación son, irónicamente, los mismos que amenazan con la destrucción del idioma o su transformación en una enfermedad de la garganta. En el caso de mantenerse la progresión de las conquistas tecnológicas y la consiguiente regresión del lenguaje, al cabo de un horizonte temporal no muy lejano nos encontraremos con la paradoja de que los seres humanos dispondrán de enormes posibilidades técnicas para comunicar ideas de las que en realidad carecen. Será como proporcionarle un megáfono a un mudo para que le comunique sus pensamientos a un sordo. Ocurre también que aumenta el número de consumidores de tecnología que al margen de entender la telefonía móvil como una formidable conquista científica, la consideran también un deber, hasta el punto de que se sienten vacíos, o inútiles, en el momento en el que no están haciendo uso de sus medios para comunicarse. Parejas que en sus encuentros físicos apenas hablan entre sí están deseando retirarse a sus domicilios respectivos para conectarse por el teléfono móvil o para coparticipar mediante el ordenador en alguna de las esas redes sociales en las que convergen millones de personas incapaces de decirte algo a la cara, pero verdaderamente locuaces si se trata de hablar enmascaradas en la sofisticada maleza del ciberespacio. Es difícil comprender que la comunicación necesite con tanta urgencia del aislamiento.



Yo dispongo de teléfono móvil desde hace años, pero me resulta por lo general tan útil para comunicarme como lo sería un pisapapeles porque soy reacio a lo urgente. Ese teléfono me vino en cierto modo impuesto porque mi familia necesitaba conocer mi paradero por culpa de mi costumbre de estar tres días sin aparecer por casa y temían telefonear a las funerarias y hacer el ridículo por no haberse asegurado antes de que estuviese depositado allí mi cadáver. A pesar de su disponibilidad, a menudo estoy incomunicado porque no considero que merezcan la pena la mayoría de las llamadas que recibo. A mí lo que me gusta es vivir de un modo relajado, sin prisas, con arreglo a la idea de que casi nada es tan apremiante como parece, ni tan perentorio que no pueda esperar. Un amigo mío se echó una novia que era azafata de vuelo. Salía de copas aprovechando que ella tuviese vuelo, pero siempre con el temor de que una inoportuna cancelación la devolviese inesperadamente a casa, le saliese al encuentro y se llevase una sorpresa desagradable. Su novia era una chica hermosa, pero trepidante. A mi amigo le gustaba la vida sin urgencias, los compromisos sin agobio, y resulta que buscando a la mujer de su vida sin darse cuenta se había enamorado de un tambor. Rompió con ella cuando ya no pudo resistir más el estrés de las cancelaciones y el consiguiente cambio de planes que le alejaba inesperadamente de sus amigos, unos tipos aplomados que en caso de incendio solo darían un paso más que el fuego. Ella le preguntó los motivos por los que rompían. Y él no se anduvo con rodeos: "Es por tus prisas, por tu estilo de vida trepidante. No puedo con eso, nena, lo siento. Tú resuelves angustiosamente por el móvil las cosas que yo arreglaría tranquilamente por correo. Yo sabía que eras azafata de vuelo cuando te conocí y por eso no puedo culparte de ese vertiginoso modo de vida, hoy aquí y mañana allí, el dichoso jet lag y todo eso􏰀 ¿Sabes?; me gusta que seas azafata. El problema es que para conciliar tu ritmo con el mío tendrías que ser la paciente azafata de un bacaladero". Lo dejaron al final de una agradable noche de copas. No volví a saber de ella. En cuanto a él, me dijeron que tomó la decisión de convivir con una serena chica sin prisas, una mujer que en caso de incendio pediría la vez para alejarse del fuego, una preciosidad que con treinta años de edad le prometió tomar la vida con tanta calma que tardaría por lo menos otros veinte en cumplir cuarenta.

martes, 14 de octubre de 2014

Pájaros de rimel - José Luis Alvite

Pájaros de rimel - José Luis Alvite
A los más jóvenes de cuantos lean esto les parecerá que algo semejante nunca ocurrió en esta tierra, pero lo cierto es que en las rías gallegas los rellenos no existían y en algunos lugares la orilla del mar estaba mucho más cerca que ahora, las mareas se bastaban para depurar el agua y era tal el silencio en el paisaje, que podías escuchar el viento pronunciando en las blusas de las mujeres y aplaudiendo en las velas de las dornas. Yo no sé muy bien como sucedía aquello, lo reconozco, pero a veces en la noche de Arousa ardía el monte Curota y la gente contemplaba sin alarma desde Cambados aquel escabeche de fuego reflejado en la mica de la ría. No había bomberos, ni aviones, ni estaban para eso los soldados, pero lo cierto es que el monte se apagaba solo y mermaban sobre el cuenco de su propio regazo aquellas benditas llamas, lentas y dóciles como ganado exhausto, que mismo parecían hilaturas de lino. En la dentición de los escollos de Tragove rompían las olas con una espuma muy blanca que se volvía luego sobre su estela formando un impecable plateresco como de sedosas amebas de blonda. Podías hurgar entre las algas en la seguridad de que incluso la mierda acorralada por la bajamar en los recodos estaría más limpia que tus propias manos apenas estrenadas. Recuerdo haber corrido desnudo en O Serrido detrás de las robalizas, pisando como un caballo de cobre y saliva en un palmo de agua, y ver el sol reflejado en sus lomos mientras viraban como cartabones hacia Mar de Frades, aquel paraje azul y verde, sirope de mar y de pasto, en el que desembocaba el Umia, un río en el que entonces incluso desovaban las piedras del fondo. Desde Castrelo bajaban los muchachos de los salesianos y se metían en el río con las sotanas arremangadas, formando una catequética marimba de risas que a mí me sonaban como las meadas de los niños cayendo en sutiles trenzas de ámbar en el paladar desconchado de sus orinales de porcelana. A veces en aquel sagrado verano de Cambados me imponían la siesta vespertina y mientras conciliaba el sueño escuchaba al otro lado de la calle, como un ferrocarril de toses, el aliento bronco de los marineros cavando a destajo el sexo de boj de sus mujeres mientras resbalaba en pelotas por sus espaldas la yegua caldosa del sudor. Al anochecer prendían en las casas las cocinas de leña en aquel litúrgico instante inenarrable en el que en el cuerpo de las niñas cuajaba en grumos la cucaña de la pubertad y ser retiraba a sus paraderos por la calle en penumbra una reata de silencio, una pandilla de viento, un párrafo de perros en cuyo aliento ¡Oh, Dios!, en cuyo aliento te juro, amigo mío,.. ¿sabes?, en cuyo aliento te juro que repetía, como un eco azucarado, como el rebufo de un hambre comestible, el suculento sabor de la merienda mamada de los niños. Y todo esto fue cierto porque yo estaba allí y lo vi. Y no hace tanto de todo esto. Ocurrió cuando yo era apenas un muchacho, en un tiempo hoy inconcebible en el que cada vez que reventaba una cereza era para que de su hueso brotase una de aquellas fresas en las que se desplegaban de azul y amarillo las alas de la mariposa que se metía a ciegas en el incendio del monte Curota y salía luego por la otra parte del fuego convertida en un posta de aquellos pájaros con ojos de mujer que yo sé que existieron porque dejaban a lápiz en el aire un estrambote de rimel. Después se hacían a la mar los barcos de los marineros con las redes estibadas como bocios a babor. Y a los niños del paraíso nos vencía el sueño mientras se esfumaba mar adentro aquel orfeón de motores y en el pecho de las adolescentes se garrapiñaba la talabartería del sexo.

La mercería y el Códice - José Luis Alvite

La mercería y el Códice - José Luis Alvite


Algunos críticos surrealistas consideran que el secuestro por amor tendría que ser considerado un acto de buen gusto, un arrebato propio del carácter poético de quienes se enamoran de manera narcotizada e impulsiva, un derroche sublime y proteico del amor, casi a veces un género literario. Mas benevolentes tendríamos que ser entonces si por culpa de la pasión alguien sustrajese el retrato pictórico de ese ser amado para admirarlo en la soledad de su retiro doméstico, en la solitaria vigilia de sus aposentos. La de la belleza es siempre una tentación excusable que puede arrastrar a un crimen contemplativo, a la clase de delito que lo que supone es un derroche de admiración, una malformación de la sensibilidad artística, quien sabe si incluso una admirable desviación morbosa de la inteligencia para convertirse en talento. Contemplada desde la óptica del coleccionista ávido de singularidad y de belleza, el robo del Códice Calixtino constituiría un acto en el que el calor irreflexivo del entusiasmo pesaría más que la fría calificación del crimen. Los prebostes de la burguesía comercial tenían por costumbre la captura de la belleza obstétrica de la criada sirviéndose de la tentación que en su presa despertaban el confort y el dinero. No era necesario que el propietario de la tienda de electrodomésticos incurriese en el secuestro para cautivar a la mujer deseada; a menudo bastaba con que le pusiese una mercería o la instalase en un pisito con la temperatura justa para que ella se sintiese al menos a salvo de los jodidos sabañones. Es distinto plantarse en el Louvre y robar el cuadro de La Gioconda, que es una señora enmarcada que lo que necesita no es una tienda de medias y puntillas, sino una pared en la que ejercer el magisterio de su hipotética belleza, el señorío de su antigüedad, la autoridad incuestionable de su prestigio pictórico, el rejoneo algo romo de su rostro ventrudo. ¿Y el Códice Calixtino? ¿Cuál es la excusa en ese caso? ¿Hay gente dispuesta a robar una belleza con páginas y disfrutar luego con un placer para cuyo goce, además de saber latín, seguramente son inexcusables las gafas de leer? Por otra parte, es evidente que el poseedor de la belleza disfruta de ella solo en el momento que se sabe que es su poseedor, del mismo modo que cuando un hombre tiene intimidad con una mujer hermosa sabe que el placer natural del sexo está incompleto sin el inefable placer de la divulgación. Igual que nadie puede considerarse rico sin hacer el gasto que demuestre su liquidez y su solvencia, el poseedor de la belleza artística está sin duda obligado a que se sepa que es el mecenas depositario de ese portentoso óleo impresionista que tanto dice del exquisito gusto de quien lo posee. ¿De qué sirve hacerse con el Códice Calixtino si no se puede presumir de su tenencia? ¿A quién pretendes fascinar sentado con una levita azul y un chaleco amarillo frente a un piano con el teclado precintado por culpa de un embargo? ¿Se puede disfrutar de algo en si mismo exquisito sin que alguien comparta contigo el placer de su degustación? En el negocio del arte es difícil comerciar con una belleza robada, tan difícil como enseñar la obra sin levantar sospechas, así que quien haya robado el Códice Calixtino se quedará sin el disfrute del placer de enseñarlo, con lo cual el goce es menor y angustiado, casi diría que clandestino, como el disfrute de aquel seminarista amigo mío que se masturbaba con el retrato del papa Julio II retocado para la ocasión con la melena fotográfica de Jayne Mansfield, que era una belleza rubia y exuberante, una voluptuosa nodriza del Séptimo Arte que yo nunca supe muy bien si lo que despertaba en aquel muchacho eras sus bajas pasiones, como una fulana, o sus jugos gástricos, como un guiso. ¿Existe un onanismo del ladrón de arte? No conozco estudios al respecto, pero no hay que descartarlo. Esa sería la razón por la que no aparecen tantas y tan valiosas obras de arte sustraídas hace ya muchos años en importantes museos o en afamadas colecciones particulares. Desde luego, el rapto de la mujer amada es romántico, pero sale carísimo si a la señora tienes que operarle los juanetes, ponerle una mercería e instalarla en un pisito apañado en el que al menos no salga por los quemadores de la cocina el apestoso clorhídrico marrón del retrete. El Arte tiene muchas de las ventajas de la belleza y ninguno de sus inconvenientes. El tipo audaz que consiga robar el retrato de La Gioconda no podrá presumir ante su conciencia de tener un lío de faldas con la mujer más hermosa del mundo, es cierto, pero al menos tendrá la absoluta certeza de que llegado el delicado momento del sexo, a la vieja señora ni se le ocurrirá alegar jaqueca. Puede que la lascivia del arte no comporte las mismas emociones húmedas y glandulares que la exultante lubricidad de la señora de la mercería, pero tiene sobre ella la ventaja de que en el fragor de los revolcones puedes estar seguro de que aunque su posesión regurgite la sensación de culpa en tu mala conciencia y ensucie tus manos ante la ley, al menos no te manchará de pintura el cuello de la camisa. Claro que el erotismo del Códice Calixtino es discutible y muy dudoso que desate la libido de su secuestrador. Pero, ¡demonios!, ¿quién al contemplar a una mujer hermosa no sintió alguna vez la sensación de que lo mejor del sexo no es el sudor, ni los jadeos, como se dice, sino la intuición de haber estar apunto de leer los antecedentes penales de su alma en la blancura sumarial y algo sobada de su ropa interior? ¿No es acaso cierto que a veces lo que de verdad nos fascina de una mujer no es cuanto de superfluo, inerte y ortopédico hay en ella? El Códice Calixtino no es una sugerente belleza carnal, no, no lo es, pero yo soy de los que siempre han pensado que a veces la mujer hermosa que huye de su perseguidor ignora que lo que él trata de poseer no es la charcutería efímera de su carne, ni la excitante sémola de su saliva, sino el fino tafilete de sus zapatos de tacón.

jueves, 9 de octubre de 2014

Los sueños y las heces - Jose Luis Alvite

Los sueños y las heces - Jose Luis Alvite
En algunas congregaciones religiosas, la pobreza supone una conquista moral y sus militantes la consideran tan natural que ni siquiera presumen de haberla conseguido. Para muchos españoles que no contaban con ella, la pobreza se ha convertido en una circunstancia odiosa a la que es difícil verle la salida en un momento histórico en el que incluso escasea la carroña en los descampados y, a falta de otro sustento, los buitres se comen en los nidos a sus crías. Proliferan los mendigos en las calles, en muchos hogares nunca hay una tartera al fuego y en los comedores de la beneficencia incluso por la noche hacen cola las ratas porque en las basuras abundan las facturas y ha empezado a escasear la mierda. Hay trabajos tan mal pagados, maldita sea, que con razón muchos mendigos temen que les salga un empleo. Algunos antiguos amigos míos se pasan el día en chándal, dando paseos de un lado para otro, cambiando de acera aunque solo sea para dar la sensación de estar ocupados en algo por lo que merezca la pena sudar. No hay una sola calle en la que no estén a la venta media docena de pisos, ni un solo lugar de la ciudad en el que no haya echado el cierre un negocio porque a su propietario solo le merecía la pena encender la luz para saber donde apagarla. Mucha gente almuerza cada día la casquería que antes incluso dudaban si dársela de comida a sus perros. Sé de un tipo que duerme de espaldas a su mujer para que ella no le escuche llorar. También sé que ella no ignora lo que ocurre, pero disimula porque no quiere que a él, además del fracaso, lo hunda en la miseria la destrucción de su orgullo. Tienen suerte los creyentes si son capaces de aliviarse de la pobreza volviendo sus ojos hacia Dios, confiados en que la Providencia les dará la mano o resignados a la idea de que la miseria sirve para poner a prueba la fortaleza moral del hombre. Yo no sería capaz de semejante presencia de ánimo y, seguramente en vez de recurrir a Dios, robaría un rifle en la armería de la esquina para atracar al día siguiente uno de esos bancos en los que un público desencantado y culposo hace cola casi con los brazos en alto. Conviene no perder la calma, es cierto, pero en según qué circunstancias, un hombre se da perfecta cuenta de que el gatillo garantiza mejores resultados que la oración. ¿Qué te espera la prisión? Bien, ¿importa mucho perder la libertad si es a cambio de tres comidas al día en un momento en el que en los cementerios incluso bostezan de hambre los muertos? A los reos de la miseria les da igual de quién sea la culpa de lo que ocurre. Es difícil razonar con hambre y tener criterio con la nevera vacía, a sabiendas de que en algunas autopsias el forense solo encuentra el grisú fénico de los barbitúricos y la horma del ayuno del ayuno. Realmente es muy triste que de ser un país que soñaba sin haber dormido, estemos a punto de convertirnos en un pueblo que vomita sin haber comido. Algo convulso tendrá que ocurrir tan pronto demasiada gente de la nuestra se dé cuenta de que después de haberse visto privada de sus sueños, se ha quedado también sin sus heces. De momento nos salvan el orgullo y la apariencia de ser un pueblo con un elevado sentido de la esperanza, un país con modales en el que la gete aún se sienta a la mesa y despliega la servilleta para la estoica liturgia de pasar hambre tres veces al día.

martes, 7 de octubre de 2014

Pubis de Abedul - José Luis Alvite

Pubis de Abedul - José Luis Alvite
Se dice que en el calor meteorológico está el origen de la felicidad callejera de algunos pueblos y la raíz de su envidiable salud mental, incluso la explicación de cierta pereza existencial que produce regocijo y placer y nunca ha sido bien entendida por las sociedades septentrionales y albigenses, que son frías, metódicas, contenidas, y sólo se acaloran con el esfuerzo de recobrar la calma y enfriar la pasión hasta volverla amianto. A lo mejor es por eso que mientras en la Europa fría y cartesiana prosperan el pensamiento y la ciencia, en ese otro orbe cálido y meridional proliferan la hostelería, la genitalidad y las flores. Yo nací y me crie en un ambiente norteño de temperaturas moderadas, abundante humedad y gente comedida que hace más ruido al rezar que al enfadarse. No soporto bien las temperaturas por encima de los veinte grados y al llegar el verano tengo serias dificultades para escribir porque me obsesiona la idea de que el calor sea bueno para estimular las bajas pasiones, pero incompatible con la literatura. Me resultaba más llevadero el calor cuando era niño y disfrutaba sintiendo el domingo desde la calle el aroma de los plátanos y los melocotones, que traspasaba el escaparate de la frutería cerrada a cal y canto. Con el calor de mi niñez, con el clima de mi adolescencia, cerraba los ojos y percibía el olor láctico e inguinal de las mujeres, aquella culposa emanación del sexo, e imaginaba el hormiguero de sus caldosos pubis de abedul recorridos por la babosa arábiga del placer, legradas por la lengua del sexo, deshuesadas por el vicio. Me pregunto por qué, si el calor me reconforta como recuerdo, no puedo soportarlo ahora en el momento puntual de escribir. ¿Es acaso más literaria la temperatura conmemorativa que la otra? ¿Será que la verdadera literatura es a veces una secreción recordatoria del calor y que lo que desprendían aquellas mujeres con los rigores del verano no era olor, sino gramática? Tendré que reflexionar sobre ello. A lo mejor resulta que mis reservas profesionales hacia el calor son un simple y estúpido prejuicio. Porque si con la levadura del sol se vuelve hojaldre el mármol meridional de los sepulcros, ¿qué razón puede haber para que no medren con su influjo las frases? Revisaré mi actitud frente al calor. No hay que descartar que la literatura sea una destilación exquisita del sudor, la consecuencia de ese bendito instante neófito del verano en el que uno imagina el cadáver de tía Pepita tendido decúbito supino en la cucaña de un refrescante catafalco de mercería, con su bruñido pubis de abedul recorrido por la hidra malteada de una sintáctica procesión de hormigas invidentes y albinas salidas de un tintero con semen.

lunes, 6 de octubre de 2014

A este lado de mi - Jose Luis Alvite

A este lado de mi - Jose Luis Alvite
A mi amigo Alejandro Diéguez, editor de mi obra, le he discutido muchas veces sus proyectos de promoción, no porque no me pareciesen razonables, sino por mi vieja resistencia a desplazarme a lugares que me alejasen demasiado de mi lugar de residencia, de los sitios que frecuento, y sobre todo, de mi barman de cabecera. Aunque lamentando que fuese en días de calor, accedí siempre a firmar ejemplares en la Feria del Libro de Madrid y poco más. Al salir ahora a la calle “Humo en la recámara”, mi editor y yo tuvimos ocasión de darnos un buen apretón de manos cuando sugirió que la presentación en Galicia se hiciese en la ciudad de Vigo. Llevo diez años como columnista en este periódico y lo único que lamento de mi estancia aquí es que no se produjese antes, cuando en otros periódicos gallegos me apretaban las clavijas y trataban de torcerme la mano para que escribiese como nunca supe ni quise escribir. Aquí firmaron mi abuelo y mi padre y aquí me gustaría acabar mi vida como columnista en la prensa gallega, si es que mis jefes están dispuestos a soportar a un tipo que a veces confunde la integridad con la indisciplina, que sufre depresiones que le ponen boca abajo contra el aliento ácimo de su sepulcro y nunca sabe muy bien si los compradores del diario se quedarán ciegos por culpa de leer sus textos. “Humo en la recámara” es una colección de historias relacionadas con el “Savoy”, el local nocturno eminentemente literario en el que me refugio desde hace doce años para superar las decepciones sufridas durante las madrugadas reales de una vida tantas veces contradictoria y casi siempre disipada. Fueron publicadas en la prensa de Madrid porque fue allí a donde me llevaron mis pasos cuando en Galicia se me cerraron las puertas, antes de que una madrugada arrimase el coche al arcén en la Autopista del Atlántico, me armase de valor y en la dolorosa duda de decidirme por el suicidio al volante del coche, le pidiese trabajo al director de “Faro de Vigo”. Aquella noche estaba a menos de una hora de mi ciudad, pero con la emoción de que el periódico vigués me abriese sus puertas sin hacer ninguna objeción, recuerdo que prolongué tanto la madrugada que tardé dos días en pisar el portal de casa, donde la verdad es que llevaba años dado por muerto. Una semana después firmé por primera vez mi columna “Aspero y sentimental” en estas páginas y empecé la etapa de mi vida profesional de la que me siento más satisfecho porque se me permitió una autenticidad absoluta, una manera de escribir cruda y sin embargo soñadora, dura y al mismo tiempo conmovida, a la que estaba a punto de renunciar cuando se me abrieron estas puertas y me consta que salvé la piel en un momento de mi carrera en el que a veces me vencía el sueño, y por no volver derrotado a casa, muchas madrugadas dormía en punto muerto con el coche arrimado a la tapia del cementerio. No me importa reconocer que en algunos de los personajes fracasados de “Humo en la recámara” he volcado con piedad el aliento compasivo y solidario que tantas veces yo eché de menos en mis colegas, del mismo modo que con frecuencia me sirvo de “Aspero y sentimental” para ventilar las frecuentes inmundicias y las escasas alegrías de mi pasado y dejar que mi conciencia me ajuste las cuentas sin volverle jamás la cara. El título del libro que se presenta ahora en Vigo se debe a una feliz ocurrencia de Rocío González, una amiga y colaboradora andaluza a quien antes había convertido yo en el único personaje vivo y real que alguna vez estuvo de madrugada en las ficciones del Savoy. También ella creyó en mi y se hizo lectora de “Faro de Vigo”, seguramente persuadida de que es en los textos de “Aspero y sentimental” donde mejor se me puede conocer sin necesidad de padecerme. Ella comprende también ahora por qué es Vigo la ciudad elegida. Sabe que fue aquí, en esta ciudad, en este periódico, donde pude ser verdaderamente libre en mi tierra, el lugar y las páginas en las que por fin he podido ser sincero sin necesidad de sentarme a llorar estreñido en el retrete de cualquiera de esos periódicos en los que a un tipo como yo solo se le permitiría decir la verdad con la condición de que la verdad fuese mentira. Pasé muchos años lejos de mi conciencia. Ahora, por fin, sé que estoy a este lado de mí.

sábado, 4 de octubre de 2014

El palanganero de Mahoma - José Luis Alvite


El palanganero de Mahoma - José Luis Alvite

En alguna parte he leído que hay lugares de Bélgica y de Dinamarca en los que se ha decidido suprimir en la calle el árbol de Navidad para no herir los sentimientos religiosos de los residentes musulmanes. La noticia no me produce demasiado estupor; en realidad creo que lo que me sorprende es que, con la prolongada y evidente decadencia de los valores europeos, algo semejante haya tardado tanto en ocurrir. Obsesionados con el cambio climático, nos hemos olvidado de prepararnos para una novedad no menos previsible e inquietante: el cambio cultural. Y no se trata sólo de que el islam pueda expandirse en Europa merced a la fecundidad de sus preceptos, sino, y sobre todo, por la jubilosa  y trepidante fertilidad de sus mujeres. A los musulmanes la idea de tener cuatro hijos todavía les seduce más que el capricho de engendrar un solo hijo y tener tres coches, que es como se entiende ahora en la Europa materialista la evolución demográfica. Hemos sustituido la familia por la metalurgia; y el pensamiento, por el dinero. Sobrecoge la indiferencia con la que abandonamos nuestros criterios morales y renunciamos a las conquistas hechas con la inteligencia, para ceder ante el empuje de ese islamismo radical en el que las discrepancias no se resuelven con un debate, sino que se zanjan con un degüello. Es triste pensar que la última gran obra colectiva de los europeos haya sido la II Guerra Mundial y que después de aquello hayamos vegetado en medio de la indolencia general, entregados a una decadencia que amenaza con dejar los valores de nuestra civilización en manos de quienes se permitirían el lujo y el festín de destruirla. Ahora escondemos el árbol de Navidad y mañana les cubriremos el rostro a nuestras mujeres y les pondremos un burka a nuestras catedrales. Y a mí, que no soy creyente, me entristece la idea de que vayamos a permitir que Cristo acabe de palanganero de Mahoma.

jueves, 2 de octubre de 2014

El tiempo para ayer - José Luis Alvite

El tiempo para ayer - José Luis Alvite
Llega un momento en el que hay que pensarse bien los esfuerzos que conviene hacer. Es absurdo que un octogenario se obsesione con conservarse así otros treinta años, tan absurdo por lo menos como lo era que mi amigo obeso saliese cada mañana a correr varios kilómetros pensando en adelgazar y desistiese cuando se dio cuenta de que el único que perdía peso con tanto esfuerzo era el perro que le acompañaba. A veces repaso mi vida y me hace feliz recordar cosas que me ocurrieron hace cuarenta o cincuenta años. Me ocurre a menudo que la evocación de aquellos acontecimientos me produce más placer que el que recuerdo haber sentido en el momento de ocurrirme, seguramente porque la ilusión cubre las lagunas que sin remedio va dejando la memoria. Sobre todo cuando flaquea la memoria, el de la evocación es un esfuerzo muy agradable porque nos permite reconstruir el pasado conforme a nuestros deseos, ignorando la minucia y el detalle, configurando una realidad de conveniencia que suele resultar más agradable que la otra. La vida de la mayoría de las personas no sería en absoluto apasionante si no fuese por lo bien que mienten al contarla. Un hombre puede esforzarse por vivir una vida interesante si está dispuesto a los sacrificios que supone salirse del confort de la rutina. La mayoría de los hombres se pliegan a lo cotidiano porque en el fondo saben que resulta más cómodo el esfuerzo relativo de vivir de manera ordinaria y mentir luego al contarlo. Yo no sabría muy bien como clasificarme, si entre los que llevaron una vida interesante o al lado de aquellos otros que necesitan mentir al recordarla. A veces recapacito sobre lo que hice en todos estos años y creo que he llevado una vida desordenada, a menudo caótica, porque necesitaba saber qué se siente al echar de menos la familia, el afecto y el orden. Enseguida me doy cuenta de que eso no es cierto y que en realidad me he limitado a dejarme arrastrar por las tentaciones sin oponer la menor resistencia. La verdad es que con la vida que llevaba iba derecho al pozo, hasta que de manera inesperada descubrí que los motivos por los que me estaba arruinando en todos los sentidos eran los mismos por los que, sin esperarlo, cotizaba al alza. El de mi salvación fue por lo tanto un esfuerzo pasivo, una lucha ajena a mis propias decisiones. Lo mío fue como si al final del aliento me encontrase respirando a oscuras en el interior de un buzo. Pero no he sido feliz. La verdad es que no necesito esforzarme mucho para darme cuenta de que mi vida fueron demasiadas camas para tan poco sueños. A veces me miento para recordar haber llevado una vida más corriente, como el meteorólogo que se equivoca al pronosticar el tiempo que hizo ayer.