miércoles, 27 de agosto de 2014

Experiencia, esa patología - José Luis Alvite

Experiencia, esa patología - José Luis Alvite
Un hombre que en los años de su juventud se contuvo de dejarse dominar por las hormonas y se resistió a que el entusiasmo le arrastrase a cometer errores, está condenado a ser en la edad madura un tipo amargo que se felicita por no haberse equivocado pero que en el fondo sabe que tendría que arrepentirse de no haber fracasado en la edad a la que tendría que haberlo hecho. La suerte de no haber caído de joven en algún vicio se corresponderá al cabo de los años con el insoportable arrepentimiento por no haberlo al menos intentado. No es cierto que los muchachos que se salvan de cometer errores puedan ser considerados sabios a una edad prematura. En la existencia de un hombre hay actitudes y circunstancias de su juventud que no tiene mucho sentido evitar. Es cierto que la sabiduría puede darse de manera excepcional a cualquier edad, pero por lo general se trata de una conquista que tiene más que ver con la experiencia que con la actitud y que por lo general aparece asociada a otras patologías. Ocurre lo mismo con al experiencia, que es lo que un hombre adquiere cuando por lo general ya no le sirve de nada, como el aficionado al tenis que aprende la bolea cuando ya sus piernas no le sirven para asestar el golpe antes de que la bola haya dado tres botes. En muchos casos la experiencia es un sustitutivo del vigor y una conquista que el ser humano por lo general no alcanza por su inteligencia, sino por su edad, por la misma razón que si aprende a no apurarse por nada no es porque lo considere una decisión inteligente, sino, lisa y llanamente, porque por culpa del colesterol le fallan las piernas. A mí me lo dijo de madrugada en un antro un tipo que entonces me doblaba la edad y ahora lleva algún tiempo reteniendo tierra en el cementerio: "No es cierto que la sensatez sea un logro. Cuando yo era joven hacía esfuerzos increíbles, a veces incluso sobrehumanos, que en apariencia carecían de sentido y a veces resultaban incluso contraproducentes. Reconozco haber tenido remordimientos de conciencia por culpa de que mis padres se lamentaban de mi poca cabeza. Ahora tengo la edad que entonces tenían mis padres y no pienso en absoluto como ellos. Me jode mucho haber envejecido. Daría lo que me queda de vida por unos cuantos días de desenfreno sin sentido. El problema es que me fallan las fuerzas. Habría querido ser un loco insensato, amigo mío, pero mi mala salud me obliga a la horrible resignación de ser un sabio. Hace meses en un chequeo me dijeron que tenía exceso de azúcar en sangre. Joder, cuando era un muchacho no tenía en la sangre nada que no hiciese arrancar el motor de un coche. Ahora tengo experiencia, si, es cierto, pero, maldita sea, ¿sabes que te digo?, era más feliz, mucho más, cuando a los veinte años de edad no había un solo error en el que no intuyese el placer de repetirlo, ni una herida que no cicatrizase con solo escupir en ella". Aquel tipo murió amargado a los pocos meses por culpa de lo azucarada que tenía la sangre. Yo aquella noche le escuché con relativa intención. Había conocido a otros como él y llevaba años metido hasta el cuello en la noche. Mi problema era que se me estaba yendo de las manos la juventud real y no había caído aun en todos los errores que de muchacho pensaba cometer. Ahora es distinto. He perdido el hábito de la noche y me cuesta resistirla. Después de una madrugada de desenfreno necesitaría la mañana entera en cama para rehacerme. ¡Que distinto era al principio, cuando incluso la muerte me parecía un hábito del que podría recuperarme con más facilidad que del vicio de fumar! Claro, ahora tengo experiencia y puedo alegarla en la tertulia de la sobremesa. Pero sé que me engaño a mi mismo. Un amigo mío que atraviesa por un bache emocional parecido, me comentó el otro día que había hecho planes para recuperar a destiempo los días de placer perdidos cuando era un muchacho. Localizó a una antigua novia que había enviudado y concertaron una cita para trasnochar. Lo hicieron, pero fue un fracaso. Mi amigo reconoció que al meterse en cama con ella se dio cuenta de que las posturas que le permitía su renovada conciencia juvenil, por desgracia se las impedía su dolorosa hernia discal. "Esto es lo que hay –admitió- Por mucho que me duela he de reconocer que las cosas que ahora pasan por la conciencia, eran más divertidas cuando por suerte solo me entraban por los ojos".

domingo, 24 de agosto de 2014

Palomitas de maíz - Jose Luis Alvite

Palomitas de maíz - Jose Luis Alvite


Puede que mi reciente acercamiento pacífico a los adolescentes se deba a que ya estoy de vuelta de las esperanzas y comprendo que todo es un cúmulo de fatalidades, entre ellas, la dorada fatalidad de la juventud. Ya ni siquiera comparo a los adolescentes de ahora con los de mi generación, ni pretendo que aquellos tuviesen una conciencia social más desarrollada que estos. Son tiempos distintos, incuso cuerpos diferentes. Lo que nosotros hicimos con la conciencia, los adolescentes de ahora a menudo lo hacen con la fisiología, entre otras razones, porque cuando yo era un muchacho solo te estaba permitido excitarte con la gabardina puesta frente al escaparate de la tienda de lencería. En todas las épocas la adolescencia ha sido un estado idealista e impulsivo, y aunque una minoría ilustrada suele encabezar en cada etapa histórica las inquietudes más profundas de su generación, la gran mayoría de los adolescentes de los tiempos modernos se han dedicado tradicionalmente a darse empujones, abrir las cervezas con los dientes y masturbarse en los cines. Hay ligeros matices diferenciales que distinguen a una generación de otra. Uno de ellos es que en sus relaciones sexuales los adolescentes de ahora son capaces de jadear con la cabeza en blanco y teniendo en la boca un puñado de palomitas de maíz. Es cierto que el promedio de instrucción cultural de los jóvenes de mi generación parecía a simple vista superior al de los muchachos de ahora, pero también eso es relativo y tiene una importancia discutible. La educación instrumental con sofisticados recursos tecnológicos ha relegado a la condición de antigualla pedagógica a la educación con memoria. Puede que alguien considere eso muy preocupante y tal vez lo sea. A mi personalmente no me dice mucho en contra de un joven que desconozca la especie del árbol en cuya corteza escarba a navaja un corazón con el nombre de su chica. Dispone de medios abrumadores para averiguarlo pulsando tres o cuatro teclas. Por eso creo que hay una indigencia que no es tan grave como pensamos. Nuestros adolescentes prosperarán como prosperaron sus padres e incuso serán más altos y más guapos. A fin de cuentas, los huevos anidan en los árboles sin tener conocimientos de botánica y los caballos trotan salvajes por los montes sin haber aprendido equitación, igual que vuelan los pájaros sin tener azafatas y piloto. Un mismo valor cultural tiene diferente relevancia según en que época se contemple. Cuando yo era niño, había en Cambados un tipo que vendía por las puertas su carga de marisco, incluidos soberbios camarones largos como dedos y elásticos como tendones. Solía retirarse extenuado de caminar y sin vender buena parte de una mercancía que ofrecía casi regalada. En muchas casas los gatos comían aquel marisco rutinario y excedente porque era algo muy abundante que no daba demasiado prestigio. Entonces se habría considerado ideal que los cerdos comiesen marisco y convirtiesen lentamente en jamón los camarones. ¿Eran idiotas aquellos hombres?¿Lo son los de ahora, que pagan por los camarones tanto como por las alhajas? Aquellos adolescentes de mis veraneos en Cambados se sabían las Guerras Púnicas, el Renacimiento y el “Efecto Venturi”, es cierto, pero,¡demonios!, también eran intensos, soñadores y obcecados, como los adolescentes de ahora, como los muchachos de siempre. Como digo, las diferencias en cierto modo son apenas de matices. A los adolescentes de mi generación por culpa de pecar los condenaba Dios; a los de ahora por culpa de beber los castiga el hígado. En todos los tiempos lucharon los adolescentes y se refugiaron de la realidad en los sueños. Lo terrible es que ahora el cine es demasiado caro para soñar en él. Eso demuestra que, por desgracia, los muchachos tienen que soñar fijándose sin remedio en la triste realidad y en una época en la que todo está tan descontrolado, que pernoctar en casa es a menudo más peligroso que dormir en la calle, entre otras razones porque en muchas familias de ahora solo desprende algo de calor el perro.

jueves, 21 de agosto de 2014

Una llave en el sepulcro - Jose Luis Alvite

Una llave en el sepulcro - Jose Luis Alvite
Es cierto que tuve unos cuantos fracasos sentimentales que me hicieron daño y que si me sobrepuse a ellos fue gracias a que nunca me metí en un incendio del que no conociese a tiempo la salida. Puede que en la vida en pareja los tipos como yo no adquieran grandes conocimientos de los avatares del hogar, lo reconozco, pero también es verdad que por lo menos aprende uno a dormir de pie y a hacer deprisa las maletas. A mi primera mujer no supe que decirle en la despedida final porque no hubo tiempo para mucho. Recuerdo que le di dos sorbos a un café mientras el ascensor subía hasta el piso desde el portal y evité parpadear porque tenía los ojos húmedos. No fue un final de película, como me habría gustado, aunque ella no me dejará por mentiroso si recuerdo que le dije que si yo muriese antes que ella, le pedía de favor que arrojase una llave de su casa en la tierra de mi sepulcro por si la muerte me ayudaba a recapacitar y en un arranque de nostalgia acordaba volver. Aquello no tuvo remedio y después de trillar con la memoria los sinsabores de la convivencia, mi matrimonio en cierto modo se convirtió en un error imperdonable, en un puñado de reproches y creo que incluso en un agradable recuerdo. Conocí en una ocasión a una muchacha salmantina que estaba de paso en mi ciudad y le hice una entrevista turística para el periódico en el que trabajaba entonces. Aquella noche salí con ella y la invité a bailar en un pub de la Zona Vieja de la ciudad. Repetimos en la misma noche una docena de veces aquella canción en la que alguien decía “Sé que aun me queda una oportunidad”. No fui su mejor pareja de baile pero no le importó reconocer que era la persona con la que más veces no había podido bailar a gusto una canción. Me disculpé por mi torpeza y le rogué que a su regreso a Salamanca me hiciese llegar con urgencia la factura del podólogo. Fue una agradable velada hasta bien entrada la madrugada gracias a que yo no tenía nada mejor que hacer y ella no dio con una buena excusa para marchar, sin olvidar que en contra de ella se puso la circunstancia de que llovía a cántaros y el taxi más cercano estaba probablemente con las cuatro ruedas pinchadas en su cochera. Dos días más tarde le dediqué mi columna del periódico, me telefoneó y quedamos. Como a mi entonces no me importaba en absoluto confundir la gratitud con el amor, acepté que fuésemos pareja los cinco días que siguieron. Después ella regresó a su ciudad y yo continué dando tumbos por escrito en la mía. Años más tarde la resucité con otro nombre y la convertí en el personaje de ficción que en una crónica del Savoy me decía: “Juré no volver a verte, cariño. Tenía mis motivos para jurar aquello. Luego supe que estabas muy enfermo y he vuelto porque sé que no tienes quien cierre tus ojos”. Aquello en la radio no quedaba nada mal. Naturalmente, fue un hallazgo tardío. Por desgracia, cada vez que cometo un error le pongo remedio cuando hasta puede que sea contraproducente remediarlo. Ahora mismo no sabría decir si la solución a mis problemas de pareja sería vivir con más calma o escribir más rápido...

miércoles, 20 de agosto de 2014

Libertad sin placer - Jose Luis Alvite

Libertad sin placer - Jose Luis Alvite
En momentos de la vida española en los que la doctrina de la Iglesia era casi tan influyente como las leyes civiles, y a veces incluso más temida, a los ciudadanos se nos reprochaban costumbres que se consideraba moralmente licenciosas, aunque se nos toleraban, y hábitos que comprometían nuestra salud. La Iglesia veía mal la promiscuidad sexual y condenaba el adulterio, pero no se metían ni con los bebedores, ni con quienes fumaban. Yo fui en mi adolescencia uno de aquellos creyentes temerosos de infringir las normas morales y al mismo tiempo disfruté con la tolerancia eclesial en relación con ciertos vicios. No sabría decir en qué momento me alejé de la Iglesia, pero soy consciente ahora de las razones por las que me gustaría alejarme también del Estado. Incluso creo que los poderes civiles son en la actualidad más vigilantes y severos de lo que lo fueron en su día las instancias religiosas. De hecho, la Administración civil no solo convirtió en delitos muchas de las infracciones que para la moral religiosa solo eran pecados, sino que ejerce una doble moral al permitir que se comercialicen productos cuyo consumo en teoría tendría que perseguir por razones sanitarias y que en cambio convierte en fuente de suculentas exacciones fiscales. Ningún gobierno se atrevió por ahora a un enfrentamiento frontal con la hostelería dictando medidas disuasorias del consumo alcohólico, pero las restricciones al consumo de tabaco en sus establecimientos suponen un auténtico castigo indirecto a los hosteleros. Vemos ahora que en su constante tentación represora, los poderes civiles extienden su vigilancia a una institución con la que ni siquiera Dios se había atrevido: la taberna. A lo mejor es que los políticos con el pretexto de velar por nuestra salud quieren obligarnos a una cierta sensatez que a donde nos conduce con descaro no es a las dudosas mieles de una longevidad imperativa, sino a la insoportable amargura de un aburrimiento irremediable. A mí las restricciones impuestas por los políticos a mis hábitos y a mis vicios me hacen mucho daño emocional. No comprendo sus criterios para imponerme la salud como un deber, cuando hasta ahora me la habían publicitado como un derecho. Naturalmente, como ciudadano que soy me atengo a las leyes y procuro cumplirlas. De todos modos, cualquier restricción que se me imponga en materia de consumo de tabaco la convertiré en una reducción drástica, y sin embargo, en cierto modo simbólica. Por la cantidad de cigarrillos que consumo cada día, yo mismo me reconozco un fumador compulsivo, de modo que en el peor de los casos, una reducción sensible del tabaco mejoraría relativamente mis esperanzas de vida gracias a haberme convertido en un fumador empedernido. La verdad es que nunca entenderé que para conquistar la libertad los ciudadanos hayamos de renunciar a los goces que la constituyen. En eso el Estado es tan absurdo como la Iglesia cuando recomienda a sus seguidores el orgasmo sin placer. 

domingo, 17 de agosto de 2014

El gángster del Inserso - Jose Luis Alvite

El gángster del Inserso - Jose Luis Alvite
Creo que se celebra estos días un señalado aniversario de los viajes para la tercera edad promovidos con gran éxito social por el Inserso. Gracias a los excedentes presupuestarios de los años de bonanza, millones de personas mayores pudieron disfrutar de viajes y estancias hoteleras pagadas a precio de ganga. Al tiempo que se paseaba a los jubilados, la Administración aseguraba el sostenimiento de los hoteles en temporada baja, siempre amenazados por la retracción invernal del turismo ordinario. Ahora corren malos tiempos económicos, el paro se vuelve insoportable y todo parece indicar que muchos programas sociales verán recortada sensiblemente su contabilidad. Dudo mucho que el Gobierno incluya en las restricciones presupuestarias el gasto en los viajes del Inserso, entre otras razones, porque el de los pensionistas es un voto emocional que suele agradecer explícitamente las atenciones recibidas, igual que agradece el enfermo de próstata la proximidad del retrete. Pero si se actuase con sentido común, las excursiones del Inserso habrían de sufrir un drástico recorte que permitiese emplear una buena parte de sus presupuestos en atender los subsidios de desempleo que salven de la insoportable lacra del paro a los hijos y nietos de los pensionistas viajeros. Ni siquiera en mejores momentos de la economía se entiende muy bien que se gasten tantos millones en programas turísticos para un contingente humano en el que se incluyen personas que recorren las ciudades monumentales de España sobreponiéndose a la obvia incapacitación de sus terribles cataratas oculares. Una tía mía que recurre habitualmente a los viajes del Inserso no solo desconoce a menudo en que lugar del mapa está su destino ocasional turístico, sino que olvida los lugares que visita casi en el mismo instante en el que los recorre. Se incumple de ese modo uno de los requisitos que hacen recomendable cualquier viaje: su recuerdo. Un elevado porcentaje de usuarios de las excursiones del Inserso necesita además cuidados médicos continuados, si es que el tratamiento principal para sus males irreversibles no es en bastantes casos el viático. Por las referencias de algunos beneficiarios me consta el exquisito tratamiento que reciben los excursionistas del Inserso, siempre atendidos por un personal cualificado y diligente que vela por la integridad física de un pasaje en el que la mitad de las conversaciones son un rico repertorio de toses. Eso no excluye que con frecuencia salte la noticia de que a los viajeros del autobús hubo que distraerlos con una pegadiza canción de Georgie Dann entonada a coro por los pensionistas mientras el guía de a bordo se sentaba discretamente al fondo del vehículo al lado del tipo coronario y corticoide a cuyo cadáver habría de cerrarle los ojos antes de colocarle unas ostentosas gafas de sol para que nadie repare en que en la feliz comitiva del Inserso viaja, con impertérrita expresión de gángster, un difunto que parece prestarle al paisaje la misma borrosa atención astigmática que el resto de los ocupantes. Al final la gira concluye en medio de la alegría general, con el cordial recibimiento a los pensionistas, que retiran sus bultos escamoteados en los fondos del ómnibus, mientras al amparo del revuelo los muchachos de la funeraria acomodan al difunto en su féretro y lo sacan del autocar con aseado disimulo, como si fuesen cuatro músicos de la Real Filharmonía de Galicia retirando las flores de la soprano y la caja barriguda con el violonchelo. Yo no sé si este año mi tía tiene previsto apuntarse a uno de esos viajes del Inserso que tanto dinero le cuestan a la tesorería nacional. Está muy mayor y es francamente elevado el riesgo de que regrese de la turné con las gafas de sol de "Bugsy" Siegel y los pies por delante. Ella es muy animosa y no me extrañaría que reincidiese. Con los años que tiene, y lo mal que anda ahora de memoria, incluso cabe la posibilidad de que a su vuelta haya olvidado que vino muerta.

Sexo con kebab - Jose Luis Alvite

Sexo con kebab - Jose Luis Alvite
Tengo dos o tres amigos homosexuales y de acuerdo con las estadísticas que se manejan, supongo que también lo serán algunos otras amistades que jamás lo confesaron. A mi me importa poco la tendencia sexual de la gente. Me alegro de que los homosexuales puedan manifestarse como tales con naturalidad y respeto a quienes prefieren camuflarse como uno más entre los heterosexuales. En ambos casos están en su pleno derecho, igual que uno puede reservarse la profesión que ejerce, el dinero que posee o sus vicios más personales. En nombre de exhibir su libertad, a veces los individuos se sienten presionados a hacer concesiones que no preveían y ventilan su intimidad más restringida solo para no parecer cobardes o reaccionarios. En otros casos, el homosexual se convierte en una especie de muestra gratuita de un falso sentido del humor exhibiendo un repertorio de gestos y frases que no deje lugar a dudas sobre su condición sexual. Eso explica que en el cine español y en las series de televisión nacionales el gay sea siempre un tipo extrovertido y coqueto que no hace en todo el día otra cosa que demostrar su condición sexual, algo tan absurdo como lo sería que el bombero saliese de copas con la manguera y el terrorista dejase constancia de sus sentimientos dinamitando el restaurante en el que acaba de cenar. Se han cometido muchas atrocidades contra los homosexuales invocando curiosamente su defensa desde una óptica supuestamente progresista, como ocurre en el cine de Almodóvar, en algunas de cuyas películas hasta parece que tenga "pluma" el perro del simpático chico gay. A mi no me parece que la dignidad de los homosexuales se repare convirtiéndolos en absurdas caricaturas. Quien haya visto "Brokeback Mountain" comprenderá de qué estamos hablando. Ang Lee puso en imágenes con absoluta seriedad los problemas de una pareja de vaqueros homosexuales enfrentados a los rigores sociales y a los prejuicios morales de los años sesenta, de los que ellos se evaden aprovechando el encubrimiento de su retiro profesional como pastores de ovejas en las inhóspitas y solitarias Montañas Rocosas. Ambos son gay y al mismo tiempo varoniles. Discuten, se enfadan y hasta se sacuden. Un hombre puede ser homosexual sin que se sienta obligado a perder esa cierta mala leche que tradicionalmente se les atribuye a los hombres muy masculinos. No hay nada escrito sobre que un gay no pueda blasfemar haciendo de vientre en el retrete. Es cierto que entre los homosexuales hay corrientes "blandas" y facciones consideradas "rudas", y que en función de cómo se alinee cada cual, así será su comportamiento gestual. A mi me parece muy bien que uno de mis amigos gay se lleve la mano al vientre con el mismo gesto premamá con el que lo hacen las mujeres que presienten en el útero el vacío emocional de la maternidad frustrada, pero también encuentro razonable que mi otro amigo de su misma condición sexual sea un coloso partiendo en mangas de camisa leña para la chimenea y que no descanse de su esfuerzo titánico hasta haber hecho pedazos una tonelada de troncos. Con los dos me siento muy a gusto, sinceramente, aunque sé que uno es ideal para encargarle los regalos para mis amigas y el otro es perfecto para partirse la cara por mí en cualquier pelea. A mi trae sin cuidado lo que hagan con su vida sexual porque para eso tiene cada uno su libertad y su conciencia. Pero tampoco necesito que nadie haga exhibiciones de sus inclinaciones, entre otras razones, porque tengo la impresión de que muchos homosexuales se sienten en el deber de proclamarlo constantemente ante los demás, como si su sexualidad fuese una enfermedad de la que tengan que prevenirnos. Mis amigos saben de qué va nuestra relación y lo llevamos estupendamente bien. No hay problemas jamás. Cada cual hace su papel lo mejor que puede y no recuerdo haber tenido dificultades de convivencia. Ellos evitan considerarme anticuado porque me gusten las mujeres y yo me tengo prohibidos los chistes de maricones. Y no digo que somos una piña, porque, sinceramente, ellos saben que a mi no me van las aglomeraciones ni me gusta sentarme sin haber retirado antes cualquier objeto punzante que haya en la silla. Mi amigo más dulce es amanerado y yo sé que le tienta mucho la feminidad. Yo le miro y encuentro razonable su deseo de que un golpecito hormonal le cambie de sexo. Nunca sería una mujer como las otras, pero eso tendría sin duda la ventaja de que jamás atascaría el retrete del "Corzo" con la "kebab" de sus compresas.

jueves, 14 de agosto de 2014

Párrafo de cormoranes - José Luis Alvite

Párrafo de cormoranes - José Luis Alvite
Yo tuve diez años en un momento de mi vida en el que todos los niños de mi edad eran mayores que yo. Bueno, a lo mejor eso me ocurría porque estaba distraído mirando como se estrenaba a mi alrededor la vida y me fijaba poco en ellos. La verdad es que a los diez años a mí me parecía que el mar aún extrañaba la orilla y que, para no perderse de su aroma, la brisa del salitre y el aliento de las flores recorrían al tacto la costa neófita y garrapiñada. Una mañana me adentré en la bajamar de Cambados y me metí hasta la cintura en la paz obstétrica y epidural del agua, caminando sobre un silbante morse de almejas y berberechos, sintiendo en las piernas la suave acupuntura de los camarones, sobrevolado por un párrafo de cormoranes altos, como el bracero infantil y descansado de una azulada plantación de silencio, agua y espuma. Mientras el agua pagana y ladrada me santiguaba las ingles, vi pasar a lo lejos una pañolada de veleros orzando en cursiva para recoger un sorbo de viento en la hernia de sus aparejos. Todo entonces era nuevo para mí y estaba seguro de que a cada rato se abrirían flores en las que jamás antes hubiese estado su aroma y ocurrirían frente a mis ojos cosas fantásticas e inimaginables de las que nadie sabría aún el nombre. Yo sólo tenia diez años, sólo eso, como tú, amiga mía, y, ¿sabes?, entonces me parecía que nada malo podría ocurrirme y que, con el espectáculo de la vida debutando sin ensayos para mí, los trenes se deslizarían sin fatiga sobre la vainica de las vías, como las yemas de los dedos en la bandurria de Santi el relojero; el hambre volvería pan la saliva en rama de los mendigos y sólo la muerte tendría los días contados. Todo era entonces tan hermoso, chiquilla, y tan nuevo, que aún la mitad del humo desconocía cual era exactamente su llama y ni siquiera a los difuntos les habían caído cosas en el olvido. Y te prometo que todo era entonces tan suave, tan fértil, niña, y era todo en aquellos días tan acogedor y entrañable, que podría, si quisiera, recorrer el fondo del mar pisando a oscuras con una campanilla de cera en una mano y una vela ardiendo con sus llamas de miel en la otra mano. Yo tenía sólo diez años, ¿sabes, María del Rocío?, y todo eso sucedió en un momento de mi vida en el que lo malo que pudiese ocurrirme no sería en absoluto peor que encontrarme en la boca el sinsabor de ese puntito cítrico que de paso que te apaga la sed, te cierra los ojos. (A María del Rocío García González).

lunes, 4 de agosto de 2014

Horario de trenes - José Luis Alvite

Horario de trenes - José Luis Alvite

Querida Paloma Pedrero:
Fue hace más de seis años y aún tengo fresco el recuerdo de aquella columna tuya a la que me aferré para salvar la piel en un momento de mi vida en el que la muerte era la única mujer que me atraía. A veces me ponía frente al espejo y me veía sólo la nuca, como si yo mismo me hubiese vuelto adrede la espalda. El mío era por entonces el viaje emocional de alguien desquiciado cuya idea de la liberación era irse en globo al centro de la Tierra. Me había hecho con un horario de trenes y sólo era cuestión de elegir el lugar en el que acostarme en las vías mientras imaginaba a los míos recogiendo en sacas el contrabando de lo que quedase de mí. Había redactado una nota pensando en explicar los motivos por los que me suicidaba, Paloma, pero la rompí porque pensé que con mi mala letra seguramente se entenderían mejor los pedazos de papel. Por lo demás, estaba seguro de que mi muerte en aquellas circunstancias le importaría muy poco a la gente y sólo habría sido tratada en la prensa local como el motivo rutinario de un pequeño retraso en el tren. Fue entonces cuando leí aquella columna tuya, querida Paloma, y decidí darme una tregua y esperar el paso a deshora de otros trenes. Conservo todavía aquel horario del ferrocarril y nunca se fueron del todo mis ganas de morir, pero, ¿sabes, amiga?, tengo también a mano tus ojos y tus palabras, tu generosa amistad y el suficiente sentido común para darme cuenta de que la muerte es un esfuerzo baldío, tedio todo el rato y una mala postura para mucho tiempo. Llueve a cántaros y truena sobre Compostela, las nubes van tan bajas que vuelven musgo el fuego y en mis manos cansadas es más tarde que en mis ojos insomnes, pero releo tus cosas, Paloma, y me digo a mí mismo que mientras haya alguna posibilidad de sonreír aunque sea sin motivo, no tendrá sentido que me quite la vida sin estar yo de pie al lado de las vías para identificar con seguridad los restos apócrifos de mi cadáver. Gracias a ti, Paloma, ahora tengo claro que lo mejor para suicidarme será que me haga con un horario de los trenes que por suerte ya pasaron. Además, querida amiga, he llevado una vida muy confusa y no quiero que haya peleas para no aparecer en mi esquela.