martes, 30 de septiembre de 2014

Cuestión de amistad - José Luis Alvite

Cuestión de amistad - José Luis Alvite
Jamás he recurrido al auxilio económico de los amigos y la verdad es que no me importó atender a las necesidades de unos cuantos. Con el tiempo me he dado cuenta de que si tuviese que hacer una lista de los amigos a los que les presté dinero, sería la misma que la de aquellos que jamás me lo devolvieron. Podía haberles exigido el justo reembolso de la deuda, pero con relativo buen sentido pensé que en ese caso la recuperación del dinero iba a suponer sin duda la pérdida del amigo.
Como de todo se aprende, ahora sé que cuando alguien te pide dinero pensando en que serás lo bastante amigo como para prestárselo, él tendría que comprender que lo que esperas de él es que sea a su vez lo bastante buen amigo como para no pedírtelo. Pero, claro, ¿de qué sirve entonces la amistad? A lo mejor es que la verdadera amistad es la que une a dos personas dispuestas a no ponerla jamás a prueba. Yo he alternado mucho de madrugada en ambientes llenos de humo, con gente pasada de copas que tiene un generoso sentido de la amistad y enseguida cogen confianza. Fue en uno de esos ambientes donde conocí a P., que se hizo amiga mía intercambiando frases entre cigarrillo y cigarrillo mientras yo pagaba las copas y el tabaco.
Al cabo de algunas semanas de pedirme cigarrillos durante toda la noche, le pregunté si por curiosidad alguna vez había comprado tabaco a sus expensas. «Soy tu amiga.¿Le vas a negar tu tabaco a una amiga? ¿Vas a ser tan miserable conmigo? ¿Sabes?, yo no compro tabaco porque quiero dejar de fumar». Entonces repartí los dos últimos cigarrillos del paquete y mirándola reflejada en el espejo empañado de la barra del bar, le dije: «Está bien, amiga. Entiendo que quieras dejar de fumar, pero no sé si te das cuenta de que, con el gasto que me supones, me vas a sacar de fumar a mí». Se comprenderá que en el grave riesgo de renunciar a un vicio, opté por renunciar a una amiga.
Al margen de mi facilidad para olvidar los compromisos y las citas, la verdad es que nunca he sido un tipo con muchas amistades. En los bares que cierran tarde, mi amigo de verdad lo es por lo general el barman. Tuve una sincera amistad de muchos años con Tino Landeira, el desinteresado barman del «Corzo» que sabía de mí unas cuantas cosas que incluso yo ignoraba. He estado tan unido a él, que llegado el momento de mi muerte nadie tendría que extrañarse de que mi querido barman reclamase la correspondiente pensión de viuda.

lunes, 29 de septiembre de 2014

Risa apaisada - José Luis Alvite

Risa apaisada - José Luis Alvite
Sentí fiebre esta mañana al levantarme, consecuencia de un resfriado con el que no contaba, y pensé que a medida que aumentase mi temperatura tendría una mejor disculpa para el empeoramiento de mi columna. En el caso de alguien que se deja llevar a menudo por la imaginación, la convulsión de la fiebre supone la ocasión perfecta para volver a la realidad, que no es otra cosa que el delirio patológico de quienes tienen por costumbre vivir la vida como si fuese un sueño. Mis fiebres infantiles en el verano de Cambados me permitieron descubrir desde la cama ruidos callejeros en los que antes nunca había reparado, como si todos aquellos niños y el tránsito de los marineros fuesen una enorme chamarilería, una manada de realidad pisando descalza sobre una marimba, una horda de voces, el trajín diverso y latoso de una cacharrería en la que deambulase una soviética turba de campesinos, una voluptuosa procesión de coces. Eso pensaba entonces y la verdad es que aún ahora me doy cuenta de que la fiebre despierta en mí emociones que creía olvidadas, sensaciones a medio camino entre la sordidez real de la calle y la literatura del desvarío, como cuando de niño en aquellas febriles siestas cambadesas imaginaba que al otro lado de la ventana en falleba hervía en sus heces de caballo un mundo heterogéneo y confuso, una demografía de chinos pregonando sus mercancías con el tintineo de un idioma que a mí me sonaba como las cortinillas de cuentas de los burdeles asiáticos del cine. Los ruidos transcribían una realidad en la que la fiebre superponía emociones fantásticas, de modo que al borde de los cuarenta grados yo me daba perfecta cuenta de que los ruidos de la calle reproducían una realidad que yo jamás había tenido en cuenta, una realidad que a mí, que soñaba tanto, me parecía ficticia. Hasta que el médico comprobaba en el termómetro que la temperatura había remitido y yo salía entonces a la calle preguntándome con desilusión dónde diablos se habrían metido todos aquellos pies ligeros, deshuesados e indochinos que hasta horas antes habían desfilado como insectos de mica pisando en procesión sobre la lejana marimba de la fiebre. Ahora tengo 39 de temperatura y no sé si esta última frase será literatura o el sirope amarillo del sudor deslizándose como una culebra de semen sobre el torso de un buey agonizante. Ni siquiera puedo saber a cuántas reses ciegas corresponden las pisadas de mi corazón acelerado. Sólo sé que me llega desde la calle la risa budista, apaisada e inalámbrica de todos esos niños chinos a los que jamás vi en el portal de casa.

La bomba del pozo - José Luis Alvite

La bomba del pozo - José Luis Alvite
No tengo mucha fe en los sexólogos. Comprendo que hacen su labor y que le ponen interés, pero yo siempre he pensado que para mejorar las relaciones sexuales en lo que hay que inspirarse no es en los apuntes tan científicos del sexólogo, sino en como lo hacen los iletrados cerdos en su establo. Muchas parejas fracasan porque se entienden mal en cama y otras se resienten por culpa de un colchón mal elegido. Hay fracasos sexuales incluso pintorescos, como el del matrimonio que disfruta sólo en el caso de que ambos imaginen que están en cama con un desconocido. O como disfrutaba aquella amiga mía que gozaba pensando que en ese momento su marido le estaba poniendo los cuernos a su joven amante. A una señora de la buena sociedad compostelana le escuché decir de madrugada en su cama que lo que le encendía el cuerpo era la certeza de estar haciendo algo que si se supiese en el hoyo siete del golf de La Toja podría perjudicar seriamente su reputación. En realidad nunca disfrutó en serio de las enormes posibilidades que se le abrirían si tuviese una mente que comiese de todo. Su conciencia le impedía hacer cosas que sin embargo le permitía su cuerpo, de modo que en el momento crucial, cerca del éxtasis, imaginaba que su postura en cama era la misma que en el reclinatorio de la iglesia y entonces todo se venía súbitamente abajo. Tenía también un problema de vocabulario. No llamaba a las cosas por su nombre funcional, sino por su referencia científica. Suele ocurrir que muchas mujeres se frustran en cama por la sencilla razón de que no se atreven a pronunciar en voz alta las cosas que en cambio gimen sin rubor. Se atreven a cualquier novedad, incluso a variantes acrobáticas, y sin embargo se quedan paralizadas por culpa de su remilgo gramatical. «Ya sé que eso se llama así, cariño, pero yo no puedo pronunciarlo; es como si su nombre vulgar no me cupiese en la boca, cielo. Compréndeme, por favor. Puedo hacer contigo lo que quieras, pero no me pidas que después intente leerlo». Aunque el somier era de garantía y nos entendíamos bien, al final nos distanciaron su pudor y la semántica. Su terminología no era coherente con la mía y en nuestra afinidad se entrometió un insalvable problema de vocabulario. ¡Lástima! Aquello salió mal porque mientras yo pensaba en los elementales e iletrados cerdos del establo, ella se abstraía en la estival evocación de su casa de campo e imaginaba el funcionamiento de la bomba del pozo. Nunca abrigué la menor esperanza de tener con ella un orgasmo al mismo tiempo. En realidad nuestro mayor logro sexual habría sido sin duda la decisión de compartir a oscuras la traducción simultánea.

jueves, 25 de septiembre de 2014

Insensatez - José Luis Alvite

Insensatez - José Luis Alvite
Hay muchas maneras de medir la sensatez de un hombre y de establecer el momento en el que el sentido común sustituye en su vida a los impulsos. Se admite casi como norma que con el paso de los años los hombres se vuelven más conservadores y no toman una sola decisión sin haberla meditado antes, hasta el punto de que incluso los tipos que hacen discursos dedican horas a preparar minuciosamente sus improvisaciones. También se obsesionan con la salud y se preocupan mucho por cualquier manchita en la piel, temerosos incluso de que se les desarrolle un tumor maligno a partir de un ornamental beso de carmín en el cuello de la camisa. Yo tengo un amigo que vive obsesionado con la salud y jamás olvida comprobar el color y la textura de sus heces. Se muere literalmente de miedo, tanto, que a veces defeca a oscuras por temor a que sus heces no sean las que convienen a su edad. Yo no le hago mucho caso, sobre todo porque jamás me he preocupado seriamente por mi salud y porque estoy seguro de que la obsesión por estar sano es sin duda el origen de graves desequilibrios nerviosos.

Me defiendo con el argumento de que la sensatez suele acarrear decisiones prudentes y alego que a mi me parece que en la vida de un hombre sus mejores momentos son por lo general el resultado de algún descuido, como cuando por culpa de llegar demasiado tarde a una cita nos encontramos en la mesita del café a una mujer desconocida y maravillosa con la que no contábamos. Si uno le echa un vistazo a la historia más reciente y se fija en Italia, se dará cuenta de que a los italianos su insensatez les ha servido para alimentar esa proverbial indecisión militar que les lleva a pelear a ambos lados de la batalla y a elegir definitivamente el bando cuando ya está decidida la guerra y solo se requiere algo de esfuerzo para el jubiloso brindis de la victoria. Supongo que esa actitud se parece mucho a la de quienes, como yo, creen que el sentido común sólo se necesita para tomar a tiempo la sabia decisión de prescindir de él. Puede que a alguien lo que voy a decir le resulte una frivolidad, pero yo creo que es la insensatez de casarte por tercera vez lo que te hace ver lo razonable que fue equivocarse dos veces antes.

miércoles, 24 de septiembre de 2014

Saliva en rama - José Luis Alvite

Saliva en rama - José Luis Alvite
A mi edad es difícil cambiar de vida pensando en recuperar los placeres asociados a los malos momentos en los que me consta que fui errático, insensato y, a pesar de todo, feliz. Es evidente que llega un momento en el que la decencia nos llena de resignación y de grasa. Viví durante muchos años en ambientes sórdidos en los que aprendí a encontrar agradable el asco y descubrí que a veces la comida, cualquier comida, mejora su sabor si te la sirven con hambre a media luz en una vajilla sin lavar. A veces al final de una larga noche de vicios me plantaba insomne con un par de fulanas en la cafetería "Donas" y desayunaba con ellas un guiso de pollo que podría perforarte la camisa si por un descuido te salpicase la salsa en ella. Las fulanas estaban a menudo ojerosas, tristes y destempladas, llevaban carreras en las medias y yo sé que con frecuencia les repetía en la boca el semen gomoso y maleado del último cliente. Una madrugada mi amiga Rosita me llevó a dormir a su casa en un catre que tenía una pata calzada con un catecismo, se bajó las bragas, metió un espejo entre los muslos y me dijo que había tenido tanto trabajo aquella noche que lo que veía en aquella madriguera entre sus piernas parecía la piel muerta y rugosa de los codos. Me fijé en las paredes de su habitación, pintadas de manera desigual en colores que yo no recordaba haber visto antes. Me dijo que estaban empapeladas pero que la mayor parte de lo que se podía ver eran restos de comida salpicados con motivo de las frecuentes peleas que había tenido durante meses con su chulo, un tipo flaco y rudo que incluso dormía con el ceño fruncido. "Muchas veces pensé en lavar la pared y pintarla de nuevo –me dijo mi amiga– pero creo que sería una estupidez porque si no te fijas mucho resulta que toda esa mierda parece puesta ahí adrede por un decorador... No sé que opinas tú, tesoro, pero yo creo que limpiar estas putas paredes sería como teñirle de caoba el pelo a Richard Gere". Después me metí con ella en cama y nos juntamos como dos perros callejeros empujados contra el fuego por la soledad y la nieve, acosados por el cansancio, en ese punto desganado en el que tener sexo puede resultar tan agradable como defecar mierda con tabasco en un orinal de carne forrado en los bordes con los labios de un sapo. Nos dormimos respirando cada uno en la boca del otro las heces del aliento, pasando con la saliva en rama el grisú del asco. Se diría que no fue una escena idílica y puede que no lo fuese. A mi me gusta recordar aquellos días ácidos y desencantados, vividos muchas veces al borde de la ruina moral y casi con insectos en la uretra, aunque solo sea porque ahora me doy cuenta de que fue entonces cuando comprendí que los florales besos de las chicas buenas en los que exhala su aliento Dios no son necesariamente mejores que aquellos otros de las fulanas en los que asoma de repente el inconfundible sabor del escabeche. A lo mejor es que la vida se entiende mejor si de vez en cuando en el primer sorbo del desayuno de hoy regurgita ese asco fisiológico y contenido en el que croa a destiempo la cena de ayer.

lunes, 22 de septiembre de 2014

Queso parmesano - José Luis Alvite

Queso parmesano - Jose Luis Alvite
Nunca se lo dije e incluso la evité durante algún tiempo, pero siempre supe que su conciencia jamás le perdonaría la sensación de suciedad que sintió al despertar por la mañana en una cama en la que parecía que acabásemos de deshuesar la cabeza de un caballo. Ni siquiera el agua de la ducha le sirvió aquella mañana de alivio. El suyo era un problema de conciencia y ambos sabíamos que el sentimiento de culpa no era algo que se controlase escupiendo el requesón en el retrete. Fue inútil que durante la noche tratase de inculcarle con cariño mi idea de que la mala conciencia es algo relativo que se puede controlar del mismo modo que en caso de apuro puede uno contener la orina. Le sugerí sin éxito que relativizase lo ocurrido. Me dijo que su conciencia era más sensible que su estómago y que la acidez le preocupaba menos que el remordimiento. Yo no dije nada, pero es cierto que pensé que en su caso de donde le venía la incomodidad no era de haber conculcado una norma moral, sino de haber accedido en cama a prácticas que le producían gastritis. Suele ocurrir que la conciencia rechaza ciertas actitudes no porque sean moralmente reprobables, sino porque son digestivamente inconvenientes. Eso pensé, sí, es cierto, pero tampoco dije nada. Entrometerse en la conciencia de una mujer es hasta cierto punto más aceptable que interferir en su dieta. El problema aquella noche era que a ella se le estaba armando un lío entre la conciencia y el estómago, de modo que no sabía si arrepentirse sinceramente o levantarse al baño y vomitar. Cada persona es un mundo y no hay recetas universales para controlar el malestar moral. Una fulana me dijo de madrugada en un garito que durante sus primeras noches de trabajo en el burdel había llorado mucho más que en toda su vida hasta entonces, porque “no podía entender que tuviese que ganar con tanto asco el dinero que necesitaba para que mis hijos no se fuesen a cama con hambre”... “hasta que un día me dije a mi misma que si era capaz de controlar la conciencia, a partir de entonces pensaría que algo entre mis piernas me ayudaría a convertir toda aquella mierda en comida, igual que la trituradora del carnicero pica la peor carne para hacer apetitosas albóndigas... y así lo hice, periodista, y desde aquel día, ¿sabes?, desde aquel día controlé el asco y no volví a tener remordimientos. Ahora llevo muchos años en el oficio, cielo, y estoy de vuelta de muchas cosas. Ni siquiera los obispos se tiran pedos de incienso, amigo mío. Dile a tu amiguita que no se haga demasiadas preguntas sobre la posible indecencia de lo que hace con su boca. Ni siquiera Dios se hace la mitad de las preguntas porque estoy seguro de que no le gustarían las respuestas. A mí la vida me enseñó que la mitad del sexo es deseo y el resto, a partes iguales, egoísmo, hipocresía y comida. Por eso te digo, querido, que a mí ahora lo que me preocupa de mi vida sexual no es lo que pienso, sino lo que eructo”. Se lo conté a mi amiga y puse interés en que lo asimilara, pero fue inútil. Su conciencia no le admitía nada de lo que le afectase al estómago, así que se echó un novio quisquilloso y llevó como si tal cosa la aburrida vida sexual de una esponja. Nos tropezamos de madrugada años más tarde en la barra de un bar e intercambiamos novedades. Yo le conté que mi vida era casi la de antes y que aun comía de todo en cama. Ella se sintió algo incómoda con el tema y no se extendió mucho. Solo dijo que en el fondo echaba de menos la dieta indiscriminada de años atrás y que seguramente era por pensar intensamente en aquello por lo que cada vez que su chico le llenaba la boca de una saliva dulce y antibiótica que parecía agua bendita, ella se levantaba al baño llena de nostalgia y eructaba un gas penetrante y fermentado que le dejaba en el paladar un regusto a queso parmesano.

miércoles, 17 de septiembre de 2014

El hambre y la razón - José Luis Alvite

El hambre y la razón - José Luis Alvite
Es verdaderamente chocante que eso que llamamos países ricos lo sean incluso a medida que se están llenando de pobres, como le ocurre a España, un lugar en el que ya hay gente que eructa en ayunas y donde sólo prospera la mendicidad. Las estadísticas oficiales establecen promedios de renta que nos acreditan como un país próspero, pero luego uno sale a la calle, mira a su alrededor y se da cuenta de que ese modelo algebraico es una mentira estadística y que en realidad la gente se está empobreciendo y ya casi no existe el español medio del que nos hablan los datos oficiales. Yo sé de trabajadores que cada vez que cobran su salario saben que sólo les va a servir para llegar a duras penas a finales del mes anterior. De nada sirve que los políticos les hagan preciosos discursos posibilistas y les prometan que la solución está cerca. Mi amigo asalariado está harto de palabras y se rebela contra la idea de que la felicidad está en el conocimiento, en la cultura, porque cada vez que vuelve a casa se encuentra con que la realidad es una familia con hambre y una nevera vacía. Está muy bien que los políticos extiendan la cultura, inauguren bibliotecas y ofrezcan teatro en la calle, pero, ¡demonios!, yo sé de muchos hombres y mujeres que aceptan la cultura porque es algo bueno, sin duda, pero en este preciso momento de sus vidas preferirían algo caliente que aunque no sirva para leer, al menos se pueda comer con cuchara. Yo no dudo de que haya políticos sinceros que se vuelcan de buena fe en planes a largo plazo. Hay gente así en la vida pública española, es cierto, pero no lo es menos que en la situación por la que atravesamos, con cinco millones de parados y con el horizonte debajo del suelo, lo que se necesitan son soluciones urgentes, entre otras razones, porque por mucho que la cabeza pueda conseguirlo, el hambre real jamás hace planes que se pasen mucho de la hora de la cena. Y no se diga que quienes se quejan carecen de razón. Un hombre desesperado por el infortunio y acosado por la angustia no está obligado a razonar para exigir justicia. Nadie podrá culparle por los desmanes del capital, ni responsabilizarle de la sorprendente paradoja de que el peso de su riqueza haya echado casi a pique a un país en el que incluso están adelgazando las ratas. Habría que mirar hacia mucho más arriba para exigir responsabilidades a quienes han convertido tanta miseria en un próspero negocio. A lo mejor entonces caeríamos en la cuenta de que las cárceles no están tan llenas como parece. Pero no culpemos a los conejos de la voracidad de los buitres. ¿Acaso a un tipo que tiene hambre podremos negarle que tiene también razón?

lunes, 15 de septiembre de 2014

Democracia real - Jose Luis Alvite

Democracia real - Jose Luis Alvite
Nada más producirse las manifestaciones promovidas a golpe de llamamiento improvisado por la organización "democracia real ya.es", destripadores mediáticos al servicio de los partidos mayoritarios se apresuraron a descalificar la iniciativa alegando unos que se trata de una burda promoción camuflada de la extrema izquierda, y otros, advirtiendo de que lo que salió a la calle no es otra cosa que un brote nostálgico y efímero de la Falange. En alguna tertulia radiofónica a los entregados participantes les faltó tiempo para dejar caer de manera sibilina la idea de que pudiera tratarse de un derroche poco preocupante del entusiasmo callejero de una juventud ociosa que en realidad desistirá de su objetivo desestabilizador tan pronto se nuble el cielo, refresque el tiempo y los disperse la lluvia. Yo por iniciativa propia me solidarizo con esos muchachos que arremeten contra el sistema, censuran la inutilidad manifiesta de la clase política y no ocultan su repugnancia por el imperio del dinero obre cualquier otro valor humanístico. Puede que se trate solo de unos pocos miles de ilusos soñadores con tiempo libre y sin empleo, pero conviene no perder de vista que es en la relativa edad de la inocencia, cada vez más tardía, cuando un hombre hace aquellas cosas tan hermosas que de otro modo le impedirían hacer la codicia, la conveniencia o la razón. Ni sé quienes son los promotores de esa lucha, ni me importa. No los descalificaré por su origen, sino por sus hechos. En una ocasión me fui a la costa de viaje, salí a mirar el paisaje, bajé el seguro de las puertas del coche y lo cerré con las llaves dentro. Intenté bajar la ventanilla para recuperar las llaves y no pude. Pensé en la posibilidad de romperla e iba a darle con una piedra justo en el momento en el que me saludó un delincuente al que conocía por mi condición de reportero de sucesos. Entonces le pedí de favor que abriese la puerta de mi coche, como si fuese a robarlo. Lo hizo en un santiamén y yo le quedé muy agradecido. Aceptó mi propina y se sintió pudoroso, legal y regenerado, tanto que yo creo que le pesó no tener a mano papel y lápiz para extenderme una factura con el IVA. Comprendí entonces que, según en qué circunstancias, un ladrón de coches puede convertirse en un respetable cerrajero. Cuento esto a propósito de la duda suscitada acerca de quienes puedan estar detrás de ese movimiento que proclama la necesidad incuestionable de regenerar la democracia española, a todas luces infectada de demagogia, nepotismo e indecencia, sin duda escasa de mecanismos para sanearse a si misma sin que alguien desde la calle, desde el dichoso pueblo, le meta mano. Puede que lo que promueven esos miles de muchachos sea solo uno más entre tantos y tan decepcionantes movimientos asamblearios surgidos en España y ahora reeditados con una mezcla de senderismo, idealismo y nostalgia. Me da lo mismo. Cualquier noticia de que algo se mueve en la sociedad española es bienvenida en un momento en el que la situación es tan dramática como la de la muchacha que ha caído al agua y para no morir ahogada acepta que la salve el tipo que está segura que a continuación se propasará con ella. Hemos llegado en la vida pública española a una situación tan lamentable, que el miedo a equivocarnos por luchar alguna vez por la regeneración de la democracia no nos libraría jamás del remordimiento por no haberlo intentado nunca. A mi el estallido de ese movimiento no me sorprende en absoluto. Es posible que alguien convierta la iniciativa en correa de transmisión de fuerzas ocultas tan reprobables como las que esos muchachos pretenden debilitar. Tampoco eso me importa demasiado ahora. Con un 20 por ciento de parados, la gente encarcelada por la pobreza en la calle y el desempleo juvenil más elevado de Europa, no estamos en condiciones de esperar a que nos saque del agua la Providencia. Incluso los creyentes saben que cuando se padece una enfermedad muy grave, Dios es más eficaz si en el tratamiento le echan una mano el oncólogo y esa chica tan masculina que despacha subempleada en la farmacia de guardia.

jueves, 11 de septiembre de 2014

Las patatas - Jose Luis Alvite

Las patatas - Jose Luis Alvite
Son muchos los indicadores económicos que ponen de manifiesto el empobrecimiento general de los españoles. Lo peor en esta ocasión no es que se vendan menos pisos, que haya decrecido la compra de coches o que sea más fácil encontrar mesa para cenar en el restaurante. Mucho más grave que todo eso es que según los sondeos del mercado se haya disparado el consumo de patatas, un producto cuya demanda suele decrecer de manera sensible en momentos de prosperidad. Hay muchas maneras de averiguar la marcha real del país, pero el dato de las patatas parece incontestable, más aun que el del precio del pollo, que era hasta ahora la referencia más socorrida para conocer con cierto rigor estadístico la salud de las cuentas familiares. Pero hay otras señales alarmantes, entre ellas la sobrecogedora evidencia de que en los comedores benéficos se sientan a la mesa personas cuya presencia allí era impensable hace solo unos meses. Y si uno se fija bien hasta descubrirá la sombra obvia del empobrecimiento en el número de personas que se deshacen de su perro porque necesitan para que coman los suyos el dinero que les costaba a diario la dieta del animal. Si preguntásemos a los empleados del servicio de limpieza tal vez detectaríamos otra inequívoca señal del creciente empobrecimiento en la calidad de las basuras domésticas. De las calles han ido desapareciendo los perros que husmeaban en los desperdicios, y si prestásemos atención, nos daríamos cuenta de que por falta de contenido orgánico en las basuras, tenemos ya vagando sin aliento por nuestras ciudades a muchos de los gatos más delgados de Europa. Según los expertos tendremos crisis para cuatro o cinco años, lo que significa que incluso cabe la posibilidad de que las patatas se conviertan en artículo de lujo y los españoles más necesitados se vean obligados a improvisar una dieta de emergencia, con severas restricciones acordes con cualquier hecatombe ecológica o propias de inquietantes tiempos de postguerra. Yo miro alrededor y me preocupa que cada día eche el cierre algún negocio, que las basuras ya no tengan huesos ni espinas y que los perros miren con recelo a sus amos, quien sabe si temerosos de dejar de ser un fiel amigo de antes para convertirse en una receta de cocina que sus invitados degusten en una cena a media luz, condimentado el pobre can si fuese conejo a la cazadora. ¿Saldremos de esta? Desde luego que si, claro que saldremos. Los ciclos de la economía suelen hacer mejor las cosas que los políticos que interfieren en ellos. Superaremos el mal momento, bajará otra vez el consumo de patatas y nuestros gatos ganarán peso. Y llegado ese momento habremos aprendido que el empobrecimiento de estos años nos sirvió al menos para darnos cuenta de que el ser humano da lo mejor de si mismo cuando tiene los sueños de sus dioses sin perder de vista la dieta de su perro.

jueves, 4 de septiembre de 2014

Sangre de jabalí - Jose Luis Alvite

Sangre de jabalí - Jose Luis Alvite
Si quienes abatieron a tiros a Ernesto “Che” Guevara pretendieron destruir su aureola revolucionaria mostrándole al mundo su cadáver semidesnudo y acribillado a tiros, se equivocaron por completo y no consiguieron otra cosa que consagrarlo como un mito. Equivocado o no, Guevara fue un luchador porque dio la cara y se jugó la piel hasta pagar con la vida su arrogancia, su estupidez o sus sueños. No ocurre lo mismo en el caso de Osama Bin Laden, cuyo cadáver redondea una peripecia de diez años en la que jamás ha tenido a su favor el aura romántica de un guerrillero legendario, ni el beneficio de la duda respecto de que hubiese luchado por una causa justa. Al ver su rostro ensangrentado en televisión no he sentido la menor tristeza, tampoco piedad, ni siquiera la compasión que a veces recuerdo haber sentido por una fiera reventada con disparos de postas o por un criminal abatido a tiros mientras atracaba un banco para pagar la hipoteca vencida del piso con el dinero del botín. Reaccioné frente a esa foto del terrorista árabe como supongo que reaccionaría el campesino mientras contempla, como un guiñol caído en el suelo, la cabeza del jabalí que había destrozado días antes su cosecha. Yo sé que Bin Laden era un ser humano, pero no me importa admitir que en este caso su muerte me ha dejado impasible, dicho sea con generosidad y con el esfuerzo que me supone no reconocer que su cadáver me ha producido cierto alivio emocional y ningún contratiempo moral, como si se tratase de una peligrosa alimaña abatida en el transcurso de una larga y concienzuda montería. Ahora comparo su rostro con el de Guevara recién asesinado y aun sin desangrar, y entiendo que Bin Laden jamás se convertirá en un souvenir, ni acabará estampado en las camisetas que se venden, sin otra ideología que la del dinero y la publicidad, en los grandes almacenes de todo el mundo. Puede que alguien salga ahora diciendo que la muerte de Bin Laden es el resultado deplorable de esa montaraz filosofía americana del ajuste de cuentas al margen de la Ley, que tiene tanto que ver con el pasado puritano y fronterizo de una sociedad inquieta y algo caótica en la que nadie meaba el café donde lo hubiese sorbido, un conglomerado de intereses, de pudor y de furia en el que los niños aprendían en la escuela a leer la Biblia y a hacer con una soga el nudo corredizo de la horca. No seré yo quien discuta esa furia antropológica del pueblo americano, ni pondré en duda su primitivismo moral, pero en el caso de Bin Laden, sinceramente, estoy del lado de quienes festejaron su cadáver y no me importa que la muerte del terrorista haya sido el resultado irracional de la ira y no la consecuencia reflexiva de la Ley. Supongo que si pienso así será porque desde la óptica de mi cambiante rusticidad moral lo que veo en esa imagen ensangrentada de los telediarios no es la fotogenia siempre sobrecogedora y triste de un ser humano muerto a tiros, sino la cabeza hermética de un asesino y la incisiva furia dental de una alimaña capaz de devorar a enganchones su propio rostro. Y no me cabe duda de que si le diesen tierra a su cadáver, el rostro escarmentado y cinegético de Osama Bin Laden podría desvelar a varios centenares de generaciones de gusanos que si se lo comen con ansia, no será por placer, sino por falta de luz.