miércoles, 21 de enero de 2015

A solas con la digestión de las termitas - José Luis Alvite

A solas con la digestión de las termitas - José Luis Alvite

Mi primera mujer y yo no estábamos unidos por el esternón, así que podría habernos separado cualquier juez que distinguiese las cataratas de sus ojos sin necesidad de ponerse las gafas. Estábamos tan compenetrados, que incluso podríamos habernos peleado de mutuo acuerdo. Las cosas parecían claras ante la ley. Ella era hermosa y decente y yo, en cambio, tenía en la boca cinco alientos distintos y una sonrisa con la perversidad de una ingle. Lo nuestro estaba tan cantado, que podría habernos divorciado cualquier tipo que de la ley sólo conociese las infracciones. Personalmente me mostré siempre dispuesto a dar las máximas facilidades para acelerar el proceso iniciado por ella. Me declararía culpable para evitar que se suscitase la menor controversia acerca de la tutela de nuestra hija. También me mostré encantado con la posibilidad de verme privado del domicilio familiar, persuadido de que la libertad hace que te sobrepongas a cualquier contratiempo. El caso me lo llevaba un abogado guaperas cuya mejor cualidad era lo bien que le sentaban los pantalones blancos y la posturita del "swing". No hizo gran cosa por mí pero yo me conformaba con que por su culpa no me acusasen del Holocausto. El abogado de los pantalones blancos murió al poco de iniciarse el proceso. Entonces se hizo cargo del caso un letrado amigo mío que me puso las cosas claras: "No tengo por donde pillarlos, muchacho. Hay demasiada nocturnidad en tu vida y en mi caso es la primera vez que te veo a plena luz del día. Con un poco de suerte evitaremos la cadena perpetua. Pero te sacarán los ojos y la sentencia te dejará el dinero justo para que no se te peguen los forros de los bolsillos". No se equivocó. El juez me llamó a su despacho. Éramos amigos y cabía un instante de terminal franqueza antes de que me envolviese la sombra del caos. Entonces me leyó los considerandos y la sentencia. Me encontré irreconocible. ¡Aquel tipo me estaba condenando por la vida de Al Capone! Quise salvar mi dignidad: "¡Dios Santo!, ¿quién puede haber dicho esas cosas de mí? Es cierto que no me corto las uñas con los guantes puestos, maldita sea, pero tampoco soy El Estrangulador de Boston". Me quedé sin tutela, sin piso y con todas las deudas a mi espalda. Según la sentencia, comparado conmigo, el exterminador Martin Borman fue un peluche. ¡Joder!, con la rabia confieso que estuve a punto de llorar lejía. Luego me mudé a un apartamento en el que se le oía la digestión a las termitas. Para ahorrar gastos generales, las primeras veces me lavé la cara con el agua de cocer las verduras. Con el tiempo me repuse. Alguien me dijo que el juez tiene artrosis en la mano con la que redactó la puta sentencia...

domingo, 18 de enero de 2015

Aquel beso tullido... - José Luis Alvite

Aquel beso tullido... - José Luis Alvite

No me gustan los simétricos rostros de las modelos cuya belleza sin pifias se convierte fácilmente en soporte para la publicidad, como tampoco encuentro interesentes esos paisajes sin defectos que ni siquiera mejoran su aspecto al ser convertidos en postales. Los rostros demasiado hermosos son útiles para el comercio, igual que los paisajes impecables son ideales para el turismo. Resultan en cierto modo monótonos e inexpresivos, vapor empañado en la niebla, como esos estanques sin brisa a los que hay que arrojar una piedra para cerciorarse de que tienen agua. Respecto de la belleza femenina, la descripción de un rostro perfecto ofrece menos posibilidades artísticas que el retrato de una cara marcada por los estragos del tiempo, por la cicatriz de un golpe o por el desangelado abatimiento de una vida descorazonadora, dolorosa y abnegada. La mujer que despierta por la mañana radiante y descansada no es en absoluto más hermosa que cuando la encontramos rendida y decepcionada al final de la tarde, en esas horas en las que en la fotogenia de las mujeres echa sus cuentas el agotador ajetreo del día, cuando sus facciones acusan el hastío y prende en su rostro el rictus del escepticismo, la desalentadora sensación de que con su fotogenia habrán envejecido sin remedio la esperanza, la luz y los espejos. Esa es la mujer que me gusta, la que me atrae para admirarla, para detenerme a su lado y describirla. En comparación con ella nada me transmnite esa otra belleza inmaculada, irreprochable y ecuánime que me resulta anodina porque nada me dicen los rostros sin defectos, el aburrido palíndromo de esa perfección geométrica y nemotécnica que al instante de despertar admiración, produce indiferencia y presagia el olvido. Porque es fácil olvidar una cara perfecta; mucho más fácil que si se trata de un rostro pervertido por un vicio, socavado por un mal recuerdo o malversado por algún dolor, igual que un papel en blanco es menos memorable que un folio en el que por un simple descuido se nos haya caído una mancha de tinta. Aunque ellas no lo crean, a muchas mujeres les favorece la imperfección de un rasgo. Ocurre en ese caso como con la iglesia que si nos queda grabada para siempre en la memoria es porque la recordamos asociada al desaliñado mendigo que pedía limosna acurrucado bajo la lluvia en su puerta. Esa belleza femenina fría y geológica, esplendor de piedra, solo resulta conmovedora en el momento en el que amenaza ruina. Les ocurre a esas mujeres perfectas lo que a las envaradas estatuas de los parques, que resultan conmovedoras y aparentan vida solo cuando resbalan hasta su pedestal las meadas iconoclastas de los perros. Hace algunos años me encontré de madrugada en un bar con una chica que había sido mi novia adolescente mucho tiempo atrás. Un accidente de carretera había desfigurado su rostro y no la reconocí. Me habló y recordé su voz. Tomamos algunas copas y recordamos tiempos. Me besó en los labios al despedirnos. Era tarde y había mucho humo en el local. Algunos años más tarde le dediqué una artículo en el periódico y si no tuve noticia de ella fue porque un cáncer se la había llevado por delante. Y ahora que hablo de las literarias y hermosas bellezas lastimadas, recuerdo con emoción y gratitud el rostro escaleno de aquella chica y el almendrado sabor amargo de su beso tullido. Y me enorgullece que su rostro escarmentado por la cruel carpintería de aquellas horribles cicatrices me ayude a poner fin a mi columna de hoy con la certeza absoluta de que los cables del telégrafo siempre resultaron más expresivos si entre los gorriones que los frecuentaban se posaba de vez en cuando un cuervo.

jose.luis.alvite@hotmail.es

Los cachorros del agua - José Luis Alvite

Los cachorros del agua - José Luis Alvite

Parece que se registra desde hace algún tiempo una corriente de inversión del movimiento demográfico que implica el regreso de mucha gente a los pueblos y a las aldeas de los que un día salieron ellos o sus antepasados para instalarse en la ciudad. A falta de que con sus consabidos errores y obviedades lo expliquen con detalle los sociólogos, a mí me gusta pensar que ese viaje de retorno a los orígenes representa la necesidad del ser humano de reencontrarse con un ritmo de vida reposado y disfrutar, como lo hicieron hace muchos años los suyos, de un estilo de vida en el que el compás lento de las cosechas importa más que el ritmo trepidante del reloj, la sobremesa del almuerzo acaba a tiempo de servir la cena y la gente solo tiene prisa para cambiar de planes y perder el tiempo. Yo no tengo un pueblo al que volver, salvo que lo haga al inigualable Cambados de mis largas vacaciones estivales. En realidad nunca se esfumó de mi cabeza aquel tiempo manual y premioso, un tiempo de mucha luz y pocos coches en el que podías entretenerte en mirar cómo cruzaba la carretera una lenta manada de hierba escarchando como herpes el asfalto. A nadie le preocupaba mucho la actualidad, ni había quien se extrañase de que en el coche de línea se esperase para mañana la llegada del periódico de ayer con sus noticias caducadas, redactado con una fertilidad a destiempo, escrito con aquella tipografía abigarrada y algo confusa, con sus textos deformados por las dobleces marinadas por el viaje y los titulares deshiladas en raíces ortográficas, como patatas de siembra. Nada grave o importante estaba por ocurrir. En casi todas las casas salía con su olor hasta la calle el requesón de la lactancia y por fin todas las guerras ocurrían lejos. No había en el pueblo perros con collar, huérfanos con hambre, ni recuerdo que hubiese puertas cerradas. A veces en el lento anochecer del verano iba hasta la orilla del Umia y me sentaba en la hierba a escuchar cómo pasaba hacia el estuario del mar inminente aquel río limpio, seminal y alimenticio que se acurrucaba en los recovecos de Mar de Frades para que a mí me fuese fácil disfrutar bajo la luz de la luna el instante lento y neonatal en el que echaban a nadar desde el vientre del Umia, como una oleosa carambola de mica, los cachorros serosos, instintivos y ciegos del agua. No importaba que se hiciese tarde. No había entonces un solo peligro que por la noche no se hubiese puesto a salvo entre el maíz, en el cementerio o embozado en los pinares. A veces a punto de amanecer se detenía en el portal de casa una carreta tirada por dos caballos, tía Pepita se levantaba de la cama, me arreglaba masturbándome casi el pelo con el agua niquelada del lavabo y la acompañaba en aquel carruaje para atender un parto en cualquier aldea. Después en el cañonazo del parto nacía un bebé de cuatro o cinco quilos, tía Pepita recogía las herramientas de la obstetricia en su bolso de trabajo y regresábamos a casa en la misma carreta; ella, en el pescante, al lado del cochero; y yo, sentado de espaldas al viaje, con los pies colgando por popa y con los ojos bien abiertos porque creo que intuía que aquel mundo sería años más tarde un sitio mítico y venial al que difícilmente podría volver, una geografía emocional hacia la que se dirigen ahora en terapéutica procesión los hijos y los nietos de aquella gente de pueblo que solo se daba prisa para poner el reloj en hora por las campanadas lentas y volubles de una iglesia en cuyo pararrayos se posaba como caligrafía incandescente el filamento cereal de los relámpagos.

Guiso de azafrán gris - José Luis Alvite

Guiso de azafrán gris - José Luis Alvite

Mi vida está plagada de hermosas ideas fallidas, de libidinosas vírgenes preñadas y de ambiciosos planes truncados. De la horrible sensación de haberme equivocado tanto, me redime en cierto modo la suerte de que nada me impide que también cometa interesantes errores al contarlo. ¿Será por eso que de los reproches que me hizo aquella mujer con la voz tan aguda recuerdo ahora que fueron solo agradables reflexiones hechas al amparo de la penumbra por alguien con la voz suave y permisiva de Gladys Knight? ¿Y si resulta que aquella fatídica noche de erotismo frustrado salió mal solo porque en mitad del sexo oral ella descubrió que lo suyo era ser vegetariana? Respecto de superar los traumas de tu vida, en realidad es cuestión de que si se resiste tu conciencia, se resienta al menos tu memoria. No hay una sola relación sentimental cuyos sinsabores no puedas superar si con el tiempo tus recuerdos olvidaron juntos los gritos, el mal aliento y los portazos. Tenía razón mi amiga D. cuando me dijo "dentro de algunos años las cosas no serán con en realidad nos ocurrieron, sino como hayamos decidido contarlas, así que por nuestro bien lo mejor será que de lo peor que haya ocurrido esta noche entre nosotros, mañana al despertar hayan pasado diez años".

En una ocasión creí enamorarme de una chica casada que vivía casi en un establo al que fui a hacer un reportaje en una serie sobre la marginación social y la miseria. Su marido era un tipo sórdido e indiferente que pasaba temporadas borracho y ausente entre las solapas de la mierda de la ciudad, y yo, después de publicar el reportaje, empecé a salir con ella mientras su hijo estaba en el colegio. Era invierno y a mi me parecía innecesario distinguir la dignidad en medio de aquel ambiente tan húmedo y entre las nubes tan bajas. ¡Cuantos meses dura octubre en la miseria! Me sentía moralmente a salvo con la idea de que la soledad junta los corazones del mismo modo que con el frío se reagrupa el ganado. Si sentíamos deseos, ¿para qué coño íbamos a necesitar tener también razones? Cuando aprietan juntos la soledad y el desarraigo; en el momento en el que el rostro de una mujer tiene las mismas dobleces que su cama aun deshecha; si presientes que con el almuerzo regurgita en tu boca la oleosa premonición de su pubis de acetona, entonces, amigo mío, entonces sabes que algo de agua al fuego y un poco de saliva a medias es suficiente para que el lirismo del sexo más crudo sea en última instancia un hogar.

Durante algunas semanas fuimos instintivos y voraces. Una tarde le ayudé en los preparativos de una cena modesta en la que apenas era sólido el vapor y nos dimos un revolcón mientras en el fuego de la cocina rumiaba, flácido y desdentado, un guiso de azafrán gris. Repuestos del sexo, con su marido en otra ciudad y el niño ya dormido en el caolín de su cama, en el momento de cenar a solas me avisó ella: "Algo me dice que será ésta la última vez que nos veamos. Mañana a ti te retendrá el trabajo y a mí me frenará la conciencia. Pero no importa. Hemos sido sinceros y eso es lo que cuenta. Me conociste porque tú querías saber y yo tenía cosas que contar. Cuando hayan pasado algunos años de lo nuestro, tú tendrás algo que escribir y yo al menos seré feliz conmemorando lo que tenga que callar". Y yo recuerdo ahora aquello con gratitud y con cariño porque lo mío con aquella chica pobre de solemnidad me sirve para justificar mi pasado y me confirma en la idea de que, si se sabe contar, el amor puede ser eterno aunque solo haya durado el tiempo que tarda en cocer un puñado de guisantes para dos en una cocina en la que arde apenas el esqueleto del fuego, mientras en la resina del último beso agoniza enamorada la onomatopeya del silencio.

jose.luis.alvite@hotmail.es

Días como galgos - José Luis Alvite

Días como galgos - José Luis Alvite

Reconozco que de un tiempo a esta parte he cambiado de actitud ante la vida y ya no considero importante hacer cosas pensando en que algún día pueda recordarlas. Supongo que eso me ocurre porque estoy en una edad complicada en la que las cosas que antes me causaban remordimientos, me producen ahora gases. Recuerdo haber ido al retrete con papel y lápiz porque la de la defecación era casi siempre una innegable oportunidad para la creación literaria. Ya hace tiempo que desistí de eso. Renuncié a las expectativas literarias del retrete cuando comprendí que a cierta edad lo que cabe esperar en la vigilia del baño no es la feliz irrupción de la literatura, ni siquiera la fina hebra de una simple aforismo, sino la posibilidad de encontrar sangre en las heces. Aquel malestar interior que en los buenos tiempos de la disipación existencial y de los malos hábitos anunciaba la inminencia de una frase, la víspera incontestable de una idea acaso singular o brillante, podría tratarse ahora del síntoma inquietante de un cáncer de colon, de modo que quien se interesaría por esas sensaciones no sería el pedante crítico literario, sino el cabrón del radiólogo. Así son las cosas cuando corren como galgos los días y es obvio que se nos acaba el tiempo. ¿Cómo plantearse grandes objetivos si cada vez que sales a la calle te dan sobre todo en la vista las funerarias, el marmolista y los notarios? ¿Cómo explicarse que, como sin darse cuenta, el camarero te entregue cada mañana con el café el periódico local abierto por la página de las esquelas? ¿Y que decir del agente de viajes, que si le pides su opinión te aconseja como destino prioritario un lugar cercano, supuestamente, digo yo, para no encarecerles a los tuyos la repatriación de tu cadáver?

Comprendo que la situación a la que me enfrento es nueva y sé que en este pesimismo existencial lo razonable será que el librero me recomiende una novela con pocos personajes, un texto sin pretensiones que requiera poca atención, uno de esos libros escritos a oscuras que ganan mucho empleados como combustible para avivar el fuego de la chimenea. Incluso esta columna me viene hoy demasiado ancha y prefiero acabarla antes de que el jefe de la sección de opinión del periódico considere que los artículos de un tipo como yo solo tendrían que ser publicados con relativa urgencia, y con las dobleces de un pañuelo, en el periódico de ayer.

jose.luis.alvite@hotmail.es

Recuerdos de nunca - José Luis Alvite

Recuerdo de nunca - José Luis Alvite

De todas las cosas que me ocurrieron aquel día, juraría que aquella mujer fue la única que de verdad me sucedió. Pasó cerca de mi mesa a la hora del desayuno en el bufé de aquel hotel cosmopolita en el que juraría que hasta era caro no entrar e incluso estaba en inglés el silencio. Dio una docena de pasos hasta las bandejas con queso. Ni uno más, ni uno menos. Cada pisada, en su horma, igual que una yema en su huevo, como un aplauso en unas manos; cada uno de sus pasos, con la holgura precisa, sutiles e isósceles como un compás; y ella, vertical y silenciosa, estilográfica al andar, como un velero atravesando la nata de la mañana con la orza de raso partida en la suave estenotipia de dos zapatos de tacón. A mi periódico se le quedaron sin aliento las páginas y me perdió interés el mundo. Entonces se atravesó gente en medio y casi la perdí de vista. Y de repente se abrió aquella plural marea de gente y ella pasó de nuevo al lado de mi mesa llevando en la mano un plato con queso y algo amarillo que supuse que era la luz caramelizada de un quinqué. Se sentó a mi izquierda, muy cerca, a la distancia que podría ocupar la cola de un piano. Saqué una cuartilla del bolsillo y tomé una larga nota: "Melena oscura. Ojos negros. Una sonrisa en la que no acaba de morir la esperanza, ni ha cuajado aun la felicidad. Treinta y tantos años. Manos finas que juraría que no se cerraron nunca por culpa de un esfuerzo, de una deuda o de un dolor. Nada más verla en el comedor me pregunté si antes en alguna parte alguien habría visto una cometa de vaho parada de pies frente a la bandeja de los quesos en el bufé de un hotel. En los mástiles de los mejores hoteles del mundo siempre se echa en falta una bandera así. Tiene esa mirada algo cansada de las mujeres hermosas en cuyas pestañas se depila a deshora el sueño". Pensé que el número de teléfono de una mujer como aquella pertenecería a los misterios insondables del bombo de la lotería y que por su longitud algebraica se parecería sin duda a sus gastos de mantenimiento. Yo había dormido poco y tenía estampada en el rostro, como una patada, la suela del sueño. Recorría con el viento la calle un bandoneón de lluvia y el periódico estaba lleno de malas noticias mientras en mi café se arrugaban el tiempo, la luz y el frío. Y cerca de mí, en aquella mesita del bufé del hotel cosmopolita, estaba ella, la chica abatida y elegante, sobria y abstraída, tan solitaria y misteriosa, con la felicidad restringida por una sonrisa en la que era como si se hubiese atascado para mí la cremallera de su vestido azul. No tengo una idea muy clara de como ocurrió aquello. De hecho, recuerdo que la conocí en aquel hotel bien entrado el otoño y que gracias a su aparición la lluvia de noviembre fue a destiempo lo mejor de aquel verano. Coincidimos por segunda vez almorzando aquel mismo día en el comedor inglés, yo con mi periódico; ella, elegante y lejana, con el rostro biselado de incógnito en su leve belleza sin ruido, como uno de esos retratos al pastel en los que solo resulta sólida y consumada la firma. Eché mano de otra cuartilla y redacté mi segundo apunte del día con una letra desgarbada en la que deambulaba sin duda mi deseo: "No puede haber margen de error. Es ella. ¿Cuanto tiempo hace? En Estoril sonaban aquel verano como bicicletas infantiles las ruletas del casino. Brillaba en las fichas de las apuestas el polen fugaz del dinero. Vi como se despedía de un hombre con el que aparentaba estar muy enfadada. Parecía un tipo mediocre, alguien a quien supuse con demasiado premio para tan poca apuesta. Si no recuerdo mal, la abordé y le dije que con un tipo como aquel una mujer como ella no solo no tendría que haberse citado en la misma ciudad, sino que no tendría siquiera que haber coincido con él en el mismo siglo. Ella no dijo nada y acabó de gastar en el black jack las fichas de aquel fulano que a mi me pareció que en el caso de ser piloto, lo sería sin duda de un tractor en una tierra en la que solo medrase la sed.".
 Dejé en suspenso mi letra, levanté los ojos de la nota y de aquella mujer solo quedaba en el comedor inglés el rastro esfumado de su perfume y los ojos venatorios del camarero que retiraba el servicio de su mesa mientras tarareaba algo que recordaba por su ritmo las pisadas de aquella monada vestida de azul que se alejó dejando en el aire la indolora acupuntura de sus zapatos de tacón, la mecanografía deshuesada de una manera de pisar que a mi me recordaba los pasos de la muchacha sin frase a la que había conocido en Estoril aquella otra noche de noviembre en la que empecé a escribir una novela en la que me juré a mi mismo que recorrería sus páginas una chica como ella -hermosa, silenciosa y fracasada-, alguien como la mujer que ahora se había esfumado del comedor inglés mientras yo recordaba su presencia anterior como personaje en el arranque literario de aquella historia portuguesa y fallida: "Supe que de su voz recordaría solo la pulpa labial de su saliva; y de su conciencia, el fuelle de su respiración agitada, la apnea de su boca jadeando como un náufrago en el pozo la mía, y sus ojos ceñidos a la penumbra por la excitante miopía del sexo, unidos ella y yo como las llamas de una hoguera en la que fuesen leña las manos y lencería el fuego, mientras en el casino de Estoril amainaban como oraciones las apuestas y en aquella cama del Hotel Palacio la silenciosa desconocida y yo hicimos en el pajar de un puñado de luz una yegua y un caballo con su pelo, mi sudor y su saliva?"Después de asegurarme en recepción de que ella seguía alojada en el hotel, al atardecer bajé temprano al restaurante inglés con la intención de ver entrar de frente a la silenciosa monada del vestido azul encaramada en lo alto de sus suaves pisadas de elásticos zapatos de tacón casi sin frase. No había nadie en el comedor, y aunque esperé un buen rato antes de ordenar la cena, tampoco hubo gente más tarde. Se me acercó un camarero y me sugirió que me decidiese. "De un momento a otro cerrará la cocina, señor. ¿Espera acaso por alguien?". Aunque no era cierto, le dije que tenía una cita para cenar con la hermosa huésped de la habitación 1.562. "No vendrá, señor. No se empeñe en esperarla. Es imposible que ella acuda a su cita con usted. Siento decepcionarle, señor, pero no hay habitación 1.562 en este hotel". "Pero en recepción me han dicho esta misma tarde?". "No es cosa mía lo que le haya dicho el caballero portugués de recepción, señor. Este hotel tiene cinco plantas desde que fue inaugurado y que yo sepa no ha estado en obras desde entones. Tiene que haber un error. Será mejor que olvide a esa mujer y ordene su cena o al cocinero se le gangrenarán los brazos de tenerlos cruzados tanto tiempo". "Esta mañana en el bufé del desayuno llevaba puesto un vestido azul con cremallera a la espalda. ¿Y dice usted que es portugués el empleado con el que hablé en recepción?". "Ya casi no conserva su acento. Creo que ni siquiera ha vuelto por su país desde que ocurrió lo de aquel hotel en Estoril"? El camarero acercó su boca a mi oído con exquisita discreción confidencial, a esa distancia en la que un hombre a veces solo admite que se le acerque la voz de su otorrino: "Dicen que hace unos cuantos años mató a una muchacha en el Hotel Palacio, un mes como éste, en Estoril? Le recomiendo una lubina a la espalda, señor?"? "¿En serio mató el recepcionista a una mujer en Estoril, en noviembre, hace unos cuantos años?... Vaya? ¿la lubina es fresca?"? "Criada a los pechos de otra lubina, señor. Aquí incluso es del día el periódico de ayer, señor ? Si, dicen que mató a aquella pobre muchacha. Por lo visto la escuchó jadear en su habitación del Hotel Palacio desde el pasillo. Era su chica. ¿Que haría usted en su caso, señor?". Recordé el rostro del tipo con el que años atrás había discutido ella aquella noche en el casino de Estoril y lo casé con el recuerdo aun fresco de las facciones del recepcionista que ya casi no tenía acento portugués. Con las naturales correcciones del paso del tiempo, y acaso deformado su aspecto por algún remordimiento, ambos eran los rostros cronológicos del mismo hombre, la tapicería algo cambiada y la misma carcasa. Pero, ¿y la silenciosa monada del vestido azul? ¿Y la habitación 1.562? ¿Habría matado el recepcionista a la chica del casino de Estoril porque a través de la puerta de su habitación en el Hotel Palacio la escuchó vaciar su pasión y su aliento en el bajo vientre de mi boca deformada por la horma cambiante de la suya y distendida por la culera de la lujuria" ... "Señor, su lubina a la espalda. Estaba tan fresca que dice el cocinero que hasta subía la marea en sus ojos? Otra cosa, señor: el recepcionista me ha pedido que haga el cargo de su cena en la factura de la habitación 1562". "Pero esa habitación no existe en este hotel?". "No, señor, no existe. El recepcionista correrá con el gasto. No me haga usted mucho caso, señor, pero yo creo que la habitación 1.562 es la conciencia del recepcionista"?

jueves, 15 de enero de 2015

Mala letra - José Luis Alvite

Mala letra - José Luis Alvite

No recuerdo haber sido demasiado feliz con los regalos que me hicieron de niño los Reyes Magos. Lo que me traían no era mejor ni peor que lo de los otros niños del barrio, pero recelaba de abrir los paquetes porque sabía que nunca me regalarían aquello que tanto me gustaba. Por otra parte, cada vez que un juguete era de mi agrado, se me rompía al estrenarlo. También me fijé en que los niños de familias ricas tenían mejores regalos que los niños de familias pobres. Como no creía que los Magos fuesen capaces de hacer diferencias clasistas entre los niños según el dinero que tuviesen sus padres, supuse que lo que ocurría era que la letra de los niños más pobres era de peor calidad que la de los niños ricos y que los Reyes tenían problemas para leer sus cartas. Eso podía entenderlo y no me importaba aceptar que mi mala letra fuese la culpable de que mis regalos decepcionasen mis expectativas. En cambio, nunca pude entender que se me rompiesen los juguetes con motivo de estrenarlos, de modo que lo que deseaba con toda mi alma era que al menos me regalasen cosas que se pudiesen pegar.
Supongo que mi actitud desconfiada frente a la vida me viene de entonces, de cuando me resistía a abrir mis regalos porque estaba seguro de que lo mejor sería jugar con ellos dentro de las cajas; al menos si se rompían no tendría que recoger del suelo los pedazos.
En cuanto a mi mala letra, jamás pude mejorarla e incluso creo que con el tiempo no ha hecho sino empeorar. En una ocasión entrevisté a un cardiólogo y al cabo de una hora tomando notas en un puñado de papeles, hube de pasar el bochorno de pedirle a mi entrevistado que me ayudase a descifrar mi letra por temor a que pudiese tergiversar sus declaraciones. Su letra de médico empeoró aún más las cosas, así que cuando llegué al periódico recurrí a mi memoria y redacté una de las mejores entrevistas de mi carrera profesional. Por primera vez desde aquellas cartas a los Reyes Magos supe que mi mala letra podría serme útil. El cardiólogo me envió una efusiva felicitación al periódico escrita con una caligrafía que parecía sacada de un sismógrafo. Yo no dije nada, pero pensé que sus declaraciones habían quedado la mar de interesantes gracias a lo bien que supe malinterpretarlas. Tendría gracia que mucha gente se curase gracias a que el farmacéutico le expidiese el medicamento equivocado por haber entendido adecuadamente mal la deslavazada letra del médico.