miércoles, 23 de marzo de 2016

Sangre y orina - José Luis Alvite

Sangre y orina - José Luis Alvite

Cuando Ernie Loquasto abrió las puertas del Savoy, soñaba con una clientela distinguida, gentes de la alta sociedad que únicamente torcían el gesto al encontrar muy seco su Dry Martini. Años después era él quien torcía el gesto al ver desfilar por su local a esa clase de tipos que sólo celebran el día de la madre cuando cae en miércoles y que siempre son capaces de ver el lado bueno de un balazo a quemarropa. Siendo sinceros, los tipos que cada noche llenan el local de Ernie no suelen ser del tipo de gente que cambia mucho, ni de bar, ni de agente de la condicional y, quizá por eso, la clientela se mantiene tan fiel como el terciopelo que oscurece las paredes. Tal y como lo definió el periodista del Clarion Chester Newman en un brillante artículo, el Savoy es ese tipo de lugares donde el barman, con infinita elegancia, deja sobre la mesa un whisky, el teléfono del sepulturero de guardia y la dirección de la salida trasera más próxima.

Los chicos del Savoy no son de mucho hablar y es normal pasarse las noches sentado, bebiendo y sin despegar los labios, excepto para sentir el frío saludo del licor mientras adormece la garganta y embota el cerebro, pero ni es esa situación, con el calor seco que deja el último bourbon, es normal ver a alguien hacer un comentario. Por eso Jack Sullivan, Sully, nos dejó perplejos una noche del 76 cuando comenzó a hablar en voz alta, sentado en un taburete de la barra, departiendo tranquilamente con alguien situado un palmo más allá de su mirada perdida. Sully había sido teniente en Omaha Beach y, por lo visto, eligió aquella noche de febrero para contar todo cuanto recordaba del desembarco y del miedo que nos hace a todos iguales, mientras se trasegaba reposadamente su whisky sin hielo y justo antes de caer desplomado sobre la barra, víctima de un aneurisma.

Nadie acudió al entierro porque a Sully no le habría gustado, pero durante la copa de despedida en el Savoy, Chester Newman, quien había cubierto el desembarco, dijo que el relato del difunto era tan real que, tras cinco bourbon, la saliva aún le sabía a esa mezcla de sangre y orina tan típica de la costa norte francesa y sentía ese extraño hormigueo en las piernas que le anunciaban que era hora de volver a correr los cien metros lisos, como antaño, frente a las ametralladoras, en aquella barraca de feria con arena, donde a cada infante se le daba, antes del desembarco, la extremaunción y el dorsal con su número de féretro.

Algunos años después, hablando con Al de Sully durante una pegajosa madrugada de verano, Al me miró fijamente y me dijo, muchacho, puede que Sully terminase sus días tratando de levantar la barbilla del barro entre copa y copa, pero nadie corría más rápido que él y en la playa, en aquella picadora de carne y metal amenizada con música de Wagner, maldita sea, Sully dejó atrás a su propio miedo y su sombra le perdió de vista durante media hora, en cuanto media docena de balas del calibre cincuenta y dos silbaron junto a su cabeza, anunciandoles la cena a los buitres de St. Laurent sur Mer.

lunes, 21 de marzo de 2016

Mujeres - José Luis Alvite

Mujeres - José Luis Alvite 

Una mujer deja de interesarte cuando te olvidas de intuir su desnudo y empiezas imaginar su autopsia. A menudo la belleza de una cita está en el viaje más que en la llegada. Nos fascina lo lejano, lo que parece innacesible.

La mujer más hermosa esla de la mesa de al lado. El amor fracasa con el conocimiento. Lo obvio interesa menos que lo enigmático. Más emocionante que ver una mujer bajo la luz es suponerla en mitad de un apagón. Lo fascinante de mis viajes es haber perdido el tren. Hay que ser sutil. Una mujer me dijo: «Cariño, no necesitarás pegarme un tiro; bastará con que me devuelvas el correo». Hace muchos años, Ernie zanjó una historia de amor porque le pareció que habían llegado a lo explícito. Ella se llamaba Brenda Lambert y tenía una sonrisa sin acertar, indolente, sin domicilio, una sonrisa ciega como una pisada. Cuando intimaron durante algunos meses Ernie le dijo: «Nena, hemos acabado. Llevo días pensando sobre lo nuestro. Sabía que algo se había enfriado entre tú y yo. No se trata de aburrimiento fisiológico. Lo que echo de menos en ti no es tu piel sino tu ropa». Días más tarde, el jefe me amplió detalles: «El amor necesita emociones, sexo, líquidos, eso que hace que el cuerpo funcione como el extintor de un cine. Todo eso es cierto. Pero el amor necesita también un par de botones. ¿Sabes por qué desistí con Brenda? Porque un día descubrí que lo que me fascinaba de su desnudez no era su cuerpo sino su biombo».

Sobre las equívocas apariencias del amor hablé muchas madrugadas en el Savoy con Ernie Loquasto. Dice el jefe que las mujeres son seres muy complejos, con un mundo afectivo muy extraño. También dice que a las mujeres les gustan los tipos sensibles y resueltos, la clase de hombre muchacho, capaz de dispararte con sus equívocas manos de pianista.

martes, 15 de marzo de 2016

Al fondo de la ratonera - José Luis Alvite

Al fondo de la ratonera - José Luis Alvite

Intento descifrar el mecanismo que hace que algunas mujeres resulten irresistibles sin necesidad de ser primorosamente hermosas y reconozco mi fracaso. Sé que se trata de algo generalmente invisible, aunque es probable que ese resorte casi endocrino de la mujer irresistible asome al exterior a través de una sutil cicatriz en el rostro o concluya en la acupuntura de su ademán casi inalámbrico al pinchar con enigmática intención la aceituna del martini. Hay también en el aliento de algunas mujeres una pizca de pimienta que tiñe de marrón el humo de su cigarrillo y le añade al aire que respiras un puntito de sudor y perversidad, esa pizca de venenoso y exquisito condimento que matiza el sabor de la comida. Barbara Stanwick no era físicamente nada del otro mundo,
pero se comprende que a Fred MacMurray lo arrastrase a cometer un crimen en «Perdición» y sólo sorprende que tardase más de diez minutos en resultar irresistible con aquella sonrisa suya en la que era como si acabase de romper con sangre y carmín el filo azucarado de una copa de «Alexander». Pero, ¿qué hace que una mujer así resulte tan seductora? ¿Surge acaso en ellas una personalidad arrolladora y fatal tan pronto pliegan el delantal en la cocina y retocan la carrera en las medias con una lasciva sutura de saliva? Uno mira el vientre de la mujer que le parece irresistible y se da cuenta de que lo que en principio era un sagrario de dignidad y obstetricia, se convierte luego en algo oscuro, aromático y tentador, como el trecho angosto y enrejado que conduce al apetitoso cebo enganchado en un resorte al final de la ratonera. Tengo una amiga que es así y no sé como explicarle lo que a su pesar me ocurre con ella. El caso es que sin ser una belleza canónica la encuentro irresistible. Es como si después de sorber ella su martini, fuese a escupir yo el hueso de la aceituna.

Frente a la mujer irresistible se pregunta uno quién será su amante afortunado, el tipo que le abre la puerta del coche y le separa la silla en el restaurante, el estilista que retoca su pelo hurgando en su melena con el rabo del peine… y a veces uno mira el resplandor de su rostro, la luz tamizada de tu tez, y supone que en el alma de una mujer como ella quien de verdad maneja los resortes es un discreto e impagable electricista, alguien como aquellos tipos de la Warner o de la Paramount que sabían con incontestable exactitud cuantos amperios había que deslizar por la sonrisa lisérgica de Joan Bennett para que en «La mujer del cuadro» Edward G. Robinson aceptase casi con placer verse involucrado en un asesinato. Tampoco Joan Bennett era una belleza rotunda, una simétrica mujer sin defectos, y tenía sin embargo ese encanto sugerente y perverso que a mi me resulta irresistible, esa capacidad de persuasión con la que incluso podría conseguir que la asesinases a ella para ver luego como se desvanece en su rostro la luz de la vieja marquesina del cine Rialto, la buganvilla gris de su fotogénica y cautivadora codicia, ese extraño polen que resulta al mezclarse el sexo, el dinero y la avaricia en la brasa escalfada del cine. Conocí a una mujer que me pareció irresistible y le pregunté cual creía ella que era el secreto de su atractivo inapelable. «No hago nada para ser así. Serán los genes, encanto –me dijo–, o que me ves con buenos ojos. Hay
mujeres que comen sardinas y les huele a ostras el aliento. Será que hay un metabolismo de la belleza, cielo, algo que ocurre dentro de ti y en el caso de que no te ocasione flato, te produce luz». Después prendió un cigarrillo y me echó el humo a la cara. Y al parpadear me pareció tener en los ojos las pestañas penales de Joan Bennett.

En el retrete regurgitaba la cisterna y en la barra del bar sólo quedaba ella, una mujer de casi cuarenta años, rubia como cualquier morena, sentada en su taburete, el codo apoyado en el mármol, la copa en la mano y un cigarrillo ardiendo en el cenicero con un humo lento que se descompuso como un sauce con el rebufo al pasar cerca el barman. Escribí una nota en el posavasos de papel y soplé suavemente hasta deslizarlo al alcance de su mano: «Sé que no eres de aquí. Paró de llover a mediodía y llevas puesto el chubasquero. ¿Te importaría que esta noche fuese por mí por quien finges que no esperas?». Le hice llegar entonces mi bolígrafo y ella me devolvió la nota franqueada con su letra en el reverso: «Nunca quise ser del sitio en el que estoy. En realidad espero por un hombre con el que me cité a esta hora en otra parte. Mañana tendría que viajar a un lugar al que no deseo ir.¿Sabes de algún sitio sin pretensiones en el que pueda dormir tanto que pierda el tren?». Le planté fuego al posavasos y me ausenté al baño mientras la nota ardía en el cenicero con una llama en cuclillas que parecía una dalia azul. Ya no estaba ella cuando volví a la barra. El barman me entregó un mensaje suyo: «Querría contarte muchas cosas, pero no tengo la letra tan pequeña. Me he ido porque llevo puesto el chubasquero y parece que vuelve a llover. Hay una fonda barata al doblar la esquina. Soy una madura belleza sin dinero. ¿Quieres ser en mi camino el obstáculo inesperado que me ayude a perder el tren?». Y salí a la calle bajo la lluvia y di con ella en la penumbra de aquella fonda barata. Me resultó una mujer irresistible. Ella dijo que no quería nada, pero, ¡qué demonios!, reconozco que la suerte de no pagarle me costó dinero.

Es probable que lo que hace irresistible a una mujer sea lo que nosotros suponemos de ella sin necesidad de saber mucho, como cuando de un hotel nos atraen el ir y venir de los taxis, las banderas sin identificar y lo que sucede en su puerta giratoria. También puede ocurrir que ese atractivo tenga su origen en su personalidad real y en su aspecto físico al mezclarse con nuestra imaginación. Las mujeres fatales del cine son el resultado de mezclar en las dosis adecuadas la belleza de la actriz, la intensidad de la luz y la fértil imaginación del guionista. La fascinación de la mujer irresistible aumenta al decrecer la luz, del mismo modo que al apagar la lámpara incuba la mente voluble del hombre el instinto sexual y el deseo de delinquir. Lo que es seguro es que hay mujeres cuya fuerza persuasiva es un misterio que se complica al indagar en él. A mí me gustaron siempre las que son persuasivas para la seducción y demoledoras para el placer, sin importarme los desperfectos que pudiera sufrir por culpa de perder la voluntad y convertirme en su rehén. He sentido el regusto de compartir su piel y su alma a cambio de soportar como un idiota el monto de sus facturas y el peso de sus maletas, entregado sin condiciones a la rigidez de su voluntad y al vaivén de sus caprichos, incluso a sabiendas de que en la biografía de una mujer como ella un tipo como yo sólo podría ser esa parte de la letra pequeña en la que cae siempre la jodida mancha de café. No importa que la historia salga mal y que de su melena recuerdes sólo el suave portazo amarillo. Lo que cuenta es el emocionante riesgo de haberla compartido, como si cayeses al agua y la única posibilidad de no morir fuese agarrarte, con una mezcla de lucidez y desesperación, al caimán que te acecha.

Yo no sé por qué razón hay mujeres que resultan irresistibles sin ser las mas hermosas, ni las más provocativas. Hay en esas mujeres un carisma determinante, del mismo modo que se da en algunos hombres esa vis cómica que los hace especialmente simpáticos antes incluso de abrir la boca. Sin importar siquiera que lo pretenda, una mujer así puede arrastrarte por su manera de estarse quieta en medio de la gente, o en ese instante de rutina doméstica en la que hace números mientras bate mecánicamente un huevo. Yo conozco a una mujer así y estoy seguro de que en un momento dado haría casi cualquiera cosa que ella me pidiese. Desprende algo misterioso que me atrae y podría someterme, vejarme o destruirme. A lo mejor no se trata de un rasgo de su personalidad que pueda averiguar el psicólogo, sino de un subliminal aroma bioquímico del que sólo pueda averiguar algo su endocrino. No sé si será cierto, pero una fulana me dijo de madrugada en su garito que hay mujeres de apariencia insignificante que en su actitud seductora son capaces de proezas impensables, «como ocurriría si vieses a una hormiga cargada con el peso descomunal de la cabeza de un perro». Yo encajo desde luego en el retrato que hizo al referirse a que hay hombres que se prestan con gusto a ser destruidos por alguien así y ceden a la fatalidad sin rechistar, como un reo que subiese las escaleras del cadalso con su cabeza depositada en un cesto. A veces una mujer así pasa cerca, desprende el vaho anfetamínico de su seducción y lamento que no se detenga y me arruine la vida. Y entonces me quedo decepcionado y pensativo, derrotado por la evidencia de que pasa el tiempo y va a ser difícil que me arrastre a la perdición una de esas mujeres irresistibles en cuyas pestañas se desliza, como una trainera de rimel, la frase impecable de tu epitafio.