jueves, 27 de febrero de 2014

Lana Worcester - José Luis Alvite

Lana Worcester - José Luis Alvite

Aveces lo mejor que puede hacer un hombre para no complicarse la vida es demostrar que es lo bastante inteligente como para que no se note que lo es. Un tipo de buena familia me dijo que si bien la cultura es útil para prolongar innecesariamente cualquier conversación, si lo que uno pretende es impresionar a quien acaba de conocerle, lo mejor será que durante la cena haga una exhibición de lo bien que maneja la variada cubertería extendida sobre la mesa alrededor de la vajilla. «Observa a los de mi clase –me dijo– y enseguida te darás cuenta de que almorzamos con cierta desgana, como si en nuestro caso la necesidad de comer fuese algo de mal gusto. Los de mi posición no reconocemos la existencia del esófago. Como dice mi amiga Lana Worcester, nosotros tenemos el metabolismo de nuestros retratos. Las prisas descomponen mucho la figura y producen cierta sensación de desconcierto. ¿Por qué crees que nosotros jamás nos vestimos con prendas que no lleven botones? Calma y discreción, muchacho, eso es lo que conviene. Y las palabras justas para que jamás sepan de verdad como eres. A la gente le fascina que parezcas más complicado que la mecánica de tu automóvil. Créeme, amigo: Vivimos en un mundo de apariencias en el que las ideas que puedas tener importan menos que las cosas que puedas comprar». Me consta que mi amigo era inteligente, pero como tenía dinero no había sentido nunca la necesidad de demostrarlo. Ni siquiera tenía que demostrar emociones para causar cierta impresión. Si no fuera porque conocí a sus padres, juraría que mi amigo rico era el inesperado resultado genético del cruce de dos muebles «Chippendale» de la casa de campo que sus padres tenían en uno de esos lugares de Escocia en los que el fuego de la chimenea arde a quince grados e incluso los galgos evitan darle alcance al croquis biselado de su aliento.
Fue Lana Worcester quien durante la cena de aquella noche en el Gran Hotel me retrató a los de su clase con un comentario que nunca olvidé: «Si se trata de definir el estilo de una persona, yo diría que no es elegante fijarse en la calderilla del dinero, ni reparar en los pormenores de cualquier desgracia». Fue la misma noche en la que hablamos sobre la manera que algunas personas tienen de entender las pasiones. Miss Worcester concebía la pasión como una vulgar perversión del pudor, casi como un desarreglo de la inteligencia. Según ella, «no puede ser bueno dejarse arrastrar  por una tentación que conduce sin remedio a la pérdida de los modales, así que en mi caso puedo asegurarte que sólo concibo que sobrecojan mi alma aquellas conductas que no arruguen al mismo tiempo mi ropa». Durante la cena me contó que cada verano cerraba la casa balear en la que vivía a las afueras de Porto Cristo y se retiraba a su finca en Escocia porque los suyos sabían por experiencia que «la mente humana se ofusca y se vuelve irracional en el momento en el que por culpa del calor resbala sobre el lienzo el óleo de los retratos y brilla con el sudor la grupa de los caballos». Lana Worcester era tibia, tentadora y frágil como una camelia. Me resultaba excitante a pesar de que se llevaba la cena a la boca con una liturgia lenta y desganada, con el extraño erotismo de unos genitales que yo imaginaba de caoba, como si sus labios fuesen la cosmética ranura monacal por la que pasarle la correspondencia del banco hasta la penumbra encerada de su eucarístico sexo de clausura. A pesar del frío amianto de su belleza yo la miraba con deseo. «¿En qué piensas?», me preguntó. Y yo le dije: «Sólo había visto a una mujer sentarse a cenar con tanta distinción». Luego supe que lo que parecía elegancia sólo eran hemorroides.
Nunca supe muy bien cuál es el punto de la conducta humana en el que está justificado perder la compostura e incluso sería imperdonable no hacerlo. En las novelas naturalistas los modales se tambalean cuando la señora recorre las caballerizas con el sudoroso mozo del establo y por un instante cree que podría sucumbir a la tentación del sexo por culpa del lisérgico y penetrante olor del heno mezclado con los orines de los caballos y el aliento de ese hombre tórrido,  elemental y masculino. Aunque no tenía en absoluto el aspecto repujado de una de esas frondosas señoras de la literatura naturalista, Lana Worcester resultaba por sus modales tan profilácticos una mujer en cierto modo inabordable para tratar con ella asuntos cuyo contenido resultase más erótico que la idea de que su mayordomo escocés le sugiriese en voz baja la conveniencia de forrar con gamuza azul la empuñadura algo sobada del atizador de la chimenea. Al elegir el menú durante la cena en el Gran Hotel incluso consideré oportuno el sacrificio de renunciar a mis gustos por temor a que encontrase obsceno mi placer al sorber las ostras en sus conchas. En cambio me atreví a preguntarle si encontraría demasiado masculino que cenase con más apetito que mi cadáver. Por si le ofendiese mi hambrienta vulgaridad meridional, me adelanté con una explicación: «Verás, yo nunca he sido coherente al adaptar a mi pensamiento mis modales. Aunque es cierto que de los pinos me agrada su sombra, lo que de verdad me excita es su resina. Disfruto al contar el fuego catarral y anfibio de Escocia, pero incluso la descripción de la flor más delicada es más emocionante si en la sensibilidad del poeta irrumpe la letra del leñador».
Esperé en vano a que Lana Worcester acudiese a la cita que ella misma había pedido para encontrarnos la siguiente noche en la barra del bar inglés del Gran Hotel. En recepción me dijeron que había cancelado su estancia aquella misma tarde y había subido a un taxi con media tonelada de equipaje. Lana se justificó con una nota que me entregó el recepcionista. La leí sentado en una mesa cerca del pianista del bar inglés. Estaba escrita en una letra muy menuda, como si en su indecisión Lana Worcester quisiese sincerarse sin que yo me enterase de que lo hacía. Como correspondía a su posición social, se expresaba con una especie de distante franqueza, como hacen los ingleses cuando para no parecer demasiado personales escriben como si le dictasen sus ideas a una mano ajena. Los de «su clase» siempre me parecieron serenos, razonables y al mismo tiempo infelices. Ella misma lo reconocía en aquella carta: «… el caso es que estaba segura de sentir lo mismo en lo que tú estabas pensando y sin embargo fui incapaz de hablar sobre ello porque me educaron de manera que nunca me atreviese a pronunciar aquello que en el fondo desease decir, de modo que me confieso por carta y no me importa reconocer que en el ambiente en el que me desenvuelvo en Escocia se considera fuera de lugar que una mujer se lleve irreflexivamente a la boca algo por lo que tenga que ruborizarse si por el aliento se entera luego su dentista». En otro párrafo insistía sobre el asunto con un comentario en el que no le importaba retratarse sin piedad: «Envidio a las mujeres que no se andan con rodeos. Ceden con naturalidad a sus impulsos y se regeneran luego en el baño sin preocuparse de que alguien haya castrado el agua de la ducha».
Me consta que Lana Worcester se reprochó muchas veces su incapacidad para saber en qué momento tendría que bajar la defensa de sus modales y permitir que ocupase su lugar el placer de sus instintos. A eso se refería en su carta al decirme que «es probable que al resistirme frente a las tentaciones la mía sea una actitud demasiado solemne y sin duda equivocada, y me preocupa que algún día maldiga mis prejuicios y tanta corrección, tal vez en el instante mismo en el que por desgracia se me confirme la idea de que lo que durante años le he escuchado a mis amigos no ha sido más interesante que lo que a la misma hora hacían las yeguas y los caballos en el establo, entre otras razones porque los conocimientos culturales de los que pueda presumir no harán que me sienta más orgullosa que si los hubiese sustituido a tiempo por las experiencias que tuviese que callar (…) Le he dado muchas vueltas a nuestra conversación durante la cena en el Gran Hotel, y aunque me cueste admitirlo, he de reconocer que tenías razón cuando me dijiste que hay momentos en los que lo que de verdad importa no es quien ordene tu alma, sino quien deshaga tu cama (…).  No sé si volveremos a vernos. Lo deseo y al mismo tiempo temo que suceda. A los Worcester nos enseñaron a disfrutar sin que se asusten nuestros perros. No dudo que podría sucumbir a la tentación de ese descaro del que me hablabas, pero llegado el caso, creo que te resultaría áspera y artificiosa, demasiado prudente para malograrme, y entonces te harías de mí la idea de haberte relacionado en la intimidad con alguien que por más que intente evitarlo, siempre parecerá una mujer en cuyos besos no hubiese más saliva que en el último sorbo del té».

Hay personas que se retraen de la espontaneidad en la cama porque temen que en el paroxismo del placer sexual se les desate la lengua y pueda resentirse su reputación. Personalmente no me importa reconocer que mis confesiones en la cama no fueron por lo general las más inteligentes, pero resultaron ser casi siempre las más sinceras. Un simple instante de placer puede arrancarle a un hombre más confesiones que el insoportable dolor de una docena de latigazos. El tipo rico del que hablaba al principio era de la misma opinión. Sabía que los vaivenes de la Bolsa suponían para su fortuna un riesgo menor que el de sucumbir a la inquietante tentación que representaban las mujeres. Sin duda habría preferido tener un candado colgando entre las piernas. En mi caso nunca he querido contenerme y no lo habría hecho tampoco en el caso de que Lana Worcester hiciese caso omiso de la moral genealógica de tantas generaciones de pudor y renunciase a su entereza. Por desgracia, no pudo ser. Por lo que supe luego, Miss Worcester se casó con un tipo pulcro y hervido que eclipsaba con su fragancia francesa el olor de  las orquídeas al entrar en la floristería. En vez de unirse motivados por los encantadores equívocos del amor, lo hicieron con fría determinación administrativa y evidentes fines catastrales, para unir dos propiedades colindantes en las que pudiesen liberar su galope tendido aquellos caballos de los Worcester por cuyas crines se descolgaba a veces como jarabe el flujo gomoso y bastardo de las yeguas. Una madrugada le conté la historia a una fulana con la que había hecho amistad en un burdel y me dijo ella: «Sé cómo es esa gente. Consideran una flaqueza la tentación y un pecado el placer. Necesitan los genitales secos para no resalar al trote y caerse del caballo».

Gargantilla Verde - José Luis Alvite

Gargantilla Verde - José Luis Alvite

Fue una cruda noche de invierno, hace ya algunos años. Llevábamos varios días con nubes bajas y aquella tarde había anochecido mientras aún estaba en los fregaderos la loza manchada del almuerzo. Yo había salido de la ciudad en coche y hacía quilómetros pensando en tardar más tiempo en desandar el camino. En las cercanías de Cambados vi chispear bajo la lluvia, entre la bruma, como un estribillo azul, el riff  de un rótulo fluorescente a punto de fundirse. Era un restaurante. Faltaban minutos para las nueve. Aparqué al lado de un coche fucsia con una rueda en llanta. Dejé la gabardina escurriendo la lluvia en un perchero y entré al comedor pisando casi en las puntas de los pies para no interferir en el silencio. En una mesa cerca de un rincón cenaba una hermosa mujer joven vestida de negro con el cuello avivado por una gargantilla verde. Me senté en el rincón opuesto, separado de ella por cuatro mesas reservadas con cartelitos, supuse yo que por si se sentaba a cenar en ellas sin hambre el silencio. Miré hacia el fondo. Ella cenaba algo que no hacía bulto en el plato y me pareció que ni siquiera masticaba lo que fuese que se llevaba a la boca. Permanecía con la mirada distraída, el torso erguido y los brazos distendidos en el discreto ademán de alguien que se hubiese sentado en un restaurante a abrir la correspondencia de un  poeta con la pala del pescado. Se me acercó al maitre y como aquella noche estaba dispuesto a que fuese el final de mi dinero y el comienzo de mi testamento, ordené para cenar «cualquier cosa cuyas manchas encarezcan la corbata». «Siento curiosidad por saber qué cena esa mujer del fondo», le confesé al maitre. «Se detuvo aquí por un pinchazo en el coche. Dice que no tiene mucho apetito. Si por ella fuera, le habría servido de primer plato el papel con la factura en blanco. Al final accedió a comer algo y pidió cualquier cosa que sea delgada. Es elegante, ¿verdad? Nunca supe muy bien por qué, pero lo cierto es que la elegancia es diurética y quita mucho el apetito». Aquel tipo tenía razón. Al final de  su carrera, el actor británico Rex Harrison estaba entrado en carnes. Pero como era elegante, por mucho que engordase, lo de Rex Harrison en el peor de los casos jamás sería obesidad, sino ostentación. «Sí, esa mujer es elegante, amigo mío, muy elegante. Sería hermosa aunque en el cine proyectasen su imagen en una pantalla arrugada. Supongo que una mujer así solo merece que se le haya pinchado la rueda del coche en el emprendedor de la corbata de Cary Grant»… Mientras la mujer joven y hermosa de la gargantilla verde degustaba un lenguado con sus estilizados ademanes de abrir el correo, pensé con relativa amargura que jamás habría alguien como ella en mi futuro y que tampoco me importaría recordarla por haber estado, siquiera fuese por error, en mi pasado. También pensé que donde quiera que dos hombres peleasen hasta hacerse sangre por una mujer, alguien como ella sería sin duda el razonable motivo. Estábamos los dos en el mismo lugar y a la misma hora, pero éramos tan distintos… Hasta se me pasó por la cabeza que yo era quien estaba allí, recién salido de la lluvia, con el dinero justo para me fuese fácil arruinarme, y que en aquella escena ella era sólo una transparencia de otra película que el viento hubiese arrastrado lejos de su cine de estreno en Broadway. Recordé lo que había dicho de esa clase de mujer un tipo que fue trompetista de la orquesta de Count Basie: «Desengáñate, amigo. Hay mujeres que nunca son para los tipos como tú y como yo. Son el premio de un sorteo al que siempre llegaremos tarde. Sus pisadas acaban sin remedio donde se reúnen los pies de otros hombres, igual que en unas calles el viento junta las colillas de los proscritos y en otra calle bien distinta la brisa reagrupa los sombreros de las mujeres. Olvida a esas chicas, muchacho. Ellas vuelan como perdices de raso para los rifles de los cazadores y nosotros resulta que nos hemos metido en la lluvia armados para la pesca  con pluma». Fuera del restaurante arreciaba la lluvia y allí seguía el coche fucsia con una rueda en llanta, reluciente y herido, esperando tal vez a que se me ocurriese la galantería de salir a la calle a cambiarle la rueda y volviese luego a entregarle las llaves de su coche con la mano llena de perfidia, de malicia y de agua. Aunque podría parecer audaz y desde luego resultaba heroica, deseché la idea. La mujer hermosa de la gargantilla verde prendió un cigarrillo y dejó escapar lentamente el humo de su boca sin soplar, en un gesto distraído, involuntario, dejando el humo en suspenso alrededor de su rostro, recapacitando en el aire como un acróbata lento y deshuesado. El maitre dejó sobre mi mesa la joyería de una docena de ostras abiertas como peinetas de carey sobre una cama de hielo picado. Entonces con el humo de su cigarrillo rondó mi cena el perfume de la mujer de la gargantilla verde. No me importa reconocer ahora que sorbí de su concha la primera ostra con los ojos cerrados… Y juraría que al abrir de nuevo mis ojos vi que la mujer de la gargantilla verde tenía discretamente cerrados los suyos… Como suele ocurrir con las de su clase, la mujer hermosa de la gargantilla verde dejó en el plato más comida de la que le habían servido, no arrugó la servilleta, ni se despintó los labios al beber. Presumiendo que a ella le resultaría incómodo pedírmelo, le envié por el maître una nota poniendo mi coche a su servicio. Entendí que aceptaba sin necesidad de que me lo dijese. Lo supe porque las mujeres como ella adoptan frente a la cortesía de los hombres la actitud de alguien que incluso para recibir un favor se hace de rogar, de modo que invierten el valor real del gesto y convierten tu gentileza en un deber. Reconozco que me habría gustado conseguir su cuerpo y que a falta de eso, me conformaría con tener su alma. Al final ella se puso en pie y me sentí en el deber de salir a su rebufo casi sin haber cenado. Ella pasó delante, sin esperarme, dueña de su cuerpo y de su alma, sin que a mí me quedase otra opción que la de hacerme cargo de su factura. Me dolió que la suya fuese una actitud arrogante, pero también pensé que lo que hace apasionantes a muchas mujeres son precisamente esos hirientes detalles que al mismo tiempo que las descalifican las encarecen. En mi relación con las mujeres creía haber aprendido que los disgustos que te ocasionan dejan de ser vulgares en el momento en el que, además de a tu orgullo, afectan a tu bolsillo. La mujer hermosa de la gargantilla verde resultaba de una arrogancia cautivadora, insolente, y seguramente, carísima. Al salir a la calle la protegí de la lluvia con mi gabardina hasta que entró en mi coche sin molestarse siquiera en el falso ademán, tan femenino, de intentar abrir la puerta. Olía bien. A uno de esos perfumes caros, de mujer experimentada y resuelta, que uno sabe de buenas a primeras que con cualquier motivo permanecerán para siempre como un lastre en su conciencia. Le sugerí que hiciésemos tiempo en alguna parte hasta que por la mañana abriesen los talleres. Mi plan era retroceder hasta mi ciudad, ganando en la carretera el tiempo que aún tardaría en abrir las puertas de su local el barman del «Corzo». No dijo nada. Parecía seria, tal vez contrariada por el pinchazo de su coche y decepcionada por el desorden casi bohemio del mío. «Puedes ir tranquila –bromee–. Esto parece una barricada, pero no hay nadie al otro lado de los cascotes». Tampoco dijo nada. Su actitud tan seria y reservada me puso incómodo. La verdad es que me sentí estúpido e inútil, como si en medio de un naufragio ella tuviese la inquietante sensación de estar siendo salvada por un nadador con los brazos de azúcar… Yo tenía entonces un coche muy descuidado en el que los delincuentes no entraban a robar por miedo a contagiarse de la malaria. Resultaba chocante que de aquel trasto se apease alguien como la hermosa mujer de la gargantilla verde sin que se resintiese al instante su reputación. En cierto modo el coche era el reflejo de mi alma destruida por años de vida bohemia y solitaria y con razón aquel psicólogo amigo mío decía que para averiguar mis emociones bastaría con echarle un vistazo al abandono de mi automóvil. Por si ella hacía preguntas, me adelanté a explicarle que mi aseo era más esmerado que el del maldito coche. Ya en el interior del «Corzo» le conté también que cuando el vehículo era nuevo había un gato en aquella calle que corría hasta debajo de él para beneficiarse del calor que desprendía el motor y que el gato se esfumó tan pronto un día vio que por culpa del mal aspecto del coche su lugar al amparo de aquel calor lo había ocupado una rata. «No hará falta decir que esa rata es coherente con el mal estado del coche, pero no refleja en absoluto la limpieza de mi manera de ser», me apresuré a advertirle. A una seña convenida en un lenguaje que nos unía hace tiempo, el barman pinchó en la voz de Rod McKuen «Love´s been good to me», una de esas canciones en cuya letra a uno no le importaría en absoluto verse reflejado. Iba a pedirle que la bailase conmigo, pero no me atreví. Supuse que su respuesta sería una negativa y que lo mejor sería dejar que los acontecimientos se sucediesen por su propio peso, sin que los echase a perder la prisa. «¿Quién canta?», preguntó. «Rod McKuen, un poeta y músico norteamericano. Rod es el autor de la canción. Sinatra la popularizó pero me gusta más esta versión, con permiso de Frank. Le da otro dramatismo; no sé… es… ¿cómo te diría?... suena más íntima, casi como un remordimiento». «No me gustan los remordimientos», contestó. Iba a hacerle una puntualización, pero no me dio tiempo y siguió: “Los remordimientos, la nostalgia… son emociones relacionadas con el pasado. El remordimiento no resuelve la Historia, ni protege de nada. Es como abrir un paraguas hoy para protegerse de la lluvia de ayer». Confieso que su respuesta hizo que se tambaleasen mis planes para aquella noche. Había pagado su cena sin saber muy bien por qué lo hacía y ahora me sentía desarbolado por su rechazo del remordimiento, uno de los rasgos de mi personalidad. Me sentí como si al desvalijarme, un atracador me cobrase también los gastos de desplazamiento. Nunca quise imaginar qué habría ocurrido si aquella noche ella hubiese bailado conmigo la canción de Rod McKuen. Me conformo con la evidencia de que ni merecí siquiera su bofetada. La mujer hermosa de la gargantilla verde dijo que tenía que irse y yo no me sentí capaz de pronunciar una sola frase capaz de detenerla. Incluso evitó que me ofreciese a llevarla en coche. «Siempre estoy cerca del lugar al que tendría que ir», dijo. Habíamos tomado sólo un par de copas y reconozco que me halagó su gesto de permitir que la invitase de nuevo. Hasta me sentí ruin y avergonzado de que aquella noche me sobrase dinero y me hubiese salido tan barato el premio singular de una apuesta en la que no contaba. La vi irse a lo largo de la barra y doblar la esquina del guardarropa, desbrozando con el machete de su empaque el humo de los cigarrillos. Subió luego las escaleras dejando en su estela el estrambote de aquellas pisadas que durante un rato caminaron por mi estómago como martillazos de seda en los clavos de la crucifixión. Días más tarde recibí de manos del barman del «Corzo» una breve nota manuscrita con letra limpia y herniada, tenaz y fluida como una reata de agua, rematada con una firma ilegible. Aunque por mi natural desidia rompí al poco rato el papel, recuerdo al pie de la letra una de sus frases: «Me marché enseguida por la sencilla razón de que cada vez que me sabe a poco un buen momento, temo que al día siguiente todo sea reiterativo y manido, como si hubiesen  pasado demasiados años sobre ese instante, igual que envejece la vida en los periódicos a medida que los vas leyendo». En los días que siguieron dudé de que algo así me hubiese sucedido y hasta pensé que aquella mujer había sido la prueba evidente de que por si no fuese suficiente que la literatura me alterase el sueño, lo más probable es que me estuviese afectando también a la vista. Pero después ocurrieron cosas que me hicieron ver que aquel encuentro había existido. Pude saber entonces quien era ella. Se llamaba Rocío González y me la encontré años más tarde en el Savoy, trayendo en la mano una carta de la inolvidable Lorraine Webster. Ella jamás reconoció en mí al tipo que había pagado una noche de lluvia sus facturas. Y si yo lo cuento aquí es solo porque ella sí que me recuerda mi pasado, los días indoloros y dorados, breves como las camelias, cuando soñaba con ser uno de esos cosmopolitas tipos de mundo que se sonríen con melancolía viendo pasar por sus espaldas a la mujer elegante de la gargantilla verde, reflejada como un holograma de raso negro en el escaparate de «Cartier».

Laura Walcott - José Luis Alvite

Laura Walcott - José Luis Alvite

Para no haber estado nunca con ella, la recuerdo bien, como sin duda la recordará el tipo que una noche me dijo que donde quiera que estuviese una mujer como aquella, habría siempre cerca un elegante hombre con gabán oscuro dispuesto a sacarse el sombrero. Fue una lluviosa noche de octubre. Yo hacía tiempo para perder el avión mientras tomaba una copa en el Oak Room del hotel Algonquin. Llevaba dos días sin ir a cama y en el fagot de mi respiración croaba el cansancio. En las tulipas del salón se veía apenas la tez serosa de la luz. Ella acababa de darle con desgana un sorbo a su «Manhattan» dos mesas frente a la mía y retenía juntos en la boca el sabor del cóctel y el humo de un cigarrillo recién prendido. En el piano del fondo tiritaba como vidrio una melodía de Mancini. El camarero dejó una nota sobre su mesa y se retiró al instante con exquisita prudencia, encaramado casi en el boceto deshuesado de sus pasos, como si temiese que bajo sus pies fuesen a explotarle sus propias pisadas. Prendí un cigarrillo mientras ella leía la nota. Miró a los lados sin descomponer el gesto y volvió de nuevo los ojos hacia el papel. Entonces levantó la mirada evitando el pestañeo y apretó ligeramente los labios. Parecía a punto de llorar. Llamé al camarero y le pedí que esperase un instante mientras escribí en mi pañuelo algo que él le dejó sobre su mesa al final de otro sigiloso paseo sin sonido, al cabo de su cautelosa y profesional gentileza de ofidio. Ella siguió con la vista la retirada del camarero hasta que en el cambio de agujas del rastreo se encontró de frente mi mirada. Desplegó el pañuelo sin aparentar interés, con esa indiferencia con la que abren las mujeres un regalo del que presumen que sólo valdrá la pena el envoltorio. Me miró de nuevo, desanduvo la mirada hasta el pañuelo y leyó: «Toda mi vida he esperado un momento como éste. Mezclado con tu lápiz de ojos, ese llanto sería en mi pañuelo la frase que nunca acerté a escribir. ¿Te importaría ser esta noche bajo la lluvia mi próximo fracaso?». Se llevó la punta del pañuelo al rabillo de un ojo, lo plegó y en el fláccido ir y venir de aquel camarero que pisaba en off, como si tantease la catenaria del humo, me lo devolvió franqueado con su letra: «Me llamo Laura Walcott. Desde hace un rato bebo sin sed. De muchacha soñé con llegar lejos, pero en mis circunstancias de ahora me conformaría con ser portada en la página catorce de cualquier periódico editado en papel ardiendo. ¿Serías capaz de demostrarme esta noche que en la Quinta Avenida aún a veces seca la lluvia las aceras?». Muchas veces había estado antes en la misma ciudad que una mujer como ella y al menos otras tantas coincidí en el mismo párrafo con alguien así, pero aquella en la Quinta Avenida fue la primera vez que estuve en la misma acera con una mujer como Laura  Walcott. Llevaba puesto un vestido rojo, cubría sus hombros con una estola blanca de armiño y si no fuese porque acababa de verla llorar en el «Oak Room» del hotel Algonquín, ni se me pasaría por la cabeza que algo malo pudiese sucederle. Tampoco su paso era el de alguien angustiado por una duda, dolido por una mala noticia o lastrado por un temor. Por eso, al poco rato de echar a andar traté de disculparme: «Creo que quien me vea caminar a tu lado creerá que te he abordado en la calle y te estoy importunando. A la gente le pareceremos una azafata de “Panam” acompañada por uno de esos buzos que raspan una costra de lodo y mejillones en las gabarras del puerto. Me salva que es domingo y que a estas horas las calles elegantes ni siquiera pasan por delante de los portales de diario. ¿Sabías que a este lado de la calle incluso es francesa la lluvia? Supongo que un tipo como yo sólo tendría derecho a caminar a tu altura si lo hiciese por la acera de enfrente, porque, ¿sabes?, al otro lado de la calle por la que camines tú siempre será dos días más tarde». Ella no dijo nada y continuó andando al ritmo pausado de alguien que podría sentir la mayor pena del mundo sin perder la compostura, sin duda consciente de que nada desluce tanto la elegancia de una mujer como que su acompañante presienta que arrastra en su cabeza el lastre de dos facturas sin pagar, que sufre por la mentira de un hombre o que le hace daño el calzado. Iba a preguntarle por el contenido de la nota que le había hecho llorar minutos antes, pero se me adelantó intrigada por lo único que sabía de mÍ: «¿Habías escrito antes algo como eso en un pañuelo? Podría haber ignorado tus frases y ahora no estaríamos dando un paseo por la Quinta Avenida. ¿Tienes por costumbre esperar con tu impecable pañuelo a que alguien a dos mesas de distancia rompa a llorar?». Le rogué que se detuviese un instante. «No es un capricho –me expliqué–. Razono mal si voy andando. Por alguna causa hereditaria soy incapaz de compaginar las ideas y los pasos. Lo mío es caminar por escrito. Supongo que será por eso que nunca he tenido un perro». Sonrió y se detuvo. Esperó entonces mi explicación sin aparentar demasiado interés. Entonces volví la vista hacia el otro lado de la calle y recordé haber estado allí muchos años antes, cuando era un niño debilitado por el asma e iba a Central Park  llevando atado en una mano un racimo de globos que a mí me parecían hinchados con aliento de mármol. Se detuvo delante del escaparate de una de esas joyerías en las que, si entrase un tipo como yo, con seguridad sonarían las alarmas. Laura Walcott sacó de su bolso la nota que le había entregado el camarero del «Oak Room» y me la dio a leer. Parecía la letra clara y concisa de uno de esos tipos a los que a veces se les mete en la cabeza que el agua de la ducha tiene las manos sucias. Era una nota escueta e inequívoca con la mala noticia de que lo que había entre ellos se había acabado y sería inútil intentarlo de nuevo. «Esta vez va en serio. Sé que no volverá. En realidad lo que me duele no es su decisión, sino lo poco que se ha esmerado en despedirse». Laura Walcott tenía razón. La nota eran seis líneas escasas, empleadas con fría objetividad en la redacción de algo que a un gerente le habría parecido la cancelación de un pedido. Pensando en no ahondar en su dolor me ahorré decirle que la nota de aquel tipo no parecía escrita para romper con una mujer como ella, sino para despedir al chofer. Preferí darle al asunto un giro más sentimental, pensando en inclinar a mi favor la aturdida indecisión de su alma: «¿Sabes qué te digo? Pues te digo que una chica como tú tendría que enamorarse de un hombre que sólo tenga buena letra para explicar lo poco que por sí mismas no digan con su vistosidad las flores que le envíe. A mí me gustan mucho las mujeres miopes. Siempre interpretan de la mejor manera las peores frases. No es malo que el fracaso tenga mala letra». Le conté entonces algo que me había ocurrido meses antes con una muchacha de Brooklyn con la que había decidido romper. «Era una de esas encantadoras chicas miopes. Le envié una nota despidiéndome. Como me remordía la conciencia, pensando en que el daño fuese más llevadero empeoré mi mala letra de siempre. Le escribí unas pocas líneas diciéndole que había otra mujer en mi vida y que lo nuestro era imposible. ¿Sabes? Durmió con los ojos más grandes que la cara y al día siguiente me telefoneó exultante para agradecerme que la invitase “a ese maravilloso viaje a Niza”. Ahora creo que mi mala letra es incompatible con las chicas miopes». Entonces Laura Walcott retiró la mirada del escaparate de la joyería, me miró y dijo algo de lo que incluso recuerdo el cosmético requesón de su aliento cansado: «Soy miope. A veces incluso me cuesta acertar con el portal del oculista. Si me hace ilusión pararme a mirar la joyería es porque veo mal los precios». Recuerdo que la Quinta Avenida estaba desierta. Laura Walcott cruzó la calzada. Y yo la seguí como un funambulista amagando en el pespunte de sus pisadas. En el hornillo mojado del asfalto azul se escaldaban como amebas de flúor los reflejos desplanchados de la publicidad. Con el aire en calma y la calle escampada de agua, se nos echó encima la niebla que medraba como lana en el río. Se veían apenas las luces de la Quinta Avenida suspendidas en la bruma como manchas fluorescentes en un dálmata dormido. Laura Walcott se detuvo al borde de la visibilidad y yo me acerqué en tres pisadas lentas que dudé si querían alcanzarla o preferían no llegar. Se volvió hacia mí. Su aliento se enredó al dedillo en el mío, ceñido al tacto, como un ocho acomodándose a lo largo de una trenza. Era como si nos estuviésemos mirando separados por el resplandor de una vela con la córnea de la llama forrada con un colirio de agua. Rocé sus labios con la precavida piel de los míos y supuse que  lo que vendría luego sería tan natural, tan irremediable, como siempre supuse que sería compartir con el hambre el suculento bocado de un beso. Mi cuerpo se volvió entonces la réplica faldera del suyo y recuerdo que del hambre de nuestras bocas sin brida quedó apenas entre la niebla el hueso mamado de la saliva. Entonces puso la palma de una mano sobre mi boca y me rogó que no siguiese. Me dijo: «Hace frío y tengo cosas que resolver. Te esperaré mañana a la misma hora en el Oak Room del Hotel Algonquín. Me sentaré en la misma mesa en la que me viste hoy. Ni nuestras pisadas habrán olvidado el camino, ni habrá bruma bastante para borrar del mapa la ciudad». Yo acepté y ella se subió a un taxi que destiñó de rojo y amarillo la comisura del amanecer, como una herida de carmín propagándose en canal por un algodón amarillo. Entonces eché mano a mi pañuelo y vi que estaba desteñido y que conservaba apenas el mosto gris de nuestras frases. No recuerdo muy bien qué hice aquel día. Sé que amaneció y que anduve algo perdido, como un perro que hubiese perdido su ladrido en la boca de otro perro. Por la noche acudí al Hotel Algonquín y me senté en mi mesa del Oak Room. Esperé un buen rato por si aparecía Laura Walcott. Se me acercó el camarero. «La señorita de ayer no vendrá esta noche. Se pasó temprano por el hotel, me encargó que la disculpase con usted y dejó una nota escrita en el revés de la factura que le entregaré cuando haya tomado su copa, señor». Pedí un «Manhattan» y lo bebí lentamente sin sed. Entonces el camarero me trajo la factura y mis ojos se reencontraron con los de Laura Walcott en el fino alambre de su caligrafía: «No tomes a mal mi ausencia. Habrá otras noches y volverán a la ciudad las lluvias de octubre. No dudes de mí, ni pierdas calma. Conservaré en mis labios la pegadiza sinceridad de los tuyos. Por favor, deja en esta historia un párrafo incompleto por si pierdo otra vez la esperanza el mismo día que pierdas tú de nuevo el avión».

lunes, 24 de febrero de 2014

Cadáveres sanos - José Luis Alvite

Cadáveres sanos - José Luis Alvite

Ahora que la lucha contra el tabaco entra en su recta final, me pregunto cuanto tiempo pasará antes de que los políticos prohíban las películas con humo por si pudiesen ser inductoras del vicio de fumar. A lo mejor hay que conectar a lo televisores un deshumidificador que convierta a Bogart en un pulcro detective libre de vicios, una especie de investigador del Insalud, privando a Sam Spade y a Philip Marlow del encanto de sus flaquezas, sobre todo el encanto de la flaqueza del tabaco, que en algunas de aquellas películas del cine negro ocupaba en la pantalla más espacio que las flores, la ducha y las sales de baño. A los gobernantes se les ha metido en la cabeza privarnos del derecho al error y de la tentación de los vicios, que fueron siempre el recurso de lo pobres y de los parias para olvidar su ignominia envolviéndola en humo o metiéndola en alcohol. Por lo visto se trata de que vivamos más tiempo y con mejor salud, por nuestro propio bien, dicen, pero sobre todo porque un hombre saludable sale más barato que un hombre enfermo. Es tradicional que los políticos traten de demostrar su autoridad imponiendo decisiones a menudo impopulares, como la decisión de abaratar la vida no precisamente bajando los precios de las cosas, sino suprimiendo los placeres, cuando no las cosas mismas. Hitler sintió siempre el delirio de una raza superior y saludable a la que se llegaría mediante una selección genética, que es algo que por ahora no se les ocurre a nuestros políticos, satisfechos momentáneamente con la posibilidad de crear una raza de la salud a la que en vez de llegarse por el análisis de sangre, se llega por la depuración del aire, aunque el día menos pensado surgirá alguien que proponga la prohibición de las caries, con lo cual habremos alcanzado esa saludable jovialidad de los jesuitas, que sonríen todos del mismo modo, con la misma profiláctica blancura, con esa sonrisa colectiva que es como si compartiesen la dentadura postiza. Antes quien se metía en la depuración del hombre eran los curas, que te andaban en la conciencia y en el alma, te reprochaban los vicios pero en vez de una multa te ponían una de aquellas penitencias que de niños recitábamos alegremente de corrido como si fuesen la pedrea de la Lotería de Navidad. El riesgo de ir al infierno era menos inquietante que la posibilidad de acabar en la cárcel, que es lo que te espera ahora si no pagas una de esas millonarias multas con las que se va a castigar la odiosa infracción del fumador, ese tipo perverso, insalubre y criminal, gente como yo, todos cuantos nos preguntamos si en caso de guerra nuestros muchachos podrán llevarse el tabaco en el petate o va a resultar que también el frente de batalla es un centro de trabajo en el que los únicos vicios permitidos sean el gas mostaza y la conversión de los vómitos en paté de cerdo. ..
Habremos de andarnos con cuidado, no sea que enfermemos de cosas que están mal vistas por esta asfixiante modalidad de Poder farmacéutico y policial. El día menos pensado se cuela en nuestras casas el inspector de vicios y nos decide las tentaciones y la dieta. Después comprobarán si caminamos cada día lo que conviene caminar para ser un tipo agotado pero sano. A continuación nos escogerán el pijama con el que habremos de ir puntualmente a cama. Y cuando queramos darnos cuenta, muchacho, esos viciosos de la salud nos habrán escogido también los sueños. Estamos perdidos, amigo mío. Al paso que vamos, sólo nos podremos morir por prescripción facultativa. Cuando parecía que ya todo estaba descubierto, ahora resulta que acabamos de inventar el cadáver sano, con lo cual la gente en vez de morirse de cáncer de pulmón, se morirá rebosante de salud. Dentro de un par de siglos, incluso el Holocausto será recordado como un lejano problema de humos...

miércoles, 19 de febrero de 2014

El entrecot - José Luis Alvite

El entrecot  - José Luis Alvite 

Por motivos de trabajo, por un estúpido compromiso social o por un simple capricho femenino, he cenado centenares de veces en restaurantes y por más vueltas que le doy, lo cierto es que en raras ocasiones me sentí a gusto. Si me apetece el menú, me disgusta la música, y cuando la música se adapta a mis expectativas, encuentro demasiado caluroso el ambiente, o tengo la impresión de que el camarero me mira con ese inconfundible celo profesional que ponen los camareros cuando te parece que por un inexplicable error se les mete en la cabeza que tienes una factura pendiente en el local. También me descolocan esos entrantes sofisticados y cremosos que suelen acompañar la presentación de la carta y que nunca sabes si son para untar en el pan o se trata de un adorno vistoso e inútil, algo que más vale no tocar por si suena un timbre. Después se presenta el camarero para tomar la comanda y se inclina discretamente para escuchar las instrucciones, aunque por su modo de acercar su cara a la tuya parezca que intenta coquetear. Fuera de carta te sugiere unas cuantas cosas que sólo te atreverías a comer con un diccionario en la mano. Mi alternativa es la de siempre. Algo seguro, una cosa conocida, igual que pedir una aspirina en una farmacia: "Le agradezco la sugerencia, pero me tomaré un entrecot". Me acompaña una mujer delgada, así que el camarero cree anticiparse con la inteligente solución para su aire místico: "¿La señorita prefiere un lenguado a la plancha? ¿Tal vez una lubina a la espalda?"... Y todavía le queda una oportunidad para mejorar el arqueo de caja: "Tenemos unos camarones de la ría, no muy grandes, pero recién traídos del mar... son auténtico cristal"..."Se lo agradezco, pero ella se tomará esa lubina a la espalda y a mí me trae usted el clásico entrecot". El camarero se retira con un rictus de educada rutina, llevándose aquello tan sofisticado y tan cremoso. A mí que los camareros se contraríen no me gusta nada. Me siento obligado a aumentar el pedido hasta que resplandezca la sonrisa en su rostro, pero eso sería una estupidez comparable a la soberana estupidez de pedir en la gasolinera más combustible del que cabe en el depósito del coche. Entonces vuelve el camarero. "Perdone el caballero, ¿el entrecot, al gusto, muy hecho, ...menos hecho?"..."Que no sangre; sobre todo, que no sangre". ¿Será eso suficiente para que acierte con el punto del entrecot? ¿Habría sido preferible darle más detalles? No me gusta la carne pasada de plancha pero en un restaurante suele ser muy arriesgado pedir un entrecot poco hecho. "Que no sangre" es una indicación intermedia que no deja las cosas del todo claras. Puede no sangrar y estar casi crudo y puede no sangrar y estar curado como una maleta. En los restaurantes tendrían que disponer de un vampiro para ayudarte en el dichoso punto de la carne. Yo este asunto del entrecot cometo siempre el educado error de dejarlo al criterio del camarero, que por lo general resuelve el dilema con un entrecot que no sólo sangra, sino que mismo parece que esté pidiendo a gritos un torniquete y la presencia del sacerdote. Entonces dudo si requerir al camarero para que lo devuelva a la cocina para un segundo pase. A mi acompañante no le parece en absoluto una buena idea. Las mujeres raras veces se quejan en los restaurantes. Creen que no es elegante rechazar algo o cambiar de idea. "No seas ridículo. El entrecot es así como se toma, con un poco de sangre". "De acuerdo, nena, pero es que este entrecot no sólo está crudo, sino que en cualquier momento se nos mete en la conversación". El camarero observa a lo lejos nuestro debate y se busca la excusa de servir agua para intentar una mediación. "¿Lo encuentra de su gusto? ¿Prefiere tal vez que le demos otra vueltecita?". Mi idea es aceptar la sugerencia: "Es evidente. Este entrecot sangra demasiado, caballero. Casi podría habérmelo traído usted con un gotero en una ambulancia?"... Naturalmente, me contengo. Mi respuesta es la de siempre, una estúpida mezcla de elegancia y cobardía: "No, que va, ¡por Dios!, está en su punto, exactamente como a mí me gusta el entrecot, hecho con naturalidad, sin exceso de plancha, porque el entrecot lo que tiene es que si lo pasas demasiado, se pone seco, duro y curtido, y entonces, ¡que demonios!, entonces, en vez de un entrecot, parece un ciclista".....

Al final de la cena invariablemente procede pedir la cuenta. Y aquí es donde el camarero prescinde de la adorable esgrima de sus modales, renuncia a su estudiada gentileza y se ciñe escrupulosamente a lo que diga la caja registradora, sin un ápice de compasión, a sangre fría, como si al solicitar la factura le hubieses faltado al respeto. Sería la primera vez que al pedir la cuenta, el camarero me pregunte si la factura, como el entrecot, la quiero poco hecha...

Periodismo - José Luis Alvite

Periodismo - José Luis Alvite


Para un tipo como yo el día empieza nada más anochecer. Es entonces cuando se abren las flores de la morgue. Me dijo de madrugada una fulana: "De día te enamoras, pero de noche, amigo, de noche aprendes posturas". Cuando yo empezaba en esto quise citar a un matón para una entrevista. Le propuse a la seis de la tarde. Entonces aquel tipo me miró un segundo y me dijo: "Joder amigo, a la seis de la tarde me partes la mañana". A veces es noche a media mañana. Hay tipos muy ricos para los que es noche desde la infancia. Lo sé por el hijo de un importante editor de prensa. Fue él quien me dijo no hace mucho: "Desde mi infancia recuerdo que mi padre sólo me abrazó una vez. Es el peor recuerdo de mi niñez. Mi padre salía de viaje y me abrazó con una maleta en cada mano". El periodismo es algo que incluso puede ser hermoso. Dicen que es muy sacrificado, duro, competitivo y mal pagado. Es probable. Pero es más duro ser niño en Somalia. Además, ahora el periodismo se ha convertido en un trabajo como de gestoría. En las redacciones de los periódicos ya no se juega al póker ni se prende un cigarrillo con la colilla del otro. Ya casi nadie fuma en los periódicos. A veces me quedo mirando a los compañeros de la redacción y creo que resulta más apasionante, más sórdido y más vivo el ambiente en cualquier servicio de diálisis. ¿Dios santo! Muchos de mis compañeros han cogido el vicio de no fumar. Tampoco hay periodistas de madrugada en las calles. Se vive de la nota oficial de la policía, del parte médico o de lo que te contó el peluquero, que es el último periodista de verdad. No animo a nadie a ser periodista. La gente es libre de elegir sus propios vicios y sus fracasos. En realidad el periodismo no es lo que era. Se ha llenado de hipocresía y vanidad. Ya no es como yo lo entendí. Pienso a menudo sobre ello y llego siempre a la conclusión de que el periodismo ha dejado de ser la disculpa más hermosa para volver tarde a casa.

martes, 18 de febrero de 2014

Fuego transeúnte - José Luis Alvite

Fuego transeúnte - José Luis Alvite
Todo este tiempo de ausencia lo he dedicado a pensar sobre mi vida y he llegado a la conclusión de que mi existencia solo ha sido hasta ahora una sucesión de odiosas facturas, documentos que caducan y desesperantes rutinas en las que incluso estaban siempre en su sitio el viento, el desorden y el olvido. Descartado que cambie de sexo, mi alternativa pasa por echarme a la carretera, cambiar de isobara en el mapa y abrir la ventana donde aun tenga alguna esperanza de que al menos sea distinto el aburrimiento. Tenía que haber tomado esa determinación hace años, cuando aun mis pies tenían hambre de camino, pero entonces se me metió en la cabeza que de aquel andén en Compostela solo salían trenes cuyo destino era aburrirse en el paisaje antes de perder fuelle y retroceder. El octogenario León Tolstoi se largó de casa en medio del crudo invierno porque estaba aburrido de que por culpa de la rutina no hubiese un solo abedul que tuviese de vez en cuando la sombra de un roble. Como por el almanaque era más viejo que por sus sueños, el pobre Tolstoi no fue muy lejos. Se sintió indispuesto en la estación de Astapovo y murió al poco tiempo. Por desgracia para el formidable escritor ruso, el tren fue más lejos que él. La libertad le costó la vida, como a un pájaro al que el peso de sus alas sin garra lo arrastrasen sin remedio a estrellarse contra el suelo. Ochenta años son muchos años para que un hombre se permita a deshora la rebeldía a la que por idiota renunció de joven. Hay cosas que conviene hacerlas antes, a tiempo de que tu proeza existencial no acabe en la página de las esquelas por culpa de que te haya parado los pies el frío. Yo aun estoy a tiempo de procurarme una vida distinta en un lugar diferente, en cualquier arruga del mapa en el que me esperen otras razas, banderas distintas y enfermedades nuevas. Además de a compaginar en el retrete el pensamiento y la orina, aprendí muchas cosas en el periodismo. Una de ellas, que todo va tan deprisa, maldita sea, que llega un momento de la vida de un hombre en el que todo lo que cree que sucede hoy en realidad ya fue noticia en el periódico de ayer, como un pescador que atrapase un poco más abajo en la corriente el cadáver de la trucha que había evitado su sedal doscientos pasos río arriba. ¡Que envidia he tenido siempre de los viejos aventureros! Eran gente templada y temeraria a la vez y vivieron en un mundo casi a estrenar en el que había demasiada tierra para tan pocos muertos y todo resultaba tan novedoso que casi era la primera vez que a la hoguera le ocurría el humo y acaso nunca había llegado el polvo al suelo. Estuvieron en sitios frondosos y sin nombre en los que antes solo había estado de paso el fuego invidente y transeúnte, en desiertos que ellos atravesaron llevando en la mano el temblor novicio de la incertidumbre, y en bandolera, una cantimplora cargada con sudor. ¿Y qué he hecho yo? Apenas nada. Muchos sueños, una muda cada día y pocas cosas que me duela olvidar. He tenido un par de graves depresiones que casi me convencieron de que al portal de casa es mejor llegar saliendo por la fachada y varios miles de madrugadas en las que llegué a la conclusión de que por muchas vueltas que le demos, la vida vale la pena sobre todo si caes en la cuenta de que las cosas materiales tienen un valor relativo y admites, amigo mío, que para descansar tranquilo lo que cuenta no es la cama en la que duermes, sino la conciencia con la que te acuestas. jose.luis.alvite@telefonica.net

La bandera del Waldorf - José Luis Alvite

La bandera del Waldorf - José Luis Alvite

Eran las diez de la noche y a ella la esperaba un vuelo en Lavacolla a primera hora de la mañana para devolverla a una ciudad al otro lado de la doblez más lejana del mapa. Recuerdo que pasé a recogerla en la puerta del aeropuerto y que deslicé su equipaje en el maletero del coche. Por como caía de acostado el sol a aquella hora creo que fue por estas fechas. Era tarde para tomar café y demasiado temprano para cenar, así que sintonicé música en el coche y busqué la primera salida de la ciudad hacia la costa. “Si hemos de cenar fuera, preferiría pasar primero por el hotel para cambiarme de ropa”, dijo poco convencida, sin duda informada de que no todos sus planes entrarían necesariamente en los míos. Nunca entendí que después de volar hora y media en un avión limpio como una farmacia las mujeres se sientan tan sucias como si hubiesen llegado a su destino encaramadas en un tractor.
Media hora más tarde rodábamos por la costa con una lentitud desusada para mí, como si transportase para la mafia una carga de nitroglicerina que pudiese explotar con cualquier acelerón o en un giro brusco al mamar el pómulo de cualquier curva. Me gustó que el sol de poniente velase mi rostro con la sombra perfumada del suyo. El tiempo se nos fue echando encima mientras yo conducía pensando en ella, sin fijarme en la carretera, orientado apenas por el astigmatismo del arcén mordido por la hierba, con la misma precisión con la que en la espalda de una mujer se arrastra el tirador a lo largo de la cremallera de su vestido. Hablamos de cine, de paisajes, de pintura, de literatura... Pero si he de ser sincero, yo lo que mejor recuerdo son las cosas que creo que jamás le dije, unidas a las respuestas que ella no tuvo ocasión de dar. De vez en cuando recobraba el sonido real y su voz rogándome que retrocediese en el camino hasta su hotel porque necesitaba cambiarse para la cena. Pero perdí contacto con su ruego y seguí rodando como si lo hiciese por una carretera asfaltada con la pantalla de un cine a punto de echar el cierre. No sé si se lo dije, pero yo recuerdo que le sugerí que se olvidase de su idea de volver a la ciudad. “¿Ves aquel puente punteado en sus pasamanos por una luz que parecen las anginas de la lumbre? Al otro lado está la isla, y en la isla, el Gran Hotel con sus paredes merengadas y los toldos amarillos. Estamos algo lejos de la ciudad para volver y sería un desperdicio salir de aquí. No sé muy bien qué me espera a tu lado, pero todo el tiempo del viaje he venido pensando que tú eres lo más cerca que estoy del lugar al que siempre quise ir”. Seguramente no dije nada semejante o ella no supo que se lo decía porque viajábamos en sueños distintos. El caso es que me pidió que le trajese su equipaje del maletero del coche y se pasó con él al asiento de atrás. Acabábamos de cruzar el puente con su compota de luz y dejamos atrás la caseta de vigilancia de la isla. Me dijo que se cambiaría de ropa allí mismo. Arrimé el coche al arcén, lo bastante cerca de una farola para que ella supiese lo que hacía y lo bastante lejos para que la penumbra azul del coche pareciese un biombo. Al ver su torso desnudo en el retrovisor del coche me miré las manos con ese gesto instintivo con el que les mira los puños a los clientes la chica que vende los guantes. Me sinceré: “Estás tan radiante, amiga mía, que es evidente que la de esta noche es la primera vez que tengo la sensación de llevar en el asiento de atrás la cartelera robada de un cine”. Entonces reanudé la marcha con el coche casi parado, tan lento que podrían haberme adelantado las lucecitas de la ría reflejadas en el retrovisor. Ella se pintó los ojos como si repasase el ojal de su mirada con el lápiz de Gauguin y se dio luego carmín en los labios mientras yo conducía cuidando de que un bache no echase a perder en la dulce acupuntura de su pulso aquel portentoso autorretrato. No contaré hoy el final de aquella historia, no porque no haya sucedido, sino, ¡que demonios!, porque de momento será suficiente con que diga que se llamaba María, era hermosa como el resplandor huérfano de luz que precede a la epilepsia y seguramente era por ella por quien preguntaban aquella noche los neoyorquinos al echar de menos la bandera más vistosa en el vestíbulo del Waldorf. 
jose.luis.alvite@telefonica.net

lunes, 17 de febrero de 2014

La agonía de las ideas - José Luis Alvite

La agonía de las ideas - José Luis Alvite
Acepto que alguien haga apología de las redes sociales en internet para que me vuelva adepto. Yo mismo soy miembro de alguna y tengo motivos para sentirme satisfecho de los resultados de mi afiliación. Lo que no entiendo es que la realidad virtual haya unido a gente en la distancia al precio de separarla de quienes estaban cerca. Es frecuente que una pareja de novios cene en un restaurante y guarden silencio entre ellos mientras cada uno teclea mensajes en su móvil.¿Será que no soportan la evidencia  matemática de que una pareja sólo son dos? ¿O que las nuevas tecnologías para lo que sirven es para proyectarnos hacia el cosmos infinito de las dichosas redes sociales y aislarnos al mismo tiempo de lo inmediato? Me incorporé hace poco a Twitter y mi actividad se ha reducido prácticamente a cero porque me cuesta entender que alguien pueda expresar una idea medianamente inteligente redactándola en un puñado de caracteres, algo que a mi solo me parece concebible que lo haga paciente falto de aliento durante el trance de su agonía. ¿Estaremos reduciendo la gramática a la simpleza elemental de la publicidad? ¿Alguien en su sano juicio puede creer que la expresividad del lenguaje sale ganando a medida que la redacción de un texto se aproxima en su laconismo a la dimensión microgramatical del silencio? A lo mejor con esa economía del leguaje lo que se pretende es que su difusión sin razonamiento sea el sepulcro de las ideas.  Mucho me temo que la reducción de la sintaxis a su estricta dimensión de urgencia  va a suponer en el futuro el exterminio de los conceptos. Y sospecho que si continuamos por ese camino, llegará el día en el que iremos al otorrino preocupados por haber sentido en la garganta algo inquietante y arqueológico, que podría ser la voz, esa cosa que ahora muchos sólo la consideran necesaria para no expectorar en silencio.

Tensa literatura de saque y volea - José Luis Alvite

Tensa literatura de saque y volea - José Luis Alvite

Hay sin duda una cierta relación entre el paisaje y la hondura emocional y literaria. No es lo mismo describir un bosque gallego que un páramo castellano, una cala mallorquina o una ensenada montañesa. Cada paisaje tiene su emoción, y cada emoción, su herramienta. El peso sicológico del paisaje es algo más que un discutido recurso romántico, aunque sus efectos sobre el carácter del hombre hayan retrocedido a medida que hemos urbanizado la literatura suprimiéndole la vegetación y la enagua. El drama rural ha dado paso al drama urbano, los taxis desbancaron a las carretas y el sitio de los bueyes lo ocupan ahora los matones de los clubes nocturnos. Comparado con las nuevas tendencias literarias, Azorín sería apenas un simple cartero rural con cierta sabiduría semántica. En consecuencia, el vocabulario narrativo es otro y otros son también los ingredientes con los que se construyen la emoción y la trama. A la velocidad a la que se consuma el tiempo literario y sus renovaciones constantes, incluso el tranvía se ha convertido en un apero de labranza. Parece que a la literatura le sobra el paisaje como a "La Regenta" le sobran el cura y la ropa. Frases cortas y deslumbrantes. La literatura se ha contagiado del tenis. Saque y volea, juego rápido, ni una tregua para recuperar el resuello y secarle el sudor a la raqueta. Al suprimirse el paisaje, la literatura pierde su barroca carga de lenguaje botánico y superfluo. La prosa se vuelve concisa y expresiva. El alma narrativa ya no está en el ambiente sino en el lenguaje. Es como si en los relampagueantes diálogos de la modernidad expresiva, la saliva amenazase con secarte la boca. Azorín era minucioso y rayaba en el telégrafo, pero a sus frases les faltaba el ácido de la pegada. La narrativa norteamericana nos trajo un estilo perentorio y angustioso hecho de frases lacónicas que parecen pensadas para ser leídas por alguien con enfisema pulmonar. En el abreviado lenguaje de la novela moderna, un disparo en el vientre se considera comida rápida. En cualquier texto actual, el vocabulario es al menos un sesenta por ciento mas pobre que hace solo cincuenta años. Se pretende una prosa visual basada en los sobrios recursos del eslogan y del mensaje publicitario. Se trata sin duda del fiel reflejo de la vida frenética que nos empuja a un lado y a otro sin darnos tiempo a reflexionar sobre nuestro destino en el mundo. Ya hay apresuradas y obsesivas novelas que parecen escritas en un taxi para ser leídas en cuclillas en la cola perpleja del siquiatra. Me gusta la prosa concisa y a la vez deslumbrante, como la de esos tipos capaces de describir la tensa belleza carnal y simbólica de una mujer apenas vestida con una frase y el astracán de un latigazo.

Mi Autobiografía - José Luis Alvite - (Diario 16)

Mi Autobiografía - José Luis Alvite - (Diario 16)

Ahora va en serio. Todo eso del "Savoy" fue sólo una terapia. En realidad nunca estuve en Nueva York y Lorraine Webster fue sólo un sueño. No tengo 65 años biológicos pero soy un tipo por el que la vida no pasó desde luego de puntillas .He sobrevivido a cuatro paquetes de tabaco diarios durante más de treinta años y para mí todo lo que me ocurre desde hace algún tiempo es una prórroga antes de acabar mi vida en los penaltis .Soy escéptico , inestable y soñador .Tuve la crisis de los cuarenta a los nueve años .Fui tan delgado que las amigas de mi madre no sabían si darme un beso o una limosna .También tenía un porte elegante , calmoso y subliminal y una piel tan fina y suave que no podía apuntar nada en ella sin riesgo de me pasase a la sangre. Mi aspecto entonces era frágil , tan quebradizo que al cura de la parroquia siempre le pareció que tendría que darme la comunión con un pulverizador. Jugué al fútbol de interior de enlace en el equipo del instituto pero en las fotos parezco el triste capellán de Alcatraz. Mi vida está llena de errores , de bajezas , de culpas y de insomnio. A veces pienso que lo mejor que me ocurrió fue el acné juvenil pero supongo que exagero. Me casé dos veces y nunca fui un buen marido ni un padre del que presumir. Lo único sano que pude transmitir a los míos es mi apellido, aunque comprendo que mi primera mujer no lea esto sin sentir un asco razonable. Tuve que abandonar nuestro hogar el día que mi hija Eva celebró la primera comunión. Lo hice fingiendo un aplomo que sólo era una mezcla de cansancio , soledad e incertidumbre. Era tarde y sólo tenía una bolsa del supermercado con un par de mudas y dos zapatos de goma desiguales. Los primeros días de aquella terrible posteridad los pase en las cafeterías para sentir cerca a alguien que hablase de cosas corrientes e imaginar que me hubiesen aceptado en la tertulia , incluso sin vacunarse, si por un instante se me pasase por la cabeza la tentación de arrastrarme hasta su mesa con mi cafelito en las manos y una náusea a duras penas sujeta por el fino hilo de mi fracasada sonrisa de cura recién masturbado. Era verano y no olvidaré la desoladora sensación de ser el único tipo que paseaba por la orilla del mar con zapatos de goma de distintos pares y un traje gris en el que la mierda se había puesto tan dura que me dolían las ingles al cruzar las piernas como si hubiese atrapado en ellas una hoja de bacalao. Mi pobre hija tenía ocho años y no me despedí de ella porque tenía un nudo en la garganta y la razonable sospecha de que no se emocionaria por mí. No había sido un padre corriente , uno de esos padres que ayudan a con los deberes del colegio y siempre parecen los padres más altos , más guapos y más interesantes del mundo , aunque sean grises y rudimentarios y huelan a especies para callos. Cuando quise cogerla en brazos por primera vez , mi hija estudiaba segundo de Filología Inglesa y pensé que lo primero que se le ocurría sería denunciarme por acoso sexual.Mis hijos son la única parte de mi cuerpo que no se merece la silla eléctrica. Estoy en "Diario 16" porque el "Grupo Voz " sabe que soy un buen tipo , un tipo sin doblez , alguien que partiría con cualquiera su último cigarrillo.Dice mi madre que que cada vez me abraza tiene la sensación de haberse tropezado con alguien al que la espalda le tapa el rostro. Es verdad que resulto serio y que mirándome a los ojos , nadie diría que tengo ilusión por algo . Pero se equivocan.Mi madre sabe que lloro a solas y que mi terrible vida sin ataduras es la única manera que conozco de dar vueltas en cama sin meterme en ella. Les agradezco que me lean. No soy un buen ejemplo para mis hijos porque no me conocen bien. Pero les juro que si no fuese un tipo tan reservado , incluso ellos considerarían exagerada la tentación de tratarme de usted .Créanme : sólo soy un buen tipo al que la vida le enseñó a gritar con la boca cerrada. 

Duda existencial - José Luis Alvite

Duda existencial - José Luis Alvite
He entrado en un nuevo año con la sensación de que el resto de mi vida no ha sido hasta ahora más que una intensa acumulación de emociones que no me han sido en absoluto tan útiles como había imaginado. No se puede decir que me hayan faltado situaciones complicadas y acontecimientos determinantes, pero no sería sincero si no reconociese que a la postre no ha habido en mi existencia una sola aventura que no condujese al más desesperante desencanto, ni un manjar que no se transformase con el tiempo en un mal sabor de boca. Supongo que esa serena sensación de dulce fracaso no se corresponde con lo que había previsto y que me enfrento a un momento de apática claudicación, al imponderable de ese extraño remordimiento que te invade cuando eres consciente de que ni siquiera tus errores han valido demasiado la pena. En estos dos últimos años me he sentido atenazado por la idea de que ni una sola de mis nuevas virtudes justifica haber renunciado a cualquiera de los vicios a los que tendrían que sustituir. Es como haber descubierto que hay ocasiones en las que las cosas son más hermosas si no te dejas llevar por la tentación de limpiar el polvo que las cubre, del mismo modo que el encuentro a deshora con una mujer lasciva es más inolvidable si esa noche le apestaban a bacalao las ingles. Temo que esta inesperada decencia de última hora no sea sino el inequívoco síntoma de la inminente vejez, el aviso de que mi conciencia sólo me va a permitir de ahora en adelante las cosas que sean capaces de aguantar mis piernas. ¿Será acaso la decencia una simple enfermedad? ¿Algo que sólo se contrae a partir del dramático instante en el que la libido se mezcla en tu cabeza con el asco? El caso es que me asusta que en mi vida haya irrumpido la decencia, no sólo porque destruye el respeto que tenía por mi vida anterior, sino porque, sinceramente, juraría que era más feliz cuando llevaba la vida de un desgraciado, hace sólo unos pocos años, en aquella etapa de mi existencia en la que sólo tenía fe en la gente que me inspiraba desconfianza y cada vez que pensaba en Cristo no lo imaginada vencido por el dolor de la crucifixión, sino por la decepción de que Dios no le permitiese desclavar del puto madero la mano apócrifa de la masturbación.

Ojos en unas piernas de mujer - José Luis Alvite - (Diario 16)

Ojos en unas piernas de mujer - José Luis Alvite - (Diario 16)

El sexo no vale la pena, muchacho, si al terminar en la cama sólo te preocupa buscar un sitio en el que escupir los pelos. Lo de Mónica Lewinsky con Clinton no fue exactamente un prodigio sexual, sino una degustacion, un arrebato , simple gula .Probablemente la consecuencia más placentera obtenida por la becaria de la Casa Blanca haya sido la especulación editorial .A Bill le salvó que su esposa es un ser objetivo y profesional que sabe que entre el presidente y la becaria lo único que hubo fueron unos pocos bocados a hurtadillas y que el asunto careció de alicientes emocionales .Bill tenía que soltar presión y se limitó a sustituir el squash por unas cuantas felaciones.No se trato' de una relación mental sino de un problema de cañerías. De una sexualidad así a menudo lo único que queda son unas cuantas manchas , un pasajero escozor y un problema de conciencia cuya superación no necesita un sacerdote sino un bar. Hay una vida sexual superior que excede de lo puramente carnal y compromete nuestros sentimientos. Unas cuantas personas tienen acceso a esa exquisita sexualidad en la que además del cuerpo intervienen la música, el lenguaje, la pintura, una sexualidad en la que el placer se obtiene al margen de la hidráulica.  Conocí mujeres en quienes surtia más efecto un poema de Lorca que dos martinis bien secos.No se trata de casos aislados .La mujer es especialmente receptiva a los mensajes sensibles, a las emociones superiores , al arte , lo cual explica que sea sobre todo femenino el público de películas como "Carrington" y mayoritariamente masculino el patio de butacas cuando lo que se ofrece es "Rambo".Ellas reaccionan a la poesía , al paisaje, a la luz, a la melodía; Los hombres son más proclives a la excitacion del carro de combate y del fusil de asalto.La mayoría de las mujeres que conozco se conmueven con la voz de Antonio Gala ; sus parejas , con las declaraciones de Manglano.Entre Dora Carrigton y José. Luis Corcuera hay la misma distancia que entre un abanico y un Cetme. Cada día creo menos en las zonas erogenas de las mujeres .No sucumben por frotacion , como dijeron nuestros padres .La estimulación por rozamiento queda para nosotros , simples bestias cuya sexualidad obedece a los mismos impulsos calóricos que la soldadura autógena .Donde más efecto le hacen a la mujer las manos de un hombre es en el teclado de un piano.A menudo se paralizan si les pones la mano encima antes de tiempo. Lo que esperan de ti es que tus labios les den una buena excusa para dejarse llevar. Y una buena excusa puede ser un nocturno de Chopin, algo de Lorca o simplemente , ese patético rostro de Van Gogh en el que mismo parece que acabase de mear Dios. En no pocos casos , con eso es suficiente. Ni siquiera te necesitan .Puede ocurrir incluso que sólo esperen que sigas a su lado para ayudarles a buscar las medias, sólo para eso.Ellas lo hacen todo.Son completas .Alcanzan la plenitud por sí mismas , recordando un texto , reconstruyendo en la cama con su tacto las facciones de un busto o, sencillamente , creyendo que el idiota hay a su lado sería capaz de estarse quieto mientras ella revienta por dentro y cruza las piernas para atrapar entre ellas el hermoso dolor de vientre que se les pone cada vez que sintieron la inenarrable sensación de estar a punto de orinar los obstétricos ojos homosexuales de Oscar Wilde.

domingo, 16 de febrero de 2014

Mujer al óleo - José Luis Alvite

Mujer al óleo - José Luis Alvite
A veces cuando me vence de madrugada el cansancio y ya solo hago planes para no reaccionar, me quedo mirando sin ahínco el rostro a deshora de una mujer y desando con la imaginación sus rasgos hasta dar con la decantación del retrato impresionista del que podría haberse derivado la imagen en la que me entretengo. Entonces se reproduce el resplandor del óleo en la luz que divaga casi a tientas por la pista del Corzo, y aunque el ambiente está desierto, puedo ver suspendidas en la pérgola del humo de mis cigarrillos las figuras que pintó Renoir en "El almuerzo de los remeros", uno de esos cuadros cuyos trazos a mi siempre me parece que pertenecen a un tiempo dulce y venial en el que el calor estaba de paso en el fuego y no había un solo lunes que no cayese en domingo. En una ocasión me ensimismé mirando el rostro de mi amiga Rocío González, que es una meridional mujer de yodo, y la imaginé paseando al óleo con los pies desnudos por la sémola amarilla de una playa, arbolando en azul la espuma con la vela de su paseo, como una infusión de luz desleída en medio palmo de agua, mientras la marea se anudaba en un lento oleaje amarillo con delicada resaca de blonda azul. Ella estaba entretenida en algún pensamiento y yo no le dije nada porque pensé que podría estorbarla y también porque no quería perderme lo que estaba ocurriendo en el interior mi cabeza. ¡Cuanto me habría gustado retratarla en su elegante descuido! ¡Que envidia sentí al evocar las manos lúcidas, coloristas y narrativas de Renoir, de Edgar Degas, de Claude Monet, de Sislley, de Van Gogh?! Pero recuerdo las pinceladas de su rostro aterido por una ausencia a medio camino entre el cansancio y la incertidumbre, plisado por el reflejo de una persiana que deletreaba en el confín de la tarde la fruta deshuesada de su mirada y la luz de la calle; y su belleza impresionista diferida en el tiempo; y aquella sonrisa en la que no sabría si cavilaba la esperanza, remitía la ilusión o aguardaba agazapada, como un anzuelo de sirope, la firma dócil, remota y acostada de Auguste Renoir. Durante la presentación de "Humo en la recámara" me preguntó por qué la miraba como sin fijarme en ella. Yo estaba algo confuso y si no recuerdo mal, no le dije lo que sin embargo creo que le confesé: "Ahora sé en qué pensaban los pintores impresionistas descreídos cuando contemplaban a sus modelos. Hay quien dice que aquellos tipos a las mujeres les soltaban con sus trazos las ataduras emocionales y hacían que con la pintura se les desenlazase en su rostro el bramante amarillo del alma, como si destejiesen con una lezna la paja de su sombrero. Puede que eso fuese cierto, pero, ¿sabes?, yo he mirado con calma tu cara y creo que lo que asoma al rostro de algunas mujeres no es la luz concreta y minuciosa de lo que piensa, ni la piel de sus sueños, Rocío, sino el remoto resplandor boreal en el que resulta la fisonomía femenina cuando la realidad corre por su rostro y lo deja sereno como si acabase de sofocar el calor llevándose con las manos al rostro dos palmadas de agua azucarada, oleosa y taciturna". Ella siguió a lo suyo en silencio, con la sonrisa encallada y la mirada entornada en elegantes cuclillas. Y yo tampoco le dije entonces lo que ahora sin embargo recuerdo haberle dicho: "Me gustaría tener en mis manos de escribir el tacto cansado del Renoir escéptico y tardío. Porque lo que veo en ti no es solo un rostro agraciado y ameno, amiga mía, sino los rasgos casi hablados de una mujer que en los pinceles del pintor vería pasar la vida desovada en sus ojos, con las manos diezmadas por el peso anátida de un abanico, con un sorbo de luz en la sonrisa y el rostro hermoso, cansado y descalzo".

Campo con cometas - José Luis Alvite

 Campo con cometas - José Luis Alvite

Todavía se conservan intactos frente a la casa en la que nací los prados verdes con vetas arboladas a los que iba de niño a volar la cometa. Lo hacía con los otros niños al llegar la primavera, en días como estos, en un tiempo en el que en el río Sar el agua tenía la fonética parvularia del vidrio, los gorriones volaban subidos en las palomas y en la sabiduría popular aun no había cuajado la mitad de los refranes. El vuelo deficiente de la cometa fue mi primer disgusto existencial, el comienzo de una larga sucesión de fracasos que con el tiempo desembocaron sin remedio en el tipo escéptico que soy ahora.
Alguien me había dicho que si lograba que mi cometa subiese más alto que las de los otros niños, al recogerla con la caída de la tarde me encontraría estampado en sus colores el autógrafo antibiótico de Dios. Fue un horrible fracaso a medio camino entre la teología y la aeronáutica. La tarde se prestaba, pero mi cometa era la única que el viento devolvía todo el rato al suelo, así que recogí los trastos, regresé muy triste a casa y mientras me vencía el sueño decidí que mi próxima cometa la haría con la página de las esquelas del periódico y la echaría a volar en el aire póstumo, flaco y estricto de la soledad del cementerio.
Al llegar Difuntos pretendí llevar a cabo mis planes, pero desistí al ver todos aquellos sepulcros llenos de ángeles, de lucernarios y de flores, como un camping en el que los clientes aguardasen el paso del carrito de los helados, echados sin prisa en sus tumbonas. No habría estado bien perturbar con mi cometa obituaria la paz penitencial y geométrica de aquel lugar tan cartesiano, en el que a mí me parecía que los difuntos estaban acostados sosteniendo sobre el crustáceo de sus pechos el torso exhausto de sus cometas de mármol, como póstumos paracaidistas del subsuelo, conteniendo estupefactos su reseco aliento de leña, ateridos de lívida y encerada seriedad cinéfila, acaso expectantes por si en cualquier momento los fuese a recorrer por dentro, como una luciérnaga, el tibio prurito de la luz rutinaria y serosa del acomodador del cementerio.
Regresé a casa derrotado por las circunstancias, vencido por la desesperanza, consciente de que mi única opción sería echar a volar la cometa en el agua transeúnte del río y esperar a que el texto de las esquelas acabase estampado en el lomo colegiado y apócrifo de las truchas. Por la noche me senté desnudo en el borde de la cama, deshice la cometa, la arrugué en una pelota de papel y la dejé sobre la alfombra. Al despertar por la mañana vi un texto de hormigas que iban y venían a la pelota de papel. Deshice la pelota y planché con una mano sobre el suelo la hoja del periódico. Estaba en blanco, sin rastro de las esquelas. Y armé de nuevo mi cometa con aquella misma página y me fui con ella al campo frente a la casa en la que nací. Soplaba una brisa suave. Las cometas de los niños parecían impresionistas flores de amianto volando sobre un prado de hule verde guateado con nubes azules y amarillas que se iban hacia el río Sar esquilándose como ovejas al óleo en las viñetas de los árboles. Inesperadamente aumentó el viento y se llevó lejos de mi alcance la cometa. De todo aquello quedó apenas en mi mano el puñado de hormigas necrológicas y editoriales con el que firmo –con estupor, amargura y nostalgia– el final sin brisa de una columna en la que atardece para siempre el escabeche de aquel cielo con cometas del que quedan apenas el alias de la luz, el miriñaque de la brisa, el guiñol del aire… (A mi sobrino Nacho)

Noche con gabardina - José Luis Alvite

Noche con gabardina - José Luis Alvite

Apoyado en la barra del bar, un tipo bien trajeado tomaba notas de madrugada en un cuaderno. «Un día perderé la memoria –me dijo– y con estas notas podré reconstruir mi pasado. Tengo docenas de cuadernos como éste, escritos todos por mí. Anoto cada cosa por pequeña que parezca, incluso lo que pierdo de hacer por culpa de escribir en el cuaderno. Anotaré que esta noche estuve hablando contigo, aunque no sepa quien eres». Al otro lado de la barra del bar bebía con calma un tipo abrigado con una gabardina tan sucia que parecía recién salvada del fuego con un manguerazo de lodo. Yo estaba en medio de los dos. Sin mirarme siquiera, el tipo de la gabardina sucia se dirigió a mi: «¡Bobadas! Ese tipo del cuaderno sólo dice bobadas. Arrastra su vida en un cuaderno como si fuese un puto contable. Seguro que se corta el pelo en la pastelería. Fíjate en mi gabardina. Mi gabardina no miente. Es mi memoria y mi conciencia. No hay en ella una sola mancha que no produzca placer o insomnio. Mi gabardina pudre el jabón, amigo. La llevaba puesta cuando rompí con mi chica y cuando maté a aquel tipo por el que discutimos. Hay más vida en esta jodida gabardina que en todos los cuadernos del puto contable». Le dio un trago a la copa y levantó la voz: «Eh, tú, el de las libretitas! Te diré algo: La autopsia de mi gabardina diría más de la vida de un hombre que todas esas mariconadas que anotas con tu jodida letra de sastre. Esta gabardina ladraría al plancharla. ¿Me escuchas, señor contable? ¿Cómo es que te has alejado tanto de la oficina, colega? Tienes una letra demasiado buena para haber llevado una vida interesante. La vida de verdad es ciega y escribe con manchas». «Tengamos la noche en paz», intervino el barman. «Tranquilo, patrón. No mancharía de fresa mi jodida gabardina».
No esperéis el final sorprendente de algo que no dio tanto de sí. A veces en el bar no ocurría por la noche nada interesante si es que no se atascaba un disco o alguien tiraba de la cisterna del retrete. El tipo bien trajeado siguió arrastrando la minuciosa bitácora de su vida con sus anotaciones en el cuaderno y el fulano de la gabardina sucia entró en esa calma reflexiva que sería sensatez si no fuese porque era cansancio. Escaleras arriba se escuchaba la lluvia deambulando descalza en la marquesina del bar. «Mi jornada se acaba aquí –dijo el tipo trajeado– así que cierro mi libreta y mañana será otro día. Se me olvidó anotar que a la lubina de mediodía le faltaba sal, pero lo apuntaré en casa. ¿Qué se debe?». «Nada, no se debe nada –respondió el tipo de la gabardina–. En el 80 maté a un tipo con un traje como ése y estoy en deuda con quienes se parezcan a él. Pagar tus antibióticas copas de contable tranquilizará a mi conciencia. No digas nada y arranca». El tipo de la libreta se largó con sus flácidas pisadas de baba y el barman dejó la cuenta al alcance del otro. «¿Hemos bebido 200 euros? No llevo tanto encima (rebuscó en los bolsillos). Sólo esto: dos monedas antiguas de Hungría, un palillo con sangre y la foto de mi chica de entonces. Supongo –miró al barman–... quiero suponer que tendrá el agradable gesto de no cobrar antes de que tenga yo el arranque furioso de no pagar –me miró–. ¿Qué opina el caballero?». «Yo devolvería esa foto al bolsillo. Una chica así es demasiado dinero». «Sí, lo es», apoyó el barman. Entonces el tipo se quitó la gabardina y la dejó desgarbada sobre la barra. «Cuídela, patrón. Y no la lleve a limpiar. Por 200 cochinos euros tiene usted un best-seller de 500 páginas. El pañuelo ensangrentado en el bolsillo sólo es el prólogo»...

Una historia con apetito en tres idiomas - José Luis Alvite

Una historia con apetito en tres idiomas  - José Luis Alvite

Por matar la curiosidad, cené en un restaurante mexicano. La carta no era muy variada. Lo distinto en cada plato era la cantidad de picante. Dos cucharaditas de aquella salsa roja podrían haber perforado el plato, la mesa y un carro de combate M1-Abrahms. Creo que lo del Calvario fue una pérdida de tiempo y un derroche escénico con exceso de figurantes. A Cristo podrían habérselo cargado en una despedida de soltero con enchilada y frijoles. En ese restaurante incluso me pareció que escocía el agua. Mediado el primer plato había perdido las tres cuartas parte de la voz, así que el postre lo pedí por señas. Luego vino un café con canela. Entonces llamé a la camarera, pedí la cuenta y le hice jurarme que al papel del retrete no le habían puesto tabasco. El tequila, ni lo probé. Le dije a la chavala del comedor que para la traqueotomía me inspiraba más confianza la Seguridad Social. George Bush se daría con un canto en los dientes si le hubiese pillado a Sadam Hussein el menú del restaurante mexicano. Una comida así tendrían que servirla con lanzallamas. 

Se necesita menos valentía para comer en un restaurante chino. Todo en esa cocina es blando e invertebrado. La primera vez que cené en un chino, enseguida comprendí que estaba ante una cultura sensual y abstracta que culminaba en una cocina evanescente en cuya carta lo más sólido era el precio. La verdad es que no soy un gran comedor. Otro en mi lugar sólo saciaría el hambre si como remate se comiese la cuenta y los palillos. Los chinos son un montón de cosas delgadas. Incluso es minucioso su cine, aunque resulta superpoblado. Una película sabes que es china porque tardas diez minutos en leer los títulos de crédito, que son abundantes y variados como esa exótica cocina en la que el pato se sabe que es pato porque te lo dicen y el tiburón es aquella flácida gelatina impropia de un pez fiero e imprevisible que inspira películas de terror. En la cocina china todo es postre, menos la factura, que viene en tu idioma y es lo único que no necesita diccionario ni palillos. 

A la gente le gusta probar la comida de los sitios que visita. Es lo turísticamente correcto. Personalmente no estoy por la labor. Me considero un clásico de la gastronomía. Cuando se me acerca el camarero no dejo margen para el error: "A ella, pechuga de agua. A mí, caballero, me sirve usted cualquier cosa que tenga hombros y perjudique la reputación. Y en cuanto al postre, algo que irrite el colon. La factura, por favor, deshuesada". 

Me gusta la comida tradicional. Ya sabes, cosas que manchan la camisa. En Galicia se sirve un demográfico cocido de cerdo y ternera, chorizos, grelos, garbanzos y patatas, algo carnal que constituya al mismo tiempo gula y adulterio.

domingo, 9 de febrero de 2014

Nostalgia con flores ciegas - José Luis Alvite

Nostalgia con flores ciegas - José Luis Alvite
En mis frecuentes desequilibrios emocionales recuerdo haber oscilado casi siempre entre la luz pictórica del impresionismo y la amarga oscuridad mental que atormentó hasta su suicidio al formidable y pirotécnico Vincent Van Gogh, sin ignorar que en mi caos argumental ha sido también determinante la fluorescente y cautiva electricidad que corre, tardía y tullida, flácido vidrio soplado, por las obras del lisiado Lautrec. Diría que la frecuente negritud de mi manera de escribir constituye en cierto modo la patológica añoranza de los colores intensos y concretos de mi niñez, la ceniza del último tebeo, la esquela taciturna a la que ha ido a malograrse la pediatría inocente de los tonos matinales y felices de los días ya lejanos en los que incluso me parecía que era en la luz plural del fuego donde se urdía el color amortiguado y singular de la bunganvilla, esa planta en la que florece lenta, por las pérgolas y por las tapias, la calderilla de una sombra fucsia.
En mi mente desordenada han ido prendiendo sin dosificación alguna el impresionismo de Van Gogh y la torrencial sucesión de aquellas películas panorámicas y primerizas, llenas de polvo y de crines, en las que descubrí que al mezclarse con la fantasía, casi con el delirio, podía darse el milagro de que en la costa estival de Cambados alumbrase las escolleras del puerto la luz lejana y leñosa de Arizona, y que en la platina calmosa de la desembocadura del Umia plisase inesperadamente a media tarde la brisa una miscelánea de truchas, luces y caballos, hasta extinguirse con deletreada calma de tisana en la analgésica hematuria del anochecer.
Supongo que la añoranza diluye la oscuridad del pasado, selecciona los colores más vivos y es por eso que mi primer viaje en coche hasta Cambados lo hice desde Compostela bien avanzada la noche, en un estado de agradable soñolencia infantil, y lo recuerdo como la ocasión en la que descubrí que al borde de la inconsciencia, minado por el pespunte del incipiente cansancio, uno puede darse cuenta de que el automóvil oscuro en el que viaja es en realidad amarillo y es azul el asfalto de la carretera, como era azul la levita del soñador Werther y amarillo su chaleco, y que tan azul es el asfalto y tanto azulea la levita, como azules eran despertando a domingo los ojos negros de aquella niña cambadesa en cuya mirada vi venir la curva verde en la que una tarde beige se mataron vestidos de gris sus padres.
Y ahora recuerdo aquella hermosa confusión de la noche incandescente y los colores lavados, aquella fértil promiscuidad de luces, semejante enjambre de verdes, azules, fuscia y amarillos, porque me gustaría alumbrar con ellos la penumbra que se cierne sobre los ojos de mi amigo Angel Javier Martín Vicente, un tipo admirable del que un día aprendí que, si se sabe mirar, incluso la oscuridad de la noche aviva como tulipas de estraza la luz de las flores ciegas.