lunes, 17 de febrero de 2014

Duda existencial - José Luis Alvite

Duda existencial - José Luis Alvite
He entrado en un nuevo año con la sensación de que el resto de mi vida no ha sido hasta ahora más que una intensa acumulación de emociones que no me han sido en absoluto tan útiles como había imaginado. No se puede decir que me hayan faltado situaciones complicadas y acontecimientos determinantes, pero no sería sincero si no reconociese que a la postre no ha habido en mi existencia una sola aventura que no condujese al más desesperante desencanto, ni un manjar que no se transformase con el tiempo en un mal sabor de boca. Supongo que esa serena sensación de dulce fracaso no se corresponde con lo que había previsto y que me enfrento a un momento de apática claudicación, al imponderable de ese extraño remordimiento que te invade cuando eres consciente de que ni siquiera tus errores han valido demasiado la pena. En estos dos últimos años me he sentido atenazado por la idea de que ni una sola de mis nuevas virtudes justifica haber renunciado a cualquiera de los vicios a los que tendrían que sustituir. Es como haber descubierto que hay ocasiones en las que las cosas son más hermosas si no te dejas llevar por la tentación de limpiar el polvo que las cubre, del mismo modo que el encuentro a deshora con una mujer lasciva es más inolvidable si esa noche le apestaban a bacalao las ingles. Temo que esta inesperada decencia de última hora no sea sino el inequívoco síntoma de la inminente vejez, el aviso de que mi conciencia sólo me va a permitir de ahora en adelante las cosas que sean capaces de aguantar mis piernas. ¿Será acaso la decencia una simple enfermedad? ¿Algo que sólo se contrae a partir del dramático instante en el que la libido se mezcla en tu cabeza con el asco? El caso es que me asusta que en mi vida haya irrumpido la decencia, no sólo porque destruye el respeto que tenía por mi vida anterior, sino porque, sinceramente, juraría que era más feliz cuando llevaba la vida de un desgraciado, hace sólo unos pocos años, en aquella etapa de mi existencia en la que sólo tenía fe en la gente que me inspiraba desconfianza y cada vez que pensaba en Cristo no lo imaginada vencido por el dolor de la crucifixión, sino por la decepción de que Dios no le permitiese desclavar del puto madero la mano apócrifa de la masturbación.

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