viernes, 28 de marzo de 2014

Niños terminales y pamelas meadas- José Luis Alvite

Niños terminales y pamelas meadas- José Luis Alvite



Es cierto que se publica mucha literatura cuyo destino más sensato tendría que ser el fuego y que de los cincuenta mil títulos que se editan en España, seguramente el 70 por ciento mejorarían reciclados en envases de comida para perros, pero no es menos cierto que siempre tendremos al alcance de la mano y del bolsillo un libro del que no nos interese únicamente el sublime narcótico del aroma de sus páginas recién impresas. En la novelita menos promocionada puedes encontrar un instante de suprema belleza, un personaje que ni borracho podrías imaginar, la descripción inmejorable de un paisaje, de un rostro, de una situación, del mismo modo que incluso en las heces de los cerdos con un poco de sol no es impensable que florezca una mata de rosas marrones.Personalmente he renunciado a encontrar en la vida real a una de esas mujeres de Jardiel Poncela que destilan heliotropo y se desencadenan con esa capciosa desenvoltura como de cefalópodos de seda por los restaurantes de alto copete, del mismo modo que en mis viajes por Castilla suelo cerrar los ojos a la realidad del catastro para percibir el paisaje como lo trataba Azorín, que tenía aquella facilidad tan suya para verle la estilográfica geometría al paisaje y contarlo luego como si redactase el campo ciñendo la pluma, como un tilo, como un álamo, al cartabón y a la escuadra. Todos habréis vivido alguna situación de ofuscada introspección y de cierto pánico a sucumbir a una metamorfosis del cuerpo, pero el mejor diagnóstico lo encontraréis sin duda en Kafka, aquel tipo que escribía como si se hubiese quedado atrapado en la arácnida arborescencia de su propio crustáceo. ¿Alguien mejor que Faulkner para describir a esos seres humanos en cuya palúdica existencia incluso los ademanes más suaves recuerdan el polipasto cautivo de las plantas carnívoras extasiadas, como pamelas meadas, en un invernadero? Por lo mismo, quienes visitan Venecia disfrutan más allá de la sugerencia turística si evocan la morbidez de la prosa de Thomas Mann mientras cruzan en silencio el Puente del Sepulcro presintiendo entre el arrozal poleo de la siesta, como una obstetricia funeraria, como la carpa herniada de un cementerio, las pasmadas cúpulas de La Pietá. "Muerte en Venecia" tendría que leerse incluso por prescripción facultativa cuando se enuncia el declive en nuestra bajeza carnal y en el "txangurro" de las playa de sarro y arena se frustra la salud de los muchachos polacos, grises y dominicales, que juegan con sus calderitos a construirse un túmulo de mica y seborrea. Lo leo cada verano. Y sé que al acabar se conmemora en mi rostro la barnizada fotogenia de alguien que se hubieselavado la cara con el líquido que sobró de embalsamar su infancia.

martes, 25 de marzo de 2014

Dinero a cucharadas - José Luis Alvite

Dinero a cucharadas - José Luis Alvite

No me cuela. Ya sé que Madonna es un ser humano como otro cualquiera, pero me cuesta creer que haya adoptado a ese niño africano sin otra intención que apartarlo de las garras del hambre y ponerlo bajo el benéfico amparo de su protección. Si se tratase de un sencillo acto de coherencia interior, no tendría que haberse presentado en África rodeada de las cámaras de televisión, ni haber hecho coincidir su gesto con la inminente comercialización de un nuevo disco. Sencillamente, no me cuela que haya tenido ese arranque de humanidad en un momento en el que trata de relanzar su carrera y da la impresión de los responsables del negocio no han tenido el menor reparo al hacer coincidir el humanitarismo con la publicidad, de modo que en la duda de que ese simple gesto le asegure el Cielo, Madonna puede dormir convencida de que le asegurará al menos dos quilómetros de cola frente a su mesa de los autógrafos. No hay que indagar mucho en el historial de la cantante norteamericana para comprobar que sus arrebatos emociones pueden no ser escuchados personalmente por Dios, pero cuentan siempre con el interesante apoyo de los telediarios. ¿La posteridad? ¿Y a quien le importa ahora la posteridad? Seamos sinceros: como se han puesto las cosas, Los 40 Principales es lo más cerca que un cantante mediocre puede estar de la posteridad. Todo se reduce a una simple cuestión de mercado y lo de menos es la calidad del trabajo. Dirigida a un público casi infantil, la mayor parte de la música que se comercializa mejoraría si le hiciese los arreglos un gorila con las orejas limpias. ¿La voz? ¿La personalidad? ¡Bobadas!, en los tiempos que corren hay que morirse para tener personalidad. Lo que cuenta es la imagen, de modo que a una cantante lo que le miran sus productores no es la tesitura, el tono y el timbre -¡qué antiguallas!- sino el culo y las tetas. De quince años a esta parte, el público está mayoritariamente integrado por muchachitos menores de edad, chavales impresionables a los que con una buena campaña en televisión, puedes convencer como si tal cosa de que Cristo murió durante una actuación como telonero en el último concierto de Janis Joplin en el Calvario, crucificado por sus detractores con un bafle a cada lado. Por eso se admiran inocentemente del gesto de Madonna. Creen que es una señora maravillosa a la que le sientan bien las mechas con grasa. También hay quien cree que Lolita compone algunas de las canciones que interpreta. Lo escucharon por la tele. Lo dijo ella. Dijo que componía sus canciones en el puente aéreo de Barcelona y se quedó tan ancha, convenciendo a un público infeliz de que hay ocasiones en las que la inspiración se presenta de manera inesperada y caprichosa, anidando sin miramientos en cualquier cerebro, incluso en el cerebro de alguien que aparenta tener problemas para cubrir el crucigrama del Marca sin la ayuda del perro. Pero no es nada nuevo lo de Lolita. También se atribuyeron algunas parte de su repertorio las muchachas del dúo Ella Baila Sola, que cantaban aquello de Amores de barra con la falsa emoción de haber vivido supuestamente horribles adversidades en el transcurso de mil madrugadas, ¡ellas!, Marta y Marilia, dos chicas con melenas teresianas cuya mayor inquietud cultural era que le sentase bien la camiseta. ¿No es demasiada casualidad, por otra parte, que de repente a todos los cantantes de este país les haya entrado al unísono la pasión por los ritmos latinos? ¿No será que se trata de un movimiento maquinalmente diseñado por los estrategas de las productoras para ganarse sin esfuerzo la simpatía y el dinero de un público que de la vida sólo conoce el patio del recreo? No cabe otra posibilidad, a no ser que quieran hacernos creer que la inspiración funciona ahora como un gigantesco contagio, como una suculenta peste que deje en los chavales un rastro de incondicional devoción y un buen montón de dinero fácil en la contabilidad de los sellos discográficos. Si velasen por la calidad de los trabajos, repondrían lo mejor de los auténticos grandes de la canción. No lo hacen porque la mayoría de los mejores están algo muertos, bastante muertos o demasiado muertos. Y los muertos, naturalmente, suelen poner reparos insalvables para salir de gira y calentar el ambiente. ¿Cómo explicar que los compradores de discos ignoren la existencia de Ella Fitzgerald, de Gilbert Becaud y de tantos otros? ¿Es bueno para la cultura musical de un país olvidar a los grandes del jazz, del country o del blues y venderles como un dogma la idea de que lo importante es hacer música que se brinque en manada con una cerveza de dos litros en un mano y la extremaunción en la otra? Se comprende que los muchachos sean reacios a Tchaikowski o a Schubert porque no se puede bailar al ritmo de la Legión durante media hora una balada del siglo XIX en la que no hay al menos un músico que -como en los discos de salsa- les estimule el alma haciendo sonar ese instrumento tan delicado y tan armónico que antes de llegar a los conciertos solo se empleaba en los establos: el cencerro. ..
No me cuela el publicitado rasgo misionero de Madonna. No puedo creer que sea sincero y desinteresado el gesto de una señora que utiliza la boca hambrienta de un niño para meter a cucharadas el dinero en su cuenta del banco. Ya ves, muchacho, que cuando se alía con la publicidad y con los negocios, la bondad se parece una barbaridad a la corrupción de menores.

lunes, 24 de marzo de 2014

Bofetada con mariposa - José Luis Alvite

Bofetada con mariposa - José Luis Alvite

Mi padre ejerció el periodismo desde su adolescencia hasta el borde mismo de la muerte. Quitando lo de escribir y afeitarse, mi padre casi no sabía hacer otra cosa con las manos. También es cierto que carecía de otra ambición que no fuese la obsesión por hacer bien las cosas bien y dormir tranquilo, al menos todo lo tranquilo que podía dormir un hombre cuya idea de la riqueza era que el sueño no le costase dinero. Dicen que era un tipo elegante, un hombre con empaque, un señor. Soy de la misma idea. Quienes le conocieron recuerdan su magnífica figura y su ropa siempre impecable. Mi padre tardaba un promedio de quince años en cambiar de talla, no sé si porque tenía un metabolismo afortunado o porque su economía le impedía renovar más a menudo el vestuario. El sastre de la calle Pitelos me dijo en una ocasión que mi padre era el tipo que menos tiza le hacía gastar en el dibujo de la ropa y que la mayor parte del tiempo que duraban sus encuentros no lo empleaba en las pruebas, sino en la suave duermevela de la conversación. He de reconocer que me sonrió la suerte de tener un padre aplomado y ameno que sólo habría sido capaz de levantar la voz para disculparse por haberlo hecho. Que únicamente le recordemos una bofetada es la prueba de su carácter reflexivo y pacífico. Aquella bofetada se la dio a mi hermano mayor por un sinsabor acumulado que le sacó inesperadamente de sus casillas. Fue un golpe suave, sin recorrido, un golpe ameno y medicinal al que habría sobrevivido una mariposa. Mi hermanó necesitó apenas unos minutos para sobreponerse al estupor de la sorpresa, recobrar el ánimo y seguir jugando. Mi padre tardó tres días en conciliar el sueño después de que entre todos en casa le infundiésemos el ánimo necesario para recobrar la fe en sí mismo. Mi hermano murió de un tumor treinta años después de aquello, pero yo creo que mi padre se llevó a la tumba la amarga sensación de que aquel jodido cáncer le había sido causado por la maldita bofetada que desmentía la cordialidad de su mano su mano. Aquella mañana del 10 de octubre del 84 le acompañé al hospital Juan Canalejo de ..
A Coruña. Un mozo de almacén arrastró el cuerpo de mi hermano sobre una camilla con ruedas hasta dejarlo en suerte, como si fuese un cadáver de lidia, debajo de una bombilla sucia, en medio de una sórdida lonja de recambios, cajas y basuras. Mi hermano llevaba puesto un traje nuevo, terso, sin doblez alguna, como si para la trágica ocasión le hubiese tomado las medidas con una tiza de carpintero el sastre lento y cartesiano de la calle Pitelos. Mi padre contuvo las lágrimas como buenamente pudo. Sólo dijo: "Este año se nos va a hacer muy grande la mesa de Navidad"... Yo me adelanté dos pasos y le eché un visto al cadáver de mi hermano. Era la primera vez que le veía acostado desde que a los 16 años se fue de casa para estudiar en Madrid. Era también la primera vez, ¡Dios!, que mi hermano aceptaba un traje sin haber escogido personalmente el calzado. Al poco rato, mi padre y yo regresamos en mi coche a Compostela. "Ve con cuidado, hijo... ten en cuenta que tú eres ahora tu hermano mayor"... Almorzamos en la autopista. Besé de refilón su mano cuando probó a acariciarle en mi cara la mejilla al cadáver en off de mi hermano. Mi padre dejó en el plato más comida que la que le habían servido. Después le acompañé mientras escribía en el periódico el obituario de su hijo mayor. Y yo recordé los días de nuestra infancia, cuando mi padre volvía de madrugada a casa y al arroparnos en cama fingía ignorar que fingíamos estar dormidos... Mi inolvidable padre y mi colega periodista murieron en la misma cama y en la misma noticia siete años después de aquello y ni siquiera el cáncer le cambió de talla, como si hubiese querido guardar para siempre en la acogedora Navidad de su cadáver un sitio de honor para el trajeado cadáver de mi hermano. 

sábado, 22 de marzo de 2014

Catedral sin palomas - José Luis Alvite

Catedral sin palomas - José Luis Alvite

...Querida Susana Pose: aunque me he impuesto una convalecencia física y emocional para reconstruir el alma y los nervios, lo cierto que no hay un solo día en el que no recuerde los grandes momentos pasados a tu lado, incluso los momentos tensos y los disgustos, nuestros famosos enfrentamientos y esos seis minutos de odio que aprovechábamos para romper "definitivamente" nuestras relaciones en El Corzo durante el tiempo que tardases en volver del baño. No me importa reconocer que te hiciste tan imprescindible en mi vida, que perder tu amistad sería algo tan extraño como separar el dolor y la herida, el beso y los labios, los pies, amiga mía, y los pasos. ¿Recuerdas cuando te dejaba a las seis de la mañana para correr en coche a los estudios de Radio Nacional a tiempo de grabar mi colaboración para Carlos Herrera? Estaba destrozado por culpa del tabaco y por no haber ido a cama en dos o tres días pero a mi querido jefe de la radio le gustaba escuchar la voz casi agonizante de un hombre roto por la nostalgia, el escepticismo y por los vicios. "Me gusta esa amarga desgana, Alvite, la voz fatigada de un hombre a punto de sucumbir", me decía Carlos. No se trataba de una desgana técnica largamente ensayada, sino de las secuelas del extremo cansancio de un tipo empeñado en subir al cadalso llevando la soga en sus propias manos, y en la boca, una frase de aliento para el verdugo. La famosa "desgana" eran diez paquetes de cigarrillos en una sola noche, las bebidas frías y un corazón acostumbrado a latir por el reloj del coche con el ritmo cardiaco de un caballo sin bridas que se hubiese comido las vegetaciones de su aliento congelado y las espuelas de su jinete embalsamado a medias por la niebla y por el tedio. Después, ¿recuerdas, fiel Susana?, después volvía a la ciudad y llamaba a tu teléfono porque mi cadáver necesitaba un sitio en el que recuperar el resuello y porque mi mirada se había convertido en una mancha azul en las gafas. Y allí estabas tú, Susana, dispuesta siempre a recibirme con los brazos abiertos y aquel café que le devolvía a mis manos el tacto, y a mi letra, la trágica y vulnerable flor invernal de las frases más amargas, mientras se escuchaba en mis pulmones el violonchelo de aquella farragosa respiración cansada, la funeral rondalla descalza que tantas veces me avisó de la muerte. Muchas de aquellas madrugadas me pediste que redujese el ritmo y si no te hice caso, querida Susana, fue porque toda mi puta vida estuve convencido de que hay ocasiones en las que la belleza no reside en el magnífico aspecto exterior de una talla, sino en los jodidos nudos de la madera. Consciente de que no iría muy lejos con mi idea del arte, me propuse ser capaz al menos de las proeza de sucumbir mientras estuviese redactando personalmente mi obituario y ese maldito testamento en el que lo único a repartir serían con toda seguridad diez blasfemias y la minuta del notario. Ninguna de todas aquella amigas se preocupó jamás por mi estado ni por mi destino. Por eso a muchas de ellas las recuerdo hermosas y a lo suyo, apoyándose en mí con una mezcla de necesidad y conveniencia, como las palomas, nena, que ni siquiera en invierno se interesan en volar por el interior de las catedrales. Algunas dijeron que les interesaban mis sentimientos y mi alma, pero lo cierto es que lo más cerca que sus manos estuvieron de mi corazón fue ese jodido momento de la madrugada en el que a los tipos como yo el corazón se lo buscan las mujeres entre las monedas del bolsillo. Realmente solo pude contar contigo, para lo bueno y para lo malo, cuando prosperaba y cuando sucumbía, incluso cuando mi idea de la esperanza era confiar en que no ocurriese nada, ni a favor ni en contra, como si mi manos ya solo estuviesen interesadas en recibir la limosna de un puñado de luz, aquella luz de El Corzo, Susana, amiga mía, la luz que convertía en un dineral el pelo de las mujeres, mientras mi letra, ¡Dios Santo!, buscaba a última hora en un trozo de papel el camino por el que llegar a tu portal con el aliento justo para deletrear en los labios el viático de aquel café con el que no me importaría que un día fregases de tu puño y letra el insomne epitafio de mi sepulcro... Creo habérselo dicho a Susana Pose unas cuantas veces, tantas como me insistió en el beneficio emocional de salir de viaje a cualquier parte. No me motiva devorar la geografía, ni hacer amistades nuevas. No estoy para novedades. Recuerdo haberme detenido a esperar la noche antes de entrar en una ciudad y dejarla a las pocas horas sin haber siquiera amanecido. No recuerdo un solo viaje en el que el mayor placer no hubiese sido la inminencia del regreso, ni una amistad nueva que no me haya despertado la añoranza de una amistad anterior casi olvidada. El café del desayuno pierde sabor a partir del último día de la infancia. A cierta edad uno comprende que a falta de expectativas razonables de futuro, lo importante es que a tus sueños se les cumpla al menos el pasado, aunque el retorno al pasado supusiese agonizar sentado con barba de treinta años en el pupitre de la escuela. Por eso a Susana siempre le contesté lo mismo: "Lo que necesito no es un sito al que ir, nena, sino un lugar al que volver". Por lo que ella me cuenta, A Telleira es el lugar al que tendría que ir para tener luego un sitio al que volver. Susana tiene allí una pequeña casa sin lujos y sin vecinos, con el mar casi en la alfombra, en medio de un impecable silencio en el que solo se escuchan el silbido de las almejas y las articulaciones del humo de la chimenea. Se llega desde Compostela por una de las carreteras que llevan a la Costa da Morte, apartando luego en una pista de carros, orientándose por las eternas referencias de una taberna que cierra a las doce, una casa pintada de azul, un perro que le ladra a las sombras de un cementerio de gente enterrada boca abajo, y al fondo, quince olas de la costa, las islas Sisargas y esa casa en la que dice Susana que los muebles ganan mucho con la luz de la luna y seguramente con el reflejo del fuego en un espejo viejo y dócil que deforma la fealdad. "Lo tienes todo a mano: el mar, el arenal, las rocas... tienes a mano la soledad y el silencio, Alvite, y en las noches claras, incluso cerrando los ojos tienes a mano el resplandor cosmopolita de los teatros de Nueva York y Buenos Aires... Tenga una barca de remos obediente como un ternero... no hay un solo ruido que no obedezca a algo bueno, ni un golpe de viento que no se sepa de memoria mis vestidos... tendrías que pasar un par de días en A Telleira... Dos días serían suficientes para serenar el ánimo y airearle el maletero al coche... Si conociese el lugar, estoy segura de que tu siquiatra me daría la razón"... Me tienta mucho aceptar la invitación de mi querida Susana. Siempre me hizo ilusión ir a parar a uno de esos sitios a los que un tipo como yo solo podría llegar arrastrado por la inmerecida suerte de haberse perdido. Como ella lo describe, A Telleira sería uno de esos lugares en los que podrías abrazar a una mujer con la extraña sensación de echarla de menos entre tus brazos, como si fueseis víctimas de un sueño a punto de desvanecerse, expuestos a la fatalidad de que se trate solo de una historia que vais leyendo sin tiempo en el brevísimo relato escrito a oscuras en la carcasa del reloj que arde como una careta de helio en el fuego beis de la chimenea. Y aún así creo que podría valer la pena. Esperaríamos a que amainase el fuego en el esqueleto de la leña y emprenderíamos sin prisa el viaje de regreso al borde del amanecer, Susana, amiga mía, a esa hora novicia del alba en la que en la que a una chica como tú incluso le sientan como un premio el cansancio, la ruina y la tristeza.

El plateresco de su saliva - José Luis Alvite (Diario 16)

El plateresco de su saliva - José Luis Alvite (Diario 16)

Los tipos como yo no alentamos las ilusiones de nadie. A una muchacha con la que intime' brevemente en " Stardust " le dije de madrugada : "No te hagas demasiadas preguntas sobre mí. Todo es en realidad muy sencillo. Sólo soy tu último error, nena ".Y ella preguntó : " ¿Y qué esperas de alguien como yo ? ".Y fui tan sincero como siempre.Y tan demoledor :"Sólo te considero alguien a quien estoy empezando a recordar , una hermosa mujer que tiene su destino dos paradas más allá de mi sombrero ".
Aquella chica y yo bailamos media hora y nos besamos mientras la música pasaba a limpio el borrador de nuestras pisadas. Ella se acurruco' entre mis brazos y noté que le hacía sitio a su rostro y enterraba un beso en mi pecho callado como un sepulcro .Le dije : " ¿Sabes muchacha ?" : Otras mujeres se instalaron ahí mismo y las cosas no fueron bien .No pierdas el tiempo.Sufririas nena.Por mi pecho no se llega a ninguna parte .Mi corazón no da a ningún hogar .Mi alma, amiga mía , sólo es un portal".No quiero que cometas un error del que salgas dañada .Mi mejor mueble es la rueda de recambio de mi coche. Pero no te apees del baile en marcha .Cuando pasemos cerca del tocador aprovecha una postura suave en el momento más calmoso de esta melodía y ausentate a los lavabos con ese maldito toque tan femenino que permite a las mujeres darle a la silueta del fracaso la delicada apariencia de un pasajero problema con la cambrera de un zapato .Sabre'salir airoso del abandono .Estoy acostumbrado y no lloraré en mis solapas .Tampoco yo me hago ilusiones. Tan pronto te vi supe que eras parte de mi pasado" .
Ella intentó cambiar las cosas introduciendo vacilaciones , incertidumbre , oscuridad : "Te diré algo , nunca supe que rumbo darle a mi vida .Me asusta imaginar mi futuro a la vuelta de la esquina y siempre tuve problemas para elegir esta o aquella dirección. Me asusta elegir un camino porque temo que siempre me encontraré los mismos obstáculos".Me sentí comprometido pero tenía que reaccionar. Era hermosa , olía bien y mis labios empezaban a saberse de memoria los suyos. Le advertí:"Tenemos que dejarlo aquí , ahora que tienes la playa a dos metros y te quedan fuerzas para nadar .No entiendo la vida al lado de nadie que no sea culpable de ello.La vez que viví más tiempo en el mismo sitio fueron los nueve meses en el vientre de mi madre. Soy un tipo campo a través , nena , y sólo conseguirías encontrarte sola en mitad de un descampado sin luz .¿Tu rumbo?¿Tu camino ? ¿Obstáculos en el porvenir? No te hagas mala sangre , nena , si lo miras sin implicarte mucho en ello, te darás cuenta de que en el fondo lo nuestro sólo son unos cuantos problemas de tráfico".
¿Que recuerdo de todas aquellas mujeres que se subieron a mí en marcha? No mucho.No he olvidado como olían , ni el diferente sabor de sus lágrimas , tampoco su rostro enterrando algunas lágrimas en el sarcófago de mi ropa.En realidad en cada mujer que pasó por mis brazos bailando sobre el vacío, eché de menos a la anterior. Y estuvo bien así. Nunca llegamos a nada más serio que unas cuantas lágrimas y un poco de yeso en la cama. No podría soportar un ropero en mi corazón. Soy un tipo de paso, un lugar por el que muchas mujeres atajaron entre un hombre y otro hombre, entre dos tallas , entre la juventud y la muerte, una manera de hacer transbordo aprovechando la eternidad de una buena canción y ese instante tardío , excitante y amargo en el que no te cabe duda de que lo bueno del fracaso con una mujer adorable es que en tu decadencia la recordarás como si hubieses encontrado en tu saliva el plateresco de la ropa interior de la suya.

domingo, 9 de marzo de 2014

Paisaje con sexo y sandías - José Luis Alvite

Paisaje con sexo y sandías - José Luis Alvite
Muchas veces al recorrer la costa gallega he pensado que lo que está ahora a la vista no es lo mismo que conservo en la memoria, y al reparar en la responsabilidad de quienes causaron tantos destrozos, estoy seguro de que las cárceles están menos pobladas de lo que tendrían que estar. Rellenaron sin sentido el perfil del litoral, talaron los árboles y las palomas, ensuciaron el agua y cuesta creer que alguna vez existiese aquel mundo arousano de mi infancia en el que las almejas parecían hernias y se daban como la arena, las gaviotas comían sin apetito, y, aunque es cierto que alguna gente andaba descalza y las bombillas daban casi más luz al apagarlas, a mi me parecía que nadie pasaba grandes privaciones y que ni siquiera en las familias más necesitadas estaba el hambre en ayunas. Mi amiga Rocío González, que es andaluza y recorrió esa costa con su familia el último verano, comparó los estropicios del litoral gallego con los horrores del Sur y reconoció sentirse fascinada por una belleza paisajística que a ella le pareció bautismal, limpia y epidural como un sueño. A mi me gustó ver la costa en sus ojos y me agradaría que la hubiese visto ella en mis recuerdos. Hemos hablado sobre su visión unas cuantas veces desde entonces y yo he querido transmitirle la idea de que esa costa era entonces aun más hermosa y no había en el mar nada que fuese más sucio que el reflejo de la luz del sol, el pescado casi no cabía en el agua y en verano los incendios fertilizaban los montes de manera que pudiesen anidar los pájaros en los mimbres del fuego. También hube de reconocerle que la belleza es algo que se admira cuando se corre el riesgo de que se desvanezca, en ese momento de la mera expectación en el que uno se da cuenta de que el cambio va a ser amargo e inexorable y ya nada será como hasta ese instante. Le conté a Rocío que incluso la carnalidad era entonces más golosa y que en la colina cambadesa de A Pastora los muchachos enterrábamos la cara en las sandías de septiembre poseídos por una mezcla de sed, gula y lujuria, hasta tener la inefable sensación de estar descubriendo la alegoría de la fecundidad, el tacto gomoso, babado y lascivo de la pulpa roja y vaginal de las mujeres. En su meridional y sutil sensibilidad para los colores, mi amiga sentiría de todos modos una insufrible nostalgia si viviese en la Galicia taciturna y entumecida del invierno, lejos de esa tierra suya en la que incluso hace espuma azul el mármol, aunque creo que comprenderá mi felicidad retrospectiva si le digo que la costa gallega que ella ha admirado tanto era más hermosa en mi infancia y en el almanaque venial de mi pubertad, en aquel tiempo invertebrado en el que sonaba como alhajas la maraca de la risa de las niñas y la mar remitía como saliva puerperal en la encía dulce de la costa afrutada, mientras el viento ladraba en las enaguas de los tendales y entre las piernas de las mujeres blasfemaba, como el sifón de un retrete, el ímpetu de aquellos hombres que sudaban caldereta de congrio y luego se hacían a la mar con la inconsciente certeza de vivir en un mundo en el que los perros eran autodidactas, el humo era la pantomima gris de un fuego lavado y todavía no se habían ahorcado en las banderas las ruinas del aire.
(A mi amigo Paco Lara)

jose.luis.alvite@telefonica.net

Ese ruido de caza - José Luis Alvite

Ese ruido de caza - José Luis Alvite
Ayer acudí con mi madre y con mi hijo al cementerio municipal de Compostela. Mi hijo iba motivado por una mezcla de reverencia y curiosidad. Lo de mi madre es distinto. Desde que  tuve memoria recuerdo que para ella la muerte constituía vida social y le gustaba mucho intercambiar luto, abatimiento y difuntos con sus amistades. La verdad es que no se pone trágica, como otras señoras amigas suyas, y recorre el cementerio con una mezcla de respeto y entusiasmo, prudente y escéptica a la vez, como Jack Nicklaus cuando calculaba el golpe preciso para salir airoso del «banker» de mármol pulido. Yo soy un visitante escéptico y poco entregado. Aunque me gustaron siempre los cementerios, los visito muy de tarde en tarde y prefiero los camposantos rurales, tan abundantes en Galicia, guateados de musgo, entrañable maleza de piedra y de berzas a la que acuden a tomar el sol los lagartos, las sombras y los gatos. Recuerdo haber pasado muchas horas en el cementerio cambadés de Santa Mariña Dozo, del que hizo un hermoso cuadro demacrado mi amiga Luchy López. Iba de niño a echarles pan a los muertos y vuelvo cuando añoro la grava. Se reparten los sepulcros bajo los arcos desnudos de una iglesia derruida y hay en el ábside un Cristo sucio, biliar y perplejo que yo siempre supuse que cada noche gritaba afónico y se meaba de miedo. A veces alumbra a sus pies la luz cautiva de un fanal y entonces es un Cristo con el rostro drapeado con una angustia encerada que me atraía de niño porque pensaba que aquel ser magro y crucificado tenía algo que contarme. Me infundía respeto y desconfianza a la vez. Mientras fui niño nunca estuve seguro de si quería que le confesase mis pecados o esperaba que le acercase a los pies sus zapatillas. Y aun ahora a veces pienso que puede ser suyo ese ruido de caza en el maletero del coche…  

Musa con vainilla - José Luis Alvite

Musa con vainilla - José Luis Alvite

Yo no sé si es cierto que cada escritor tiene una musa y que es ella quien le administra el sueño, le escoge los temas y no comete jamás el error tan terrenal y tan prosaico de organizar su equipaje, elegir su religión o deshacerle las maletas. Si además de eso la musa del escritor es una mujer que coge el jamón con las pinzas de sus dedos delgados y es como si levantase del mantel el pétalo que acabe de desprenderse de la contada luz de la tulipa; y si además fuese cierto que se trata de una mujer que sabe al mismo tiempo decir que si con la sonrisa y decir que no con la mirada, en ese caso, y habida cuenta de que es algo que solo yo puedo decidir, en ese caso, digo, en ese caso mi musa se llama Rocío González, nació andaluza y es la clase de mujer capaz de sugerirte una frase inteligente a partir de que solo hayas visto por un instante en el periódico el álgebra cifrado de una jugada de ajedrez. La última vez que coincidimos fue almorzando en La Rotonda del Palace madrileño, sentados frente por frente en una mesa a la que no llegó el director de periódico al que esperábamos por un asunto editorial. Yo le conté a Rocío que allí había vivido mucho tiempo Julio Camba, aquel inteligente escritor gallego que se pasaba el día en su cama pensionada del hotel y solo de vez en cuando se levantaba "para descansar". Rocío González me llevaba la conversación y a la vez ordenaba el menú con su admirable capacidad de trabajo, útil para la inspiración y sabia para el protocolo, con esa elegancia aplomada que solo tienen las mujeres que en caso de naufragio jamás abandonarían el buque sin haberse antes vestido a juego con el agua. A veces discuto con mi musa por asuntos del trabajo y hasta pierdo los papeles si me lleva la contraria, pero aunque yo me ponga insoportable, ella jamás alza la voz tanto que pueda escucharla por los dos oídos a la vez. Aquel día ordenó salmón ahumado, lubina con chipirones y un postre de frutos rojos con chocolate y helado de vainilla mientras yo permanecía a la deriva, enfrascado en mis obsesiones, distraído en la vieja tentación de imaginar que, por la puerta de aquel hotel madrileño, saldríamos después del almuerzo a un tiempo distinto y me encontraría en una ciudad ajena, con la humedad cálida y bacteriana de las calles de Leopoldville, cincuenta años atrás, en un tiempo africano, lento y colonial en el que mi musa habría sido seguramente una botella de bourbon. "¿Estás ahí?", me preguntó Rocío González con su delicada voz de elegante sobrecargo de la "Cunard", sin alzar el tono, tan sabia y comedida como siempre, con esos ademanes mezcla de filología y alta costura que yo creo que esperaron por sus manos al nacer, sabedora de que en la boca de una musa ni siquiera es imaginable que levante la voz un hombre, aunque ese hombre sea un tenor. "Se derretirá el helado si no lo comes. ¿Dónde estabas?¿Camerún?¿Kenia?¿El Transvaal?...". Y yo fui evasivo o no dije nada, pero la miré a los ojos y me alegré de estar allí y de tenerla cerca, y me llevé a la boca un sorbo de aquel helado flácido y bautismal mientras imaginaba a Rocío González, mi musa andaluza, sugiriéndome para el final de esta columna una frase apostrofada con el humo de un cigarrillo, una sintaxis de aliento por el que saliese hasta las calles de Leopoldville el hojaldre de las pisadas de esa musa meridional en cuyos gestos, siempre tan elegantes, he visto muchas veces prender la buganvilla inesperada, incandescente y azul de la literatura.

Como agua naufragada - José Luis Alvite

Como agua naufragada - José Luis Alvite
Hola, amigo desconocido: ¿Sabes por qué te escribo? Anoche revolviendo en mis cosas antes de cambiar de ciudad, encontré una nota que me escribiste la única madrugada que estuvimos cerca de estar juntos. Tú llevabas un rato tomando copas en la barra del club y yo fumaba para quitarle el sabor al chicle. Llovía a cántaros. Las otras chicas hacían corro contándose sus hijos, su soledad y sus fracasos. Hablabas con el jefe, que estaba de brazos cruzados. Le dijiste que con aquella luz roja y la jodida mezcla de sordidez y remordimientos, te sentías como si estuvieses tomando las copas con un candil en el interior de un cerdo. Me fijé en lo mucho que fumabas. Prendías un cigarrillo sin haber expulsado de la boca el humo del cigarrillo anterior. Entonces pediste un trozo de papel y vi que escribías algo en lo que la mitad de la letra era el humo del tabaco, y el resto, según te escuché decirle al jefe, "el vuelo apaisado de una bandada de cejas siguiéndole en voz baja el rabillo a la oreja de un ojo oriental". Se conoce que no te gustó lo que acabas de escribir, así que hiciste una pelotita con el papel, la arrojaste entre las colillas del cenicero y te ausentaste al baño. Al volver, tu cenicero estaba limpio y la pelotita de papel la había desplegado por curiosidad en mis manos. ¿Recuerdas aquella nota, amigo desconocido? Supongo que no. El jefe me había dicho que solías hacer anotaciones así en trocitos de papel y que a veces iban a dar a las manos de cualquier chica o directamente a la basura y que en ocasiones una cosa y la otra casi te parecía la misma cosa. Yo misma me pregunto ahora por qué tuve interés en leer un papel que tu mismo acababas de despreciar. ¿Recuerdas aquellas frases? Las dejaste en la basura del cenicero y yo metí la mano y todavía las conservo en mi poder. ¿Y sabes por qué todavía la conservo? Supongo que te parecerá una estupidez, pero la conservo porque fue como meter los dedos en la mierda del perista y encontrar un anillo a tu medida. La primera frase me apeteció tomarla como algo personal porque me pareció hermosa y triste a la vez, o porque dadas las circunstancias, aquella noche estaba tan necesitada de hablar con alguien, que no me habría importado que cualquier hombre sincero me vomitase en la boca la cena para mi hija. ¿Recuerdas aquella primera frase? Me la sé de memoria pero suelo leerla porque me gusta imaginar al final de cada frase la mano de la que viene el hilo de un pensamiento que me llenó de agradable incertidumbre y de inquietante esperanza en medio de mi terrible soledad de tantos días, y precisamente aquella noche en la que llovía tanto que, como le dijiste al jefe, la mitad del paisaje era el sediento náufrago de la otra mitad. Decías en aquella primera nota: "Incluso en un sitio como este le cabe a uno la esperanza de ser capaz de pintar un cisne mojando el pincel en la mierda de un cerdo". Nunca sabré en qué o en quien pensabas al escribir aquello, pero lo tomé como algo personal porque necesitaba sentir algo así, porque estaba sola y triste, y porque me pareció que llovía a cántaros sobre mi tumba, y también porque era la primera vez que el humo de un puñado de cigarrillos se convertía a mi vista en algo que tal vez valiese la pena leer entre dos bostezos, mientras las otras chicas se contaban como si tal cosa sus novios, sus fracasos y todas esas mentiras que se cuentan las mujeres solitarias cuando saben que, como decía otra de tus frases, "a veces la verdad solo sirve para estropear la alentadora sinceridad de una hermosa calumnia". Escribiste luego algo que redondeaste con una tachadura que lo hace ilegible, y como si entresacases un hilo de una madeja, le añadiste al borrón de algo por lo que me valió la pena comprar un brazalete en el que desde entonces lo llevo grabado: "La expresión de esa chica sentada al fondo de la barra me hace pensar que a veces la belleza ocurre chocante y cruel, como una pesadilla en la mitad de un buen sueño, como una mariposa volando en llamas por el interior de un cadáver, ...y entonces, amigo mío, entonces te fijas en alguien como ella y piensas, ¡Oh, Dios!, que esta es una de esas misteriosas ocasiones en las que jurarías haber visto entre el humo a una mujer en cuya vida incluso la muerte perteneciese al pasado". Fue el jefe quien me dio tu dirección. Me advirtió de que si te escribía, lo hiciese sin fe alguna en recibir contestación. No me importa que no respondas. Solo quería decirte que conservo aquel papel. Y que cuando me entra llorera y se me nublan los ojos, ¿sabes?, cuando por las cosas de la vida se me nublan los ojos y veo borroso el papel, es como si esos renglones fuesen el esqueleto del humo de aquella mariposa volando en llamas por el interior de mi cadáver". (Para "Anacrusa" y "Alasalamar", que siempre estarán entre el humo de mis cigarrillos).

Perro de leña - José Luis Alvite

Perro de leña - José Luis Alvite
Como si quisiese saldar una deuda afectiva que tengo con ella, ayer le dije a mi querida Ana Serrano que el día menos pensado nos reuniremos a cenar en cualquier restaurante entre la niebla y la bruma, «y estaremos el uno frente al otro, y tan cerca, que nos separarán apenas el tictac de los relojes y la llama de la vela». Ella se sorprendió mucho de semejante arranque y dijo que no creía haber dado motivo alguno para que me fijase en ella pensando en esa cena. Ana Serrano nunca sabrá lo importante que ha sido y sigue siendo para mí. Sus pies pisan a seiscientos quilómetros de donde pisan los míos, pero yo sé que jamás pierde de vista mis huellas y está pendiente de que mis pasos no pierdan el rumbo si por lo que sea les vence de repente el sueño. A una cena como la que le debo a mi querida Ana Serrano tendría que haber invitado a una muchacha a la que conocí en el otoño del 93 la primera vez que me senté sobre el regazo de mi cadáver en un banco de madera del sanatorio psiquiátrico de Conxo. Vestía como si ella misma se hubiese maniatado frente al espejo del baño y se paseaba muy nerviosa de un lado para otro del maldito pasillo, como si le quemase los pies el suelo. Se detuvo, caminó cuatro pasos hacia mí, y con su aliento en la foto finish del mío, me dijo: «Supongo que te preguntas por qué cojones camino de un lado para otro a tanta velocidad. ¿Quieres saberlo, colega? Pues te diré que camino de un lado para otro a tanta velocidad porque por muy abajo que haya caído yo, me jode que llegue todo el polvo al suelo». No dije nada. Yo estaba en lo mío y fumaba tanto que el humo se me amontonaba como la lana a una oveja.  La muchacha dio otra carrera recogiendo en el miriñaque de sus aspavientos el polvo entreverado por la luz de las ventanas del sanatorio y regresó a mi lado con una pregunta: «¿Tú también te has escapado de la calle?». A veces creo que es por aquella muchacha por quien lloro cuando lloro sin motivo. Aquella mañana, mientras esperaba sentado en aquel banco de madera mordisqueado por la termita de la luz eléctrica, escribí en un pedazo de papel: «Me ronda una muchacha husmeante y nerviosa que yo creo que se sostiene sobre el esqueleto de su perro muerto».
Ahora estoy mejor que cuando conocí a aquella muchacha cuyos pies hacían ladrar como a  un perro de leña el suelo del psiquiátrico. Y sin embargo, ¿sabes, Ana Serrano?, sin embargo, sé que necesito esa cena con bruma y nubes bajas, aunque sólo sea porque quiero saber qué se siente al compartir contigo en la penumbra el gótico aliento destemplado de la posteridad mientras la flácida llama de cera se ahorca estilizada en la vela. (A la dulce Naría Lucía, para que no se arrodille ante la muerte).
  

El aroma de la colada - José Luis Alvite

El aroma de la colada - José Luis Alvite

Contactar con gente a través de las herramientas que ofrece internet tiene el inconveniente de que no mitiga las distancias físicas y la ventaja de que los más soñadores pueden acudir a una cita sin necesidad de cepillarse los dientes. El ciberespacio es un medio para relacionarte con personas a las que de otro modo jamás tendrías acceso.
Es también un buen recurso para quienes tienen por costumbre permanecer mucho tiempo en casa y se aburren de que siempre ocurra lo mismo al otro lado de la ventana. Por otra parte, alternar en internet sentado frente a la pantalla del ordenador sale más barato que hacerlo arrimado a la barra de un bar. Aunque haya anochecido hace rato en la calle en la que vives, siempre será temprano en algún lugar del mundo.
Si entras en su mundo, descubrirás que en los «muros» de Facebook hay más vida que en las calles de muchos pueblos, que el relativo anonimato hace la amistad más fácil y que, aun sin cantar, los digitales pájaros de internet vuelan por su atmósfera con sorprendente abundancia y sin la desventaja de exponerte innecesariamente a sus cagadas. Me pregunto si será bueno que la gente cierre sus ventanas persuadido por la idea de que en esa cuarentena se puede ver mejor el mundo.
¿Tan odiosa es nuestra existencia que necesitamos retraernos de ella? ¿De qué huimos exactamente? ¿De la realidad? ¿Acaso de nosotros mismos? Yo no lo sé, pero mientras tecleo por la noche en los «muros» de Facebook me asalta la duda de si la mujer a la que le envío mis mensajes no será por casualidad la chica que huye de sí misma conectada al mundo desde la penumbra casi abacial de una alcoba al otro lado de la calle.
Llevo apenas unos días explorando el universo del ciberespacio e ignoro lo que esto pueda dar de sí, pero el placer que me produce encontrar amistades que jamás habría imaginado no excluye cierto remordimiento por la posibilidad de estar renunciando al agrado casi artesanal que supone asomarse a media mañana a la ventana y coincidir un instante con la señora que tiende en silencio la ropa.

Me pondré en contacto con mi querida Ana Serrano en su «muro». Y le preguntaré si también ella cree que la suerte de que internet nos libere de nuestra cobardía no compensa la desgracia de renunciar a la vieja simpleza de asomarse a la ventana del patio, cerrar los ojos y aspirar juntos la odiosa peste de la realidad y el redentor aroma de la colada.

miércoles, 5 de marzo de 2014

Manos de panadera - José Luis Alvite

Manos de panadera - José Luis Alvite

Ocurre con las personas interesantes lo que con esas frutas en las que el mayor placer al morderlas se obtiene al llegar con los dientes a la acidez, aunque por lo general la gente pierde mucho al ahondar en ella, porque debajo de esa brillante capa de ropa y estilo no queda otra cosa que un montón de cumplidos, vulgaridad y silencio. Hay pocas iglesias cuya belleza respondan de cerca al lejano y evocador tañido de sus campanas. A veces basta una cicatriz en el rostro de alguien para sentirnos atraídos hacia esa persona. Pero casi siempre nos llevamos una sorpresa desagradable porque debajo de aquella intrigante cicatriz no había un crimen, una pelea, un escabroso incidente celosamente guardado en secreto, ni siquiera el mal recado de una bala perdida. Pudiera ocurrir que lo verdaderamente interesante de la cicatriz sea la personalidad de quien te la hizo. Un libro malo puede ganar mucho marcándolo con el autógrafo de otro escritor. Personalmente me interesan mucho las personas desconocidas. No es que espero mucho de ellas, pero al menos tardo en decepcionarme el tiempo que empleo en conocerlas. Por lo general le presto atención a las mujeres que más que un revolcón, me sugieren una frase. Evito apurar las cosas porque sé que en nada se pierde tanto tiempo como en el ímpetu de ganarlo. Reconozco que me atraen las cicatrices de los hombres y esa expresión de las mujeres en cuyo rostro la felicidad ha empezado a sucumbir inexorablemente a algún vicio o al tenaz estrago del tiempo. No puede resultar atractiva una persona que no me despierte a simple vista la tentación de transcribir su alma en un papel. De adolescente aspiraba a casarme con una mujer que me causase al mismo tiempo insomnio y literatura. Creo que es el caso de la mayoría de las personas. Abrigamos al principio la esperanza de complicarnos la vida con un ser adorable y escabroso que nos haga el daño encantador que al bailar podrían hacernos los zapatos casi escolares de Fred Astaire. Al final acabamos formando pareja con alguien que ni siquiera nos de un motivo para salir huyendo, y lo que esperábamos ver convertido en un chorro de emoción y literatura, acaba reducido a la prosa administrativa y fría de un libro de familia, abocados a soportar el tedio de la regularidad, la rutina y el hastío, como en uno de esos insoportables viajes en los que nunca cambian el clima, la luz y el paisaje. ¿Por qué no habremos conocido a tiempo a una de esas personas cuyas ofensas aceptaríamos aunque solo fuese por sentir seguidamente el placer de sus brillantes excusas? ¿Por qué se nos niega la suerte de unir por algún tiempo nuestras vidas a uno de esos tipos en cuyas manos parecen prestados el dinero, el sudor y los gestos? Yo creo que nos pierde el afán de ver las cosas claras. Tendríamos que saber que lo interesante de la pasión son las llamas, y que las llamas, como el cine, pierden mucho al encender la luz. Es importante conservar el recelo. La gente pierde mucho al disiparse sus misterios. Descubrimos entonces que aquella cicatriz no fue el resultado de un navajazo, sino la lejana consecuencia de la varicela. Siempre es más interesante transigir con el misterio inicial y hacer lo posible por no colar la mínima traza de luz en sus calculadas penumbras. La mayoría de los hombres jamás alcanzan la talla de sus sueños y la mayoría de las mujeres, ¡Dios Santo!, la mayoría de las mujeres pierden mucho al vaciar el bolso sobre la mesa del salón. ¡Fin de la emoción! ¡Adiós misterio! Estas cosas son discutibles, pero en mi opinión, las mujeres se sienten a menudo tentadas por el tipo de hombre que solo les puede prometer entrar con ellas al cielo por la puerta del penal, aunque luego suelen casarse con el hombre de provecho que les compra la fruta en la joyería. Me dijo de madrugada una fulana en un garito: "La vida es dura y asquerosa, pero incluso en la horrible circunstancia de la prostitución, una mujer como yo abriga la esperanza de dar con uno de eso tipos sin preguntas al que no le importe aceptar que si hago esto es porque tengo entre la piernas la boca de mis hijos". Aquella sí que era una mujer interesante. Olvidé su nombre, muchacho, pero recuerdo que sentí en la carne pagada de sus caricias la mano decente de la panadera.
Pensé decirle: "No vendrá. No sé quién es el tipo por el que esperas, pero sé que no vendrá. También pudiera ocurrir que hayas venido aquí con la esperanza de que no acuda a la cita la persona por la que en el fondo no deseas esperar. Yo vengo casi a diario a este local y suelo esperar por alguien con quien no cuento, una mujer a la que ni siquiera conozco, un amigo del que sé que lleva meses muerto.... en realidad yo soy lo único interesante que me suele ocurrir. Hace un buen rato que me fijo en ti. Me pareció que eras una mujer decepcionada. ¡Qué bobada! Es difícil interpretar emocionalmente la apariencia de las personas. Hay mujeres en cuyo aspecto la decepción causa los mismos estragos que el esfuerzo de haber fregado para la cena la loza del almuerzo. Hay ocasiones en las que una buena ducha es tan beneficiosa para el alma como dos meses siguiendo con los ojos el péndulo del sicólogo. ¿Un fracaso? ¿Y qué importa un fracaso, amiga mía? Ya no somos niños. Sabemos que nada es para siempre y que una historia de amor sólo es eterna cuando se deja a tiempo. Me gustan las mujeres de paso, apenas iluminadas por la transeúnte luz del tren, mujeres que tienden a secar la ropa en una ciudad y la planchan en la ciudad siguiente. Cambiar de zapatos no sirve de mucho si no se cambia también los pasos. No puede ser emocionante salir todas las mañanas de tu vida del mismo portal. Ahora mismo casi amanece y no hay nadie más en este bar. Es probable que no volvamos a vernos. El acta del divorcio es el sitio en el que mi primera mujer y yo estuvimos más tiempo juntos. Incluso puede resultar interesante que tú y yo nos hayamos conocido sin otro motivo que despedirnos para siempre. No es mucho, pero, ¡qué demonios!, hay parejas que ni siquiera están juntos mientras se abrazan. Siempre tuve la esperanza de despertarme en un sitio distinto y no saber de qué país se trata hasta que los conserjes izan las banderas de los hoteles. Sé que es improbable que eso ocurra algún día, pero no importa. Lo que cuenta es el momento. De muchas películas, amiga mía, sólo resultan interesantes la taquillera y el cartel. El tipo por el que esperas no vendrá. Pero tampoco eso importa mucho. Verás mejor las cosas cuando amanezca y descubras que la vida mejora pasándole un cepillo al pelo mientras en el silbido de la cafetera se apea del tren uno de esos desconocidos con los que incluso valdría la pena entrar al infierno por la puerta de la panadería"... 
Creí que me diría: "No, no vendrá el hombre por el que aparento esperar. En realidad creo que es por mí por quien espero desde hace tiempo. Soy la única persona que cumple mis expectativas. Nadie me parece interesante, ni siquiera misterioso. Tienes razón en eso de que lo importante es el momento. Este podría ser uno de esos momentos que valen la pena. Ambos sabemos que lo nuestro sólo durará dos cigarrillos y lo que tardemos adrede en despedirnos. Después nos daremos nuestros teléfonos falsos y esperaremos inútilmente una carta en el buzón. Y lo habremos hecho por nuestro bien, porque tú y yo sabemos que la flor del cerezo es hermosa porque dura en el árbol menos que su aroma. Podríamos bailar esta melodía que suena, pero no lo haremos porque no quiero que los brazos de un hombre de paso sean mi vestido de novia. No estamos hechos el uno para el otro y ambos lo sabemos. Por eso lo dejaremos a los pies de la escalera, antes de salir a la calle y descubrir que lleva años muerto el conserje que izaba la bandera del hotel. De todos modos, me acordaré de ti cada noche que intente olvidar el rostro de alguien con quien podría haber valido la pena equivocarse. El amor, como el cansancio, se percibe mejor mientras se desvanece en el primer sueño... Pero ni yo le dirigí palabra, ni ella dio pie a la conversación. Pagué sus copas y la vi irse escaleras arriba reflejada en el espejo. La recuerdo hermosa y decepcionada. No sé que fue de ella. En la lluvia de la calle se reflejaba la luz de las farolas como si fuese la pasajera calderilla de las flor de los cerezos. Y durante varios días fue anteayer en el recalcitrante espejo del bar, ...mientras las palomas del cementerio se buscaban a ciegas la vida en la mano gramada de la panadera...




lunes, 3 de marzo de 2014

Si el matrimonio fuese adulterio... - José Luis Alvite

Si el matrimonio fuese adulterio... - José Luis Alvite

Se dijeron muchas cosas acerca de mi ausencia. Es cierto que arrastraba un cansancio físico insuperable, había aumentado hasta la patología mi pesimismo y había caído en ese estado previo a la locura en el que un hombre descubre que se ha quedado sin amarras y que para sentirse en casa incluso daría por bueno que el barman le pusiese apio en la ginebra. También es cierto que las mujeres que sintieron algo por mí lo dejaron porque descubrieron con espanto que un tipo como yo sólo dejaba de ser un desconocido para convertirse en un extraño. Nunca les di la menor opción. Fui reservado y algo cínico, lo reconozco, pero en el fondo ellas supieron siempre que no cabe esperar nada de un tipo que lleva treinta años durmiendo con un pie en la alfombra. A mi querida M. he de reconocerle que no se equivocaba en absoluto la noche que me dijo que mis manos sólo eran un sitio caliente en el que perder sus llaves de casa. Muchas madrugadas aparqué frente a su portal por si acordaba entrar. Luego amanecía y yo seguía allí, al volante de un panteón empañado, silencioso mientras sonaba como un sonajero el jazz frío de Ben Webster en aquel maldito coche con el motor de mármol. Todos esos años viví emociones contradictorias. Envidiaba la vida regular de la matutina gente de diario, pero detestaba el aburrido orden de la decencia. Llegué a creer que no estaba hecho para la convivencia y que de haberme plegado a la confortable rutina de un hogar, sólo encontraría cálida la luz de la nevera. La calle era mi sitio, mi casa, el lugar ideal para alguien cuya idea del hogar era una carretera con cortinas en la que las curvas fuesen tan familiares e inocentes como la letra de la escuela. A veces creí sentir algo por alguien, pero no sería sincero si no reconociese que al cabo del tiempo me queda la terrible sensación de que había caído en ese estado de indiferencia en el que un hombre besa a una mujer aunque sólo sea porque la boca de una mujer cansada es un buen sitio en el que guardar de madrugada el sarro, los bostezos y el humo del cigarro. No es bueno que te odien, muchacho, pero en las malas condiciones en las que te mete la madrugada, acabas por aceptar que hay mujeres que sólo te recuerdan si consigues sustituir en su corazón la memoria por el rencor. Por eso es bueno sacar de vez en cuando la boca por encima del culo y respirar algo que no te manche las heces. Es entonces cuando hay que elegir entre el tanatorio y el somier de casa, aunque se disparen los rumores y se diga que te pusieron las maletas en la calle, te pilló en su pijama el marido de una amiga, o que, harto del sexo de almanaque, optaste por tontear con una oveja. En realidad, todo es menos divertido y más sencillo. Desistí de la calle durante un año porque mis últimas notas tomadas en El Corzo parecían escritas con lejía en un sismógrafo y porque me estaba quedando sin las fuerzas que se necesitan para mantener vivo el viejo sueño de entrar algún día en la meta empujando personalmente el caballo. Conviene tomar distancia antes de probar de nuevo a volar a través del cemento. Incluso el pájaro más idiota sabe que, en el mejor de los casos, la libertad consiste en cambiar a una jaula más grande. El caso es que ni yo mismo apostaba por mí. Llevaba treinta años buscando escaleras abajo el cielo y no caía en la cuenta de que estaba volando a ciegas en la funda de un paraguas. Alguien me dijo que la vida es algo más que cambiar de boca la saliva. A veces olía como si me hubiesen lavado la ropa con sudor. Una mañana me fui al psiquiatra y el psiquiatra me dijo que había opciones mejores que sentarme en la calle esperando a que el viento cambiase de acera los portales. Por eso lo dejé durante un año. No es que haya hecho grandes progresos, pero al menos no confundo con perros a mis hijos y sé que un hombre puede dar pasos elegantes aunque se corte de vez en cuando las uñas de los pies. Ahora vuelvo a mi columna y lo hago con la voluntad de mantener el sentimiento y la acidez. Mi ausencia fue sólo una tregua para cambiar de color los vómitos y porque a la muerte jamás hay que echarle una mano en su trabajo. Y también porque quería saborear el placer de pasar un rato en casa antes de que morir en el rellano de la escalera sea allanamiento de morada. Hay tipos que necesitan una buena coartada para morir en su propia cama. Ya digo que lo mío no ha sido una retirada, sino una pausa. He querido tomar distancia para el regreso. Pero se trata de una cura relativa. No se puede vivir sin cierta confusión. Una mujer sólo se enamora de ti cuando te confunde con otro. No está de más saber dónde tiene uno el freno, pero aunque te juegues la vida, muchacho, siempre resulta más excitante circular con los semáforos en ámbar. Sé de un tipo que juega de noche al tenis con la raqueta en una mano y una linterna en la otra. Es cuestión de paciencia. Lo importante es tomarse el dolor con la calma de esos soñadores que se secan las lágrimas con la tibia luz del cine. De lo que se trata, amigo mío, es de llegar al cementerio ex aequo con tu cadáver, a sabiendas de que por muy importante que seas, nada evitará que te mueras un par de folios antes que tu biógrafo.Hay parejas muy unidas que no se fallan el uno al otro y podrían envejecer compartiendo el gotero y la dentadura postiza. No es bueno morirse sin tener quien cierre tus ojos. Pero aunque resulte chocante, creo que la gente se casaría más a gusto si el matrimonio fuese adulterio. ¿Sabes?, treinta años de fracasos y de sueños entre el fango y la niebla me enseñaron que Nueva York es mucho más interesante si la recorres con un plano de Venecia.