domingo, 9 de marzo de 2014

Paisaje con sexo y sandías - José Luis Alvite

Paisaje con sexo y sandías - José Luis Alvite
Muchas veces al recorrer la costa gallega he pensado que lo que está ahora a la vista no es lo mismo que conservo en la memoria, y al reparar en la responsabilidad de quienes causaron tantos destrozos, estoy seguro de que las cárceles están menos pobladas de lo que tendrían que estar. Rellenaron sin sentido el perfil del litoral, talaron los árboles y las palomas, ensuciaron el agua y cuesta creer que alguna vez existiese aquel mundo arousano de mi infancia en el que las almejas parecían hernias y se daban como la arena, las gaviotas comían sin apetito, y, aunque es cierto que alguna gente andaba descalza y las bombillas daban casi más luz al apagarlas, a mi me parecía que nadie pasaba grandes privaciones y que ni siquiera en las familias más necesitadas estaba el hambre en ayunas. Mi amiga Rocío González, que es andaluza y recorrió esa costa con su familia el último verano, comparó los estropicios del litoral gallego con los horrores del Sur y reconoció sentirse fascinada por una belleza paisajística que a ella le pareció bautismal, limpia y epidural como un sueño. A mi me gustó ver la costa en sus ojos y me agradaría que la hubiese visto ella en mis recuerdos. Hemos hablado sobre su visión unas cuantas veces desde entonces y yo he querido transmitirle la idea de que esa costa era entonces aun más hermosa y no había en el mar nada que fuese más sucio que el reflejo de la luz del sol, el pescado casi no cabía en el agua y en verano los incendios fertilizaban los montes de manera que pudiesen anidar los pájaros en los mimbres del fuego. También hube de reconocerle que la belleza es algo que se admira cuando se corre el riesgo de que se desvanezca, en ese momento de la mera expectación en el que uno se da cuenta de que el cambio va a ser amargo e inexorable y ya nada será como hasta ese instante. Le conté a Rocío que incluso la carnalidad era entonces más golosa y que en la colina cambadesa de A Pastora los muchachos enterrábamos la cara en las sandías de septiembre poseídos por una mezcla de sed, gula y lujuria, hasta tener la inefable sensación de estar descubriendo la alegoría de la fecundidad, el tacto gomoso, babado y lascivo de la pulpa roja y vaginal de las mujeres. En su meridional y sutil sensibilidad para los colores, mi amiga sentiría de todos modos una insufrible nostalgia si viviese en la Galicia taciturna y entumecida del invierno, lejos de esa tierra suya en la que incluso hace espuma azul el mármol, aunque creo que comprenderá mi felicidad retrospectiva si le digo que la costa gallega que ella ha admirado tanto era más hermosa en mi infancia y en el almanaque venial de mi pubertad, en aquel tiempo invertebrado en el que sonaba como alhajas la maraca de la risa de las niñas y la mar remitía como saliva puerperal en la encía dulce de la costa afrutada, mientras el viento ladraba en las enaguas de los tendales y entre las piernas de las mujeres blasfemaba, como el sifón de un retrete, el ímpetu de aquellos hombres que sudaban caldereta de congrio y luego se hacían a la mar con la inconsciente certeza de vivir en un mundo en el que los perros eran autodidactas, el humo era la pantomima gris de un fuego lavado y todavía no se habían ahorcado en las banderas las ruinas del aire.
(A mi amigo Paco Lara)

jose.luis.alvite@telefonica.net

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