miércoles, 25 de junio de 2014

El castigo de la libertad - José Luis Alvite

El castigo de la libertad - José Luis Alvite
Quedan pocos días para que entren en vigor las nuevas restricciones con las que se pretende combatir el consumo de tabaco. No parece que el sentido de esa lucha vaya a invertirse, de modo que a partir del 2 de enero va a ser imposible fumar en los bares, lo que supone que en su lucha contra el tabaco el Gobierno lo que conseguirá de mí es que deje de tomar café. Muchos fumadores se replegarán sobre sí mismos y consumirán tabaco en la vía pública o en la intimidad, renunciando a los bares y cafeterías a los que acudían habitualmente. No sé hasta qué punto la medida redundará en un descenso del consumo de tabaco, pero estoy convencido de que será decisiva en la caída de la venta de café. En una etapa anterior de su cruzada contra el tabaco, los políticos decidieron estampar en las cajetillas mensajes advirtiendo de que el hábito de fumar acortaba la vida o podía incluso matar. No sé si hay estudios serios acerca de la repercusión de aquellas advertencias, pero estoy seguro de que, lo mismo que me ocurrió a mí, muchos consumidores lo que hicieron en vez de dejar de fumar, fue dejar de leer. Nuestros gobiernos siempre consiguen éxitos inesperados mientras intentan conseguir otros resultados, lo que explica que al PSOE se le dé tan bien que gobierne el PP. Ahora me entero de que en su rigor persecutorio contra los fumadores, la Ley reconoce la excepción de las prisiones. Un pacífico ciudadano que cumple con todos sus deberes sin saltarse las normas tiene prohibido fumar en el bar en el que paga sus consumiciones, pero podrá hacerlo en la cárcel a la que le lleven por haber asesinado al camarero que le obligó a apagar el cigarrillo. En prisión todo serán facilidades para que estudie y podrá ganar algún dinero extra haciendo pequeños trabajos que sólo producen fatiga si los dejas. A los reclusos se les ofrecen también espectáculos teatrales a los que jamás habrían asistido si tuviesen que pasar por taquilla y juguetonas chicas de pago. Y ahora, según he leído, a los presidiarios se les permitrá fumar. Yo he llevado una vida irregular y algo turbia, lo reconozco, con vicios diversos y no pocas salidas de tono, temeroso de cruzar la finísima línea que me ponía a salvo de la cárcel. Si volviese a las andadas, creo que cruzaría esa dichosa línea, aunque sólo fuese porque el castigo de perder la libertad tal vez se compensase en mi caso con el premio de fumar. Los presidios se llenarán de ansiosos fumadores hartos de las horribles restricciones de la vida en libertad. Y de vez en cuando entrarán en la cárcel los antidisturbios de la Policía para desalojar a los reos que se resistan a la salir a la calle una vez cumplida su condena. Me pregunto qué clase de sociedad es ésta en la que la salud se ha convertido en un deber y la libertad se considera un castigo...

Mamie Van Doren - José Luis Alvite

Mamie Van Doren - José Luis Alvite
De muchacho me dejaba llevar por los impulsos, y aun así, que yo recuerde, mi impulso más determinante era siempre un impulso lírico y contemplativo, es decir, el impulso de no hacer lo que tendría que haber hecho. Supuse entonces que con el paso del tiempo recuperaría el retraso y haría todo aquello que para entonces aún tendría pendiente de hacer. Me equivoqué.
No perdí mis impulsos y todavía muy a menudo me dejo arrastrar por las corazonadas más que por las razones, pero cuando me pongo reflexivo pensando en la conveniencia de tomar decisiones inteligentes, lo único que consigo es pensar bien los planes que al final dejo de nuevo sin hacer. Sigo siendo cobarde para las cosas que me acobardaron en la adolescencia, sólo que ahora soy un cobarde más reflexivo, es decir, un estoico cobarde sin excusas.
Sólo me queda ante mí mismo la coartada de entender que mi cobardía de ahora ya no es el resultado de un atolondramiento, sino una conquista intelectual, del mismo modo que ciertos nacionalistas consideran un hallazgo ideológico lo que en realidad por lo general no es otra cosa que una patología mental. Yo reconozco haber tenido inclinaciones nacionalistas en una época de mi vida en la que me sentí descontento con el hedonismo de la adolescencia y pensé que un hombre no podría redimirse de su indigencia conceptual si se resignaba a creer que su techo ideológico era la masturbación. Un día al salir de la ducha rompí la foto de Mamie Van Doren y decidí invertir mis energías en la adopción del nacionalismo radical como método de redención vital. Fue uno de mis impulsos menos líricos y mi apuesta adolescente más arriesgada.
Con el transcurso del tiempo comprendí mi error y me pregunté sin éxito adónde diablos habría ido a parar aquella bendita foto de Mamie Van Doren con la que tan a gusto había cultivado mi indigencia ideológica.
Había llegado a la conclusión de que el nacionalismo no sólo no había llenado de sentido mis expectativas intelectuales, sino que había vaciado de contenido mis manos. Ahora soy mayor y, por suerte, lo bastante inmaduro para creer que los pensamientos que calientan la cabeza y envenenan la mente de un hombre, no son en absoluto más recomendables que aquellos otros que simplemente le vician la mano y le joden la letra.

lunes, 23 de junio de 2014

Abrazo con lluvia - José Luis Alvite

Abrazo con lluvia - José Luis Alvite
Fue en una oscura tarde de diciembre, hace ya algunos años. En pleno centro de Compostela un joven delincuente me salió al paso con las manos en los bolsillos bajo la lluvia. Habíamos tenido lo nuestro por culpa de lo que él hacía y de lo que yo contaba. Días antes me había seguido a los lavabos de una cafetería, cerró la puerta tras de sí y me puso una navaja al cuello. Me dijo: «Esperaré a que con el miedo se te suban los huevos a la garganta y entonces te los arrancaré con la punta de la navaja, los tiraré al suelo y los aplastaré como si fuesen dos putos caracoles». Me dejó sin aliento, luego retiró la navaja y se largó mientras yo intentaba recordar cómo meaba antes del miedo. Aquella tarde bajo la lluvia supuse que podría repetirse la amenaza y quise cambiar de acera. Entonces aquel tipo me alcanzó, me cortó el paso y me dijo: «Es Navidad y estoy solo. Eres un cabrón de mierda, pero, ¿sabes?, es Navidad y no tengo quien me abrace». Entonces sacó las manos de los bolsillos, abrió los brazos en cruz y esperó el abrazo que tuve el acierto de no negarle. Yo le pasé con mis manos el afecto que aún conservaba a pesar del susto de aquel café y él me hizo llegar a la gabardina el agua de su ropa empapada. No recuerdo que nos dijésemos nada. Tampoco sé si aquel tipo lloraba o era sólo lluvia aquel brillo en sus ojos maleados por la vida y pasmados por el cansancio. No volví a cruzarme con él desde entonces. Supe de sus fechorías y las conté en mi periódico pero ya nunca pude retratarle como lo hacía antes de aquel abrazo mojado. Cada vez que probaba a describirle me salía un tipo cordial, el muchacho solitario y navideño que mendigaba un abrazo bajo la lluvia. Era como si por culpa de sus actos criminales me remordiese a mí la conciencia y fuese incapaz de contar la realidad sin dejar que interfiriese en ella la piedad. Supuse que él agradecería aquella imagen más cordial, pero al mismo tiempo pensé que tal vez aquel perfil más sensible podría desacreditarle entre los otros delincuentes. Ni siquiera estaba seguro de que cualquier día no resistiese la tentación de intimidarme y me siguiese de nuevo a los lavabos de la cafetería, me señalase la garganta con la punta de su navaja y me dijese: «En aquella ocasión era Navidad y te pedí un abrazo. Bien, me diste el maldito abrazo y ahí tendría que acabarse todo. Pero ahora hablas bien de mí y me estás hundiendo. Mis colegas creen que soy tu confidente. ¿Sabes?, yo aquel día quería tu abrazo, joder, no tu reputación»...

Cadáver con moscas - José Luis Alvite

Cadáver con moscas - José Luis Alvite
De adolescente quería saber qué se sentía al estar enamorado. Después de aquello me enamoré y me entró curiosidad por saber qué se sentía con motivo de que me hubiese dejado una mujer. La verdad es que me he pasado media vida tratando de que fuese por completo distinta la otra media. En mis relaciones sentimentales he tenido siempre mucha suerte y no puedo decir que haya sufrido porque no me amase la mujer a la que deseaba, probablemente porque jamás me propuse mis objetivos más allá de donde estuviese seguro de que pudiese acertar mi discreta puntería. Supongo que eso significa que si fuese cazador, me habría dedicado a la captura de perdices con las alas de alpaca y a dispararle a los cadáveres de los jabalíes presos de los cuervos. También es cierto que una manera de evitar que alguien deje de quererte por iniciativa propia es hacer cuanto puedas para sugerirle que lo haga ella misma en tu nombre. Con esa actitud conseguí que me dejasen unas cuantas mujeres con las que yo jamás me habría atrevido a romper. Entonces reducía mis apariciones hasta que a ella se le hacía evidente que sobraban una entrada para el cine y un cubierto en la mesa. Reconozco que siempre me faltaron agallas para romper con una mujer mirándole a los ojos. También he de reconocer que si es ella quien parece decidida a acabar, me doy cuenta de que mis recursos para evitarlo no son tan sólidos como pensaba. Un amigo mío que presumía de conocer a las mujeres me dijo en una ocasión que para evitar un fracaso sentimental la literatura daba distinción y quedaba muy fina, pero que lo mejor era acudir a la última cita llevando para ella en un estuche un maravilloso reloj de pulsera. ¡Bobadas! Yo lo pasé muy mal con una mujer a la que adoraba pero al poco de conocerla supe que lo del reloj de pulsera no iba con ella. «Me has decepcionado y ya no puedo confiar en ti. He perdido la fe. Ya no me creo tus promesas», me dijo. Ni siquiera acerté con una sola frase con la que pudiese conmoverla. A mí su decisión me parecía exagerada e injusta, pero no hubo manera de ablandar su resistencia al perdón. Entonces desaparecí lentamente de su vida y convertí el dolor en literatura. Le dije adiós a lo lejos con una columna cobarde y cariñosa que le dediqué en el periódico. Nunca supe si ella llegó a leer aquello, pero, ¿sabes?, yo sigo donde solía estar y aún soy propenso a enamorarme, de modo que si acuerda cambiar de opinión no tiene más que desandar sus pasos y decirme: «He vuelto porque sé que estarás solo como un perro y porque un día me dijiste que te gustaría que espantase con mi abanico las moscas de tu cadáver».

sábado, 21 de junio de 2014

El ascensor - José Luis Alvite

El ascensor - José Luis Alvite
Cada vez que entro en un portal me aseguro de que no habrá nadie a punto de utilizar el ascensor, no porque no me agrade compartirlo, sino porque detesto las conversaciones forzadas que suelen darse en las inevitables restricciones de sitios tan pequeños. La meteorología y la salud son temas muy socorridos en esas conversaciones un poco automáticas en las que uno se ve obligado a participar sin el menor interés. La gente mira hacia el techo del ascensor como si se tratase de un fondo de nubes del que derivar la conversación sobre la lluvia inminente o el sofocante calor que hace insoportable la humedad del ambiente. La situación es más incómoda si quien se sube al ascensor es la señora madura y atractiva que no sabes muy bien si desea que la observes con admiración o te vuelvas de espalda para hacerle más cómodo el viaje. A veces suena en el ascensor una de esas agradables melodías de Henry Mancini que sirven de envoltorio para cualquier conversación y te sientes en la tentación de decir algo, lo que sea, una pirotécnica frase vacía, un comentario genérico sobre la soledad o la rutina, cualquier cosa que supones que va a despertar hacia ti la simpatía de la señora madura y atractiva que en realidad no sabes si espera que te fijes en ella o te pondrá una denuncia en el caso de rozarle el pelo con el aliento. A mí la elegante música de Mancini siempre me ha servido para hacer frases, pero eso no suele funcionarme en los ascensores, probablemente porque a las señoras de los ascensores la estrechez del elevador les produce una desconfianza insuperable y creen que aunque yo fuese un canónigo, sería capaz de descuartizarlas y huir luego con sus restos metidos en su bolso de mano. El miedo es, a menudo, un elemento desencadenante del erotismo, aunque se trate de un erotismo asustadizo, incluso criminal, que la señora madura y atractiva no sabe si se resolverá en un beso o en un hachazo. Suena «Snowfall» de Mancini e imagina uno que a su acompañante del ascensor no le desagradaría una de esas frases que parecen pensadas para ser pronunciadas en el vestíbulo de un hotel de Nairobi con un martini apoyado en la cola del piano. A mí me ocurre con frecuencia, pero me contengo. Se me mete en la cabeza que la atractiva mujer madura lo que desea es que me fije en ella sin que se me note que la observo. Y a mí eso me parece muy complicado, tanto como lo sería disparar un obús sin que retumbe el suelo. Por eso cada vez que me tienta confesarle mis emociones a la madurita con la que comparto el ascensor, mi cabeza piensa en sus piernas, en sus clavículas, en sus axilas, pero por la boca sólo me salen el clima, la salud y el precio del pollo.

Agua al fuego - José Luis Alvite

Agua al fuego - José Luis Alvite
Un amigo mío que acababa de romper con su mujer y llevaba dos semanas alojado en una fonda me dijo que las desavenencias venían de antiguo pero se habían agravado en el momento de mayor desahogo económico de la pareja. Después de escucharle un buen rato, estuve de acuerdo con él en que a veces lo que nos separa de nuestras parejas no es la escasez de dinero, la incertidumbre laboral o el desacuerdo en la educación de los hijos, sino, lisa y llanamente, porque hay demasiados muebles y es difícil llegar hasta el otro sin tropezar por el camino. Cuando me casé por primera vez, al instalarme en aquel frío piso de alquiler comprendí que era inmensamente feliz a pesar de que el mueble más valioso resultaba ser la puerta de la calle. Ni mi mujer ni yo sabíamos mucho de cocina. En cambio, ambos teníamos claro que para que una casa fuese un hogar lo primero sería que alguien arrimase las ventanas y encendiese el fuego. Yo me encargué de las ventanas y ella arrimó una cerilla al gas y arrastró sobre la llama una olla con agua. Después esperamos algunos minutos, empezó a salir el vapor, nos miramos a los ojos y sin decirnos nada supimos que aquello era un hogar y que nosotros éramos por fin una familia. Fue cuestión de días que con algo de dinero pudiésemos surtir medianamente la nevera con cualquier cosa que no se pudriese con el frío. No recuerdo haber sido muchas veces tan feliz como cuando conseguimos que hirviese en la olla una comida que no sabíamos si sería sabrosa, pero que al menos sin duda era amarilla. Mi mujer tenía un humilde sueldo de oficinista y a mí el periodismo me costaba dinero, así que nos sentíamos tan unidos como dos fugitivos que hubiesen buscado calor y cobijo a espaldas de la Ley en un figón de la beneficencia. Ahora que lo pienso creo que las nuestras eran las basuras más escasas y más pobres de la calle en la que vivíamos, pero, ¡que demonios!, al menos estábamos seguros de que acudirían a ella los perros más ilustrados, aquellos canes líricos e hipermétropes que husmeaban los folios manuscritos en los que a veces envolvía las helicoidales pelas de las patatas. Ahora recuerdo aquello y comprendo que a mi amigo y a su mujer se les hubiesen atragantado de aquella manera la dichosa prosperidad y tantos muebles. Será por eso que a veces desisto de cobrar las cosas que escribo. Nunca anduve sobrado de dinero, pero, ¿sabes?, cada vez que entra un mueble en casa, echo mano instintivamente del listín con los teléfonos de los hoteles...

jueves, 19 de junio de 2014

Nevada en Facebook - José Luis Alvite

Nevada en Facebook - José Luis Alvite
Desde las restricciones sociales que me he impuesto como una merecida penitencia casi monacal por mis lustros de desarraigo en las calles, tengo la suerte de disfrutar de un mundo intangible e inabarcable gracias a los numerosos contactos virtuales que facilita internet. Me muevo en Facebook desde hace ocho meses y he hecho en ese ámbito amistades tan sólidas como podrían serlo las que recuerdo haber formalizado en las barras de los bares, con la particularidad de que no dispongo a mano del barman de cabecera que tan atentamente me facilitaba en «El Corzo» los posavasos en los que escribir mis notas. En mi muro de Facebook cuelgo la música que me gusta, escribo dedicatorias y he logrado reunir a un variado grupo de personas que comparten mis aficiones literarias, mis inclinaciones artísticas o que, simplemente, se sienten a gusto con alguien que ha prolongado en «La Red» su propia existencia y no tiene inconveniente en ser tan emocional, tan intenso y tan autobiográfico como si Facebook fuese el diván del psicoanalista. Hasta que hace unos días mi muro de Facebook empezó a resentirse, se paralizó y tiene problemas de actualización, de modo que mi gente y yo contactamos de manera esporádica, errática, como vagabundos que se encontrasen encaramados de manera inestable en el techo de un tren conducido a oscuras por un muerto durante la noche lluviosa, en una llanura de mazapán, sobre raíles de azúcar. En «El Corzo» le habría manifestado mi malestar al barman y el asunto estaría resuelto con una ronda de copas pagadas de buena gana por la casa, pero en Facebook es difícil saber a quién dirigirse con las quejas. ¿Hay alguien ahí, en la noche fluorescente de Facebook? ¿Alguien que entienda que mi muro se ha quedado como inmóvil, frío y cada vez más despoblado, convertido casi en la tapia de un cementerio? Es como si una nevada virtual me hubiese dejado aislado en la penumbra catastral de Facebook y no tuviese seguridad alguna de que vayan a venir las máquinas quitanieves, los servicios de socorro, el camión en el que acudan, encaramados con guantes y pasamontañas, los entumecidos muchachos que resuelvan la situación con el recurso de las viejas paladas de sal. Como no tengo otra alternativa, quedo a la espera de que alguien sobrevuele mi aislamiento virtual y tenga al menos la generosa ocurrencia, o el agradable descuido, de arrojarme un paquete con comida y una vieja linterna como la que utilizaba el acomodador del cine Capitol para guiar tus pasos hasta el retrete mientras tu chica se alisaba la falda y al otro lado del pasillo en la garganta de un tipo transeúnte croaba –cansado y culposo– el falso sueño redentor de un criminal.

martes, 10 de junio de 2014

Soledad - José Luis Alvite

Soledad - José Luis Alvite
Conozco a muchas personas que huyen de la soledad como si temiesen arder dolorosamente en ella. A mí la soledad siempre me ha parecido una gran conquista y estoy solo con frecuencia. Se ha dado el caso de procurarme la compañía de alguien aunque fuese para tener a quien contarle lo mucho que me gusta la soledad. Claro que la mía es una soledad deliberada, algo que me ocurre como resultado de un deseo, una especie de soledad de conveniencia que me sirve para reflexionar sobre mi vida y sintonizar en mi conciencia los remordimientos que me causen dolor y me ayuden a escribir. Supongo que me encontraría menos a gusto con la implacable soledad de quien desea compañía y no la encuentra. La soledad como pretexto intelectual es más llevadera que la soledad constante e irremediable que al final evoluciona hasta convertirse en una horrible patología. Tiene gracia que algunos intelectuales presuman de su dolorosa soledad creativa y aleguen que su obra es el resultado de graves páramos emocionales, cuando saben que el suyo es un aislamiento voluntario y momentáneo, una cuarentena más llevadera que la estricta soledad del anciano que duerme echado sobre las vísperas de su cadáver porque ni tiene quien le de la vuelta en cama para espantarle siquiera las moscas verdes y azules que se lo comen vivo. Esa es la verdadera e hiriente soledad y no tiene sentido compararla con la mía, que es una soledad buscada por mi propia mano, un dolor que me ayuda a escribir y me hace digno responsable de mis errores. No puedo comparar esta soledad con la de aquella anciana a la que con motivo de un reportaje humanitario visité en su casa cerca de Arzúa. Olían tanto las heces sobre las que yacía, que yo creo que incluso vomitaban las ratas que merodeaban su cama. Había telarañas e insectos por todas partes. La anciana tenía un crucifijo de madera sobre el pecho, con un Cristo que seguramente llevaba meses asqueado con aquella peste y comiéndose las blasfemias contra Dios. Apenas hice preguntas porque se me llenaba la boca de enormes y lacias moscas consonantes. He estado muchas veces solo y he sufrido mientras pensaba sobre los malditos errores de mi vida, pero, ¡demonios!, la mía no es la soledad de aquella anciana leñosa por cuya sonrisa recuerdo haber visto pasar –como un epitafio, como una sutura del forense– la lentitud autógrafa de un ciempiés.

Recuerdos de nunca - José Luis Alvite

Recuerdos de nunca - José Luis Alvite

En un momento de mi vida en el que me pareció que se me hacía tarde para perder el tiempo en los recuerdos, decidí escribir un diario en el que supuse que podría rastrear luego los términos de mi existencia. Puse empeño durante algunos días y escribí unas cuantas páginas de aquel diario. Desistí cuando pensé que el tiempo que dedicaba a la enumeración de lo que me había sucedido me impedía exponerme a que me ocurriesen cosas nuevas. No negaré que mi resistencia a continuar con el diario fue debida también a que me di cuenta de que lo más relevante que había anotado en aquellos pocos días no era una conversación amena  o un suceso crucial, sino el buen sabor de boca que me había dejado una ración de fabada. Decidí suspender las anotaciones en el diario y romper todo lo escrito hasta entonces. Y seguí dejando que la vida me ocurriese sin preocuparme de transcribirla, persuadido de que las cosas que son importantes se recuerdan luego sin necesidad de anotarlas. Casi nada es tan importante como parece. En realidad la vida está llena de momentos inolvidables que en vano tratamos luego de recordar. A lo mejor resulta que el diario  no hay que escribirlo para llevar cuenta de lo que nos ha ocurrido, sino para ser conscientes de lo que por suerte hemos olvidado. Lo mejor que nos puede ocurrir es que gracias a nuestra mala memoria seamos capaces de recordar aquellas cosas tan hermosas que jamás nos sucedieron. Es gracias a esa visión del pasado que tengo fresco en la memoria el recuerdo de aquel crudo día de noviembre en el que no cabía el agua en la lluvia. Me considero muy afortunado cada vez que pienso en lo azul que tenía la mirada aquella chica con los ojos tan negros.

Fruta con percebes - José Luis Alvite

Fruta con percebes - José Luis Alvite
Con motivo del fracaso de mi primer matrimonio, mi madre aceptó que me instalase en su casa luego de que le prometiese desistir de mi vida nocturna. Dormía ocho horas seguidas, hacía tres comidas al día y podía peinarme mirándome en el brillo de mis zapatos. Ya ni recordaba la última vez que había comido un medallón de ternera que no pareciese guisado en la nevera. Lo cierto es que no había en toda la ciudad una sola calle que no me devolviese a tiempo a casa, ni una sola mujer que me desviase de aquel balneario régimen moral. Por primera vez en muchos años me reencontré con el aroma de las flores y con el olor de la fruta. También mi alma se fue limpiando a medida que se calmaban mis nervios y se aclaraba mi orina. ¿Sabes?, me sentía tan bien, y estaba tan orgulloso de mi nueva vida, que una mañana pensé que en aquella etapa de saludable y gozosa regeneración moral, incluso una pizca más de felicidad podría alborotar mi metabolismo y subirme el azúcar. ¿Sería posible que en aquel orden tan decente y profiláctico, casi cenobial, estuviese el origen de la diabetes? ¿Y sería tanta paz, por otra parte, la causa de que el placer algo automático de la rutina se acumulase al final como grasa en las caderas de las mujeres? Al principio sentí cierto placer al saberme de nuevo comprometido con una sociedad en la que la conciencia estaba regida por normas que a simple vista parecían razonables, aunque no tardé en preguntarme qué ocurriría en el caso de que la gente tuviese que tomar sus propias decisiones si por culpa de una tormenta quedasen fuera de servicio los semáforos. Era evidente que en la vida diurna los instintos habían sido sustituidos por las normas, de modo que no era su conciencia, sino la policía municipal, quien les reprochaba sus errores a los ciudadanos. Una tarde me asomé a la ventana de casa y me quedé un rato mirando a la gente ir de un lado para otro sin saltarse la relojería de sus compromisos, obediente como un tren que en su marcha se atiene sin remedio a los raíles. Me pregunté si aquél era realmente mi destino y si el día no sería en realidad el aburrido trámite que hace más farragosa la existencia y sólo tiene la ventaja de que precede sin remedio a la noche. ¿No eran acaso los túneles lo más excitante del viaje cada vez que de niño iba en tren hasta el Mar de Arousa? Después anocheció y la calle se quedó desierta. Y pensé que la de la santidad era una actitud trivial y aburrida, algo que te ocurre sólo en el caso de que seas incapaz de ser uno de esos hombres que vuelven de madrugada a casa con el culposo sigilo de alguien que entrase a robar.
Destruido mi primer matrimonio, el regreso circunstancial a casa de mis padres fue un intento de regenerarme que yo sabía que estaba condenado al fracaso. Llevaba demasiado tiempo trasnochando y sería difícil que me adaptase a las restricciones de una vida doméstica y organizada en la que sólo corría el riesgo de quemarme los labios con la leche del desayuno. Trabajar, comer y dormir sólo era un buen plan para alguien que pensase en la posibilidad de ser canonizado. Una noche volví tarde a casa y al día siguiente la demora fue aun mayor, hasta que llegó el momento en el que para el desayuno del jueves me presenté en la mesa la mañana del domingo. Para tranquilizar a mi madre probé a acariciarle la cara.
Entonces ella olió mis manos, las rechazó y me preguntó con sorna si aquel olor en mis dedos era porque me hubiese pasado tres noches comiendo percebes. Luego se ausentó y regresó al cabo de unos minutos con una maleta en la mano. «Será mejor que te marches antes de que tu padre salga del baño creyendo llegar a tiempo de que te hayas ido. El prefiere no verte por temor a arrepentirse y yo he pensado que lo mejor es que lleves tu vida y que sólo sepamos de ti por tu firma en el periódico.
Ya no me hago ilusiones contigo. Sé que me olvidarás tan pronto hayas arrugado las camisas que llevas recién planchadas. Sabía que te costaba adaptarte a la decencia, pero nunca pensé que hubiese alguien tan reacio a la felicidad». Iba a despedirme con un abrazo pero ella se volvió de espaldas. «Cuando salgas, por favor, no hagas ruido al cerrar la puerta; no quiero tener la absoluta certeza de que realmente te has ido».

Aquella escena tan amarga no dio para más, pero cada vez que pienso en ella por alguna razón creo que mi madre se quedó con las ganas de un añadido que hiciese aun más evidente la firmeza de su dolorosa decisión: «Y si algún día me llamas por teléfono, que sea sólo para recordarme que te olvide».
Ocurrió aquello una agradable mañana de verano, pero yo encendí la calefacción del coche y aun así recuerdo que al cabo de un rato me cogió el frío.


Al poco tiempo murió mi padre, y aunque estuve en su entierro, a veces pienso que sigue en el baño porque con el ruido cómplice del agua es difícil saber si alguien ha cerrado la puerta para no volver.

Cuestión de afeitado - José Luis Alvite

Cuestión de afeitado - José Luis Alvite
Yo no sé muy bien cuáles eran las expectativas de los monárquicos ortodoxos cuando el Príncipe Don Felipe se casó con la periodista Letizia Ortiz, pero desde mi punto de vista, la boda habría sido un acierto aunque sólo fuese por la decisiva influencia de la locutora en la mayor popularización de la Familia Real. Letizia está llamada a ser una efigie en los sellos, pero a la gente de la calle le gusta también porque podía haber sido el rostro de un perfume o la chica hermosa y dentífrica que envejece con dignidad y empaque mientras se deja macerar lentamente por la luz gomosa del telediario. Como a cualquier vieja institución europea, a la monarquía española le sobraba madera y le faltaba elasticidad. Aun ahora cada vez que me fijo en Su Majestad la Reina, recuerdo que la primera vez que la vi frente a mí, en julio del 76, no me pregunté quién sería el estilista que la peinaba, sino dónde diablos tendría su taller el tipo abnegado y minucioso que le repasaba el pelo con su gubia de ebanista. A mí Doña Sofía siempre me ha parecido una mujer austera, inteligente, culta y encantadora, pero pensaba que si al pueblo llano le resultaba algo distante, no era por su retraimiento natural, por su inteligente discreción o por su actitud sobria y reservada, sino, lisa y llanamente, porque aquella sonrisa suya tan comedida parecía un nudo en la madera de un laúd. Ahora el semblante de Doña Sofía resulta menos agridulce y más confiado, yo creo que porque Doña Letizia ha entrado en la Familia Real arrastrando en su rebufo el aire desenvuelto de una mujer dispuesta a que del Príncipe no sólo se sepa lo que piensa, sino que se entienda incluso lo que dice. Desde hace una temporada, Don Felipe lee sus discursos con aplomo, con entonación, levantando la cabeza con naturalidad, mirando a su auditorio con seguridad, como si supiese que, por fin, los españoles se dan cuenta de que se ha casado con una mujer que no ha llegado a La Zarzuela desde la carpintería endogámica y mortuoria de El Escorial, sino desde la luz popular y cenital de los probadores de Zara. Si todo sale como se piensa, no tardaremos en tener en La Zarzuela una reina moderna y atractiva, distinta de aquellas otras reinas entumecidas y leñosas que en las monedas se distinguían de sus augustos maridos porque, mirados de cerca, sus rostros eran maneras distintas de apurar el afeitado.

jueves, 5 de junio de 2014

Vela sin cera - José Luis Alvite

Vela sin cera - José Luis Alvite


De una carta que mi amiga S. jamás llegó a enviarme: «No me sentó muy bien lo que me dijiste aquella noche en mi casa y sin embargo con el paso del tiempo me he dado cuenta de que no te faltaba razón. ¿Recuerdas? Yo prendí una vela en la habitación y tú echaste a girar en el tocadiscos una canción de Sinatra. Te pregunté cuánto tiempo te quedarías a mi lado. No me fiaba mucho de mi memoria, así que lo anoté en un kleenex tan pronto saliste por la puerta: “No sé lo que esta escena puede dar de sí, pero supongo que para lo que dure esto ni encontraré una canción tan larga ni habrá una vela tan corta”. ¿Cómo pude pensar que aquello era sólo una frase? Sabía por referencias que te habías largado de otras historias dejando unas cuantas canciones recién acabadas y algunas velas sin arder. Estaba advertida y aún ahora no entiendo cómo pude pensar que en mi caso sería distinto. Supongo que entraste en mi vida en un momento en el que tenía las defensas bajas. Estaba sola de madrugada en “El Corzo” y me enviaste por el barman un posavasos con lo primero que se te vino a la cabeza. Guardo aquella nota como quien conserva una amenaza que con el tiempo ha perdido su efecto. Suponía que intentarías abordarme, pero en aquel posavasos escribiste algo con lo que desde luego no contaba: “Puede que esta noche con el cansancio falle mi perspicacia, chica solitaria, pero juraría que a estas alturas de tu vida detestas la idea de dormir sin sueño y despertar peinada”. No contesté nada, ni recuerdo haberte dirigido siquiera la mirada buscando la verdad de tus ojos en el reflejo del espejo empañado detrás de la barra. Sin embargo, supe que habías dado en la diana y me sentí descubierta, como si de repente hubieses abierto los ojos entre las pertenencias de mi bolso, en el interior de mi pecho o entre mis piernas. Me ausenté al baño a releer aquella nota y al regresar a mi taburete me encontré sobre la barra otro posavasos doblado. Me pareció la confesión de un hombre desencantado deambulando casi en sueños por una letra particularmente cansada: “¿Sabes, chica solitaria?, llevo tres días levantado y me conformaría con un café y la posibilidad de volver luego a la calle saliendo sin orgullo de un portal decente. Sólo dejaré las huellas transparentes de alguien que nunca estuvo allí”. Era noviembre y la niebla estaba tan espesa que hasta parecía imposible que no estuviese en otra ciudad la acera de enfrente»... Por más que en nuestra vida hubo otras noches como aquélla, Alvite, sinceramente nunca supe muy bien qué clase de hombre eras, si el tipo áspero y evasivo al que por primera vez subí a mi casa pensando en divertirme, o el que algunas semanas más tarde se fue de mi vida cuando descubrí que era el hombre afectuoso y sentimental del que creía haberme enamorado. A veces pienso que eras ambos hombres a la vez y que el uno era incomprensible sin la existencia del otro, como ocurría cuando en cualquiera de tus pensamientos de madrugada coincidían sin contradicción en la misma frase el catre aún caliente de la puta y el lejano pupitre de tu escuela. Tenías la vida interior y las experiencias de un tipo angustiado, a veces casi la latente agresividad de un criminal y, al mismo tiempo, los ademanes reposados de un hombre tranquilo. Te gustaba sentirte como alguien que en su viaje por la vida va en un tren que se mueve rápido por los raíles mientras él lee un libro sentado tranquilamente en el vagón. Era frecuente que parecieses triste y sin embargo jamás demostrabas rendición o cansancio, a pesar de que la gente que te conocía solía decir que eras el único tipo de la ciudad al que jamás habían visto recién levantado. Personalmente no me importa admitir que hasta conocerte jamás habría creído que hubiese un hombre que pestañease menos de lo que se supone que podría pestañear el día de mañana su cadáver. Conocí casi en las mismas dosis la tenacidad de tu afecto y la literaria agresividad de tus frases y debo reconocer que tenían razón cuantas amigas comunes se encariñaron con tu pasajera furia de seda. Tampoco ellas supieron jamás qué clase de hombre eras. Como me ocurrió a mí aquella primera noche, sentían en su propia garganta la laringe de tu voz calmosa y profunda y al mismo tiempo tenían la extraña sensación de estar a un palmo de alguien que les hablase al oído por teléfono. ¿Sabes?, eras como una hoguera con el fuego estrangulado por sus propias llamas. Aquella primera noche te pregunté qué buscabas a deshora en una mujer como yo. Acababas de prender el enésimo cigarrillo mientras aún ardía en el cenicero la brasa de otro. ¿Recuerdas tu repuesta?: «Quise venir a tu casa porque me apetecía acostarme contigo, aunque sé que el día de mañana por tu bien diré que si te acompañé esta noche fue sólo porque era la única manera de borrar personalmente las huellas que probasen que alguna vez estuve aquí. A veces la vida es más interesante si con el tiempo aciertas a contarla mal». «Por más que me jurases lo contrario, Alvite, en realidad siempre supe que estabas de paso en mi vida y que ni tus cigarrillos se quedarían mucho tiempo en mi cenicero, ni tu ropa amanecería algún día en el tendal de la mía. Quería concienciarme de que eras algo pasajero y, sin embargo, cada vez que te veía me preguntaba quién sería la mujer que retocaba tus frases y desplanchaba tus camisas. Sabía que se te daba bien abandonar tus relaciones y que dejabas a tu paso una estela de amargura, pero me irritaba pensar que ni siquiera fuese yo la destinataria exclusiva de tanto dolor. Temía que lo nuestro desfalleciese en medio de una rutinaria indiferencia que lo redujese a una historia intrascendente y vulgar, sin los estragos personales que lo hiciesen algo verdaderamente inolvidable. Ya que no podía mantener tu amor, deseaba al menos no ser ajena a tu desprecio. Sabía que así como ponías todo tu entusiasmo y tus instintos en conseguir el amor de una mujer, tus mejores frases eran la brillante consecuencia natural de perderlo. Y a mí, sinceramente, me preocupaba esfumarme de tus brazos sin haberme hecho antes un hueco en tus frases. ¿Tan poco me querías que ni merecería siquiera el literario azote de tu agradable rencor? Tú mismo me habías dicho en varias ocasiones que es el rencor lo que hace perdurables los recuerdos y que por sí misma la memoria sólo sirve para evocar lo intrascendente, lo banal, lo que aguanta el paso del tiempo sin necesidad de ser importante “como perduran las cicatrices de aquellas heridas de las que ya ni se recuerda el dolor”. ¿Cuál sería el día de mañana mi lugar en la memoria de un tipo que vivía sin fotos, sin reloj y sin agenda? ¿Desaparecía de tu vida mi rastro tan pronto se esfumasen las manchas de lo nuestro con la última colada? Por más veces que lo intenté, jamás supe contestarme esas preguntas. Ni sé cuales fueron las razones por las que entraste inesperadamente en mi vida, ni acertaría a identificar los motivos por los que sin previo aviso te largaste de ella dejando como recuerdo la estela de alguien que habiendo entrado a robar se marchó luego de haber renunciado al botín y después de haber vaciado su alma y sus bolsillos. Ahora recuerdo con nostalgia y con afecto el amor que me diste y también el dolor que me causaste. Desde entonces dejo cada noche la llave en el felpudo por si acuerdas volver, aunque sólo sea para despedirte dejando en mi espalda mientras duermo una de esas frases hermosas, amargas y expresivas que parecen escritas a la luz de una vela sin cera».

martes, 3 de junio de 2014

Mar sin párpados - José Luis Alvite

Mar sin párpados - José Luis Alvite
Ya sé que pensar de buena fe y hacer cosas decentes puede echar a perder mi mala reputación, pero a veces me emociono con algo por lo que jamás tendré remordimientos de conciencia. Ayer mismo me senté a media mañana en la terraza de un bar asomada al arenal costero en A Lanzada y me reencontré con la fuerza sentimental de lo sencillo mientras el mar descargaba el telar gris de su lento oleaje casi de mercería y un solitario bañista cincuentón tanteaba el agua helada antes de zambullirse en ella y salir huyendo, porque el Atlántico es allí tan frío, que yo recuerdo que cuando era niño un marinero me dijo que si arrojasen al mar un cadáver de pocos días, con seguridad saldría del agua por su propio pie. Un amigo mío que se las daba de buen nadador y de consumado y esforzado fondista, me comentó hace años que en las aguas casi heladas de A Lanzada no habría un solo esfuerzo por el que un hombre pudiese sudar. Yo no sé si aquel tipo exageraba, pero yo creo que en ese lugar en el que ya es casi mar abierto, los peces evolucionaron hasta quedarse sin párpados por culpa de que con la baja temperatura del agua les era imposible dormir. A lo mejor esa del frío era también la razón por la que en mi infancia cada vez que tía Pepita se sentaba en la paya a ganchillar un mantel de hilo, al final le salía sin remedio un jersey de lana. Recuerdo haber visto en Illa de Arousa una playa en la que al llegar noviembre se reunían sobre la sémola de la bajamar la hojarasca y el musgo, un arenal verde y pelirrojo en el que se daban juntas las almejas y el brezo, el trébol y las cerezas. Pensé entonces que el abandono produce a veces una inesperada y desidiosa belleza que se malogra si se pretende ajardinarla, igual que se malogra a menudo el talento del artista si se pretende convertirlo en algo menos emotivo y más funcional. En estas cosas pensé ayer mientras tomaba café con hielo en una terraza asomada al arenal de A Lanzada. Frente al incontestable espectáculo del Atlántico entumecido por el agua casi helada, no me sentí en absoluto en el deber de ser trascendental. A veces mi cerebro le deja ese privilegio a mi vientre. La verdad es que en cualquier posición emocionante en la que me haya encontrado a lo largo de mi vida, a menudo sólo me interesó saber dónde diablos estaría el retrete.

domingo, 1 de junio de 2014

La yegua de John Wayne - José Luis Alvite

La yegua de John Wayne - José Luis Alvite


Parece que planea por ahí la idea de declarar sexistas los cuentos infantiles en los que las mujeres son elementos pasivos, como es el caso de Blancanieves, Cenicienta o La Bella Durmiente. Nada he leído sobre que se prevea redimir al personaje masculino de La Dama y el Vagabundo por considerarlo clasista, aunque no hay que descartar que en una exhibición de celo feminista se condene al protagonista de El Rey León por no haberse preocupado de desarrollar el instinto de amamantar a sus crías. Supongo que lo se pretende es que la pedagogía sustituya a los instintos, de modo que al cabo de un cierto tiempo de severa instrucción las mujeres y los hombres compartan las letrinas y se turnen en la lactancia de sus críos. La censura de los cuentos infantiles es sólo un paso hacia un modelo social en el que, por ejemplo, se considere desafección al Sistema que en una película de vaqueros John Wayne monte en una yegua o que Robert de Niro incurra en la insoportable grosería sexista de abrirle la puerta del taxi a Meryl Streep. Yo si volviese a casarme creo que no me sentiría cómodo si la oficiante fuese una de esas juezas del Régimen que te miran como si casarte con una mujer fuese un delito de larvado acoso sexual. Las últimas veces que salí de copas me previne para no parecer demasiado masculino. No está bien visto que un hombre fume «Ducados», ni que al entablar conversación con una mujer no lo haga con el mismo profiláctico gesto de retraimiento que si ella fuese su dentista. Yo a alguna de mis amigas ya las he advertido de que se ande con cuidado con dónde pone los malditos pies. Porque si se cayesen al mar pueden estar seguras de que me daría la espalda por temor a que el heroísmo de salvarlas fuese interpretado por los rabinos del régimen como un velado intento de propasarme. Una amiga mía que es feminista radical me preguntó una noche: «¿De verdad que no me salvarías si caigo al mar?». Y yo le contesté; «Te arrojaré papel y lápiz. Y sólo te salvaré en el caso de que firmes una declaración jurada en conforme aceptas que te ponga la mano encima para sacarte del agua». «¿Eso harías». Dudé un instante. «Bueno, primero esperaría a ver si eres capaz de llegar a la orilla agarrada al lápiz». Mi amiga se ofendió, metió mi tabaco en su puto bolso y se largó por donde había llegado. Naturalmente, no me preguntó si a mí me ofendería el sexista detalle de pagarle las cuatro copas que se había tomado. Y yo me fui al retrete con la duda de si sería demasiado masculino mear de pie.