domingo, 18 de enero de 2015

Recuerdos de nunca - José Luis Alvite

Recuerdo de nunca - José Luis Alvite

De todas las cosas que me ocurrieron aquel día, juraría que aquella mujer fue la única que de verdad me sucedió. Pasó cerca de mi mesa a la hora del desayuno en el bufé de aquel hotel cosmopolita en el que juraría que hasta era caro no entrar e incluso estaba en inglés el silencio. Dio una docena de pasos hasta las bandejas con queso. Ni uno más, ni uno menos. Cada pisada, en su horma, igual que una yema en su huevo, como un aplauso en unas manos; cada uno de sus pasos, con la holgura precisa, sutiles e isósceles como un compás; y ella, vertical y silenciosa, estilográfica al andar, como un velero atravesando la nata de la mañana con la orza de raso partida en la suave estenotipia de dos zapatos de tacón. A mi periódico se le quedaron sin aliento las páginas y me perdió interés el mundo. Entonces se atravesó gente en medio y casi la perdí de vista. Y de repente se abrió aquella plural marea de gente y ella pasó de nuevo al lado de mi mesa llevando en la mano un plato con queso y algo amarillo que supuse que era la luz caramelizada de un quinqué. Se sentó a mi izquierda, muy cerca, a la distancia que podría ocupar la cola de un piano. Saqué una cuartilla del bolsillo y tomé una larga nota: "Melena oscura. Ojos negros. Una sonrisa en la que no acaba de morir la esperanza, ni ha cuajado aun la felicidad. Treinta y tantos años. Manos finas que juraría que no se cerraron nunca por culpa de un esfuerzo, de una deuda o de un dolor. Nada más verla en el comedor me pregunté si antes en alguna parte alguien habría visto una cometa de vaho parada de pies frente a la bandeja de los quesos en el bufé de un hotel. En los mástiles de los mejores hoteles del mundo siempre se echa en falta una bandera así. Tiene esa mirada algo cansada de las mujeres hermosas en cuyas pestañas se depila a deshora el sueño". Pensé que el número de teléfono de una mujer como aquella pertenecería a los misterios insondables del bombo de la lotería y que por su longitud algebraica se parecería sin duda a sus gastos de mantenimiento. Yo había dormido poco y tenía estampada en el rostro, como una patada, la suela del sueño. Recorría con el viento la calle un bandoneón de lluvia y el periódico estaba lleno de malas noticias mientras en mi café se arrugaban el tiempo, la luz y el frío. Y cerca de mí, en aquella mesita del bufé del hotel cosmopolita, estaba ella, la chica abatida y elegante, sobria y abstraída, tan solitaria y misteriosa, con la felicidad restringida por una sonrisa en la que era como si se hubiese atascado para mí la cremallera de su vestido azul. No tengo una idea muy clara de como ocurrió aquello. De hecho, recuerdo que la conocí en aquel hotel bien entrado el otoño y que gracias a su aparición la lluvia de noviembre fue a destiempo lo mejor de aquel verano. Coincidimos por segunda vez almorzando aquel mismo día en el comedor inglés, yo con mi periódico; ella, elegante y lejana, con el rostro biselado de incógnito en su leve belleza sin ruido, como uno de esos retratos al pastel en los que solo resulta sólida y consumada la firma. Eché mano de otra cuartilla y redacté mi segundo apunte del día con una letra desgarbada en la que deambulaba sin duda mi deseo: "No puede haber margen de error. Es ella. ¿Cuanto tiempo hace? En Estoril sonaban aquel verano como bicicletas infantiles las ruletas del casino. Brillaba en las fichas de las apuestas el polen fugaz del dinero. Vi como se despedía de un hombre con el que aparentaba estar muy enfadada. Parecía un tipo mediocre, alguien a quien supuse con demasiado premio para tan poca apuesta. Si no recuerdo mal, la abordé y le dije que con un tipo como aquel una mujer como ella no solo no tendría que haberse citado en la misma ciudad, sino que no tendría siquiera que haber coincido con él en el mismo siglo. Ella no dijo nada y acabó de gastar en el black jack las fichas de aquel fulano que a mi me pareció que en el caso de ser piloto, lo sería sin duda de un tractor en una tierra en la que solo medrase la sed.".
 Dejé en suspenso mi letra, levanté los ojos de la nota y de aquella mujer solo quedaba en el comedor inglés el rastro esfumado de su perfume y los ojos venatorios del camarero que retiraba el servicio de su mesa mientras tarareaba algo que recordaba por su ritmo las pisadas de aquella monada vestida de azul que se alejó dejando en el aire la indolora acupuntura de sus zapatos de tacón, la mecanografía deshuesada de una manera de pisar que a mi me recordaba los pasos de la muchacha sin frase a la que había conocido en Estoril aquella otra noche de noviembre en la que empecé a escribir una novela en la que me juré a mi mismo que recorrería sus páginas una chica como ella -hermosa, silenciosa y fracasada-, alguien como la mujer que ahora se había esfumado del comedor inglés mientras yo recordaba su presencia anterior como personaje en el arranque literario de aquella historia portuguesa y fallida: "Supe que de su voz recordaría solo la pulpa labial de su saliva; y de su conciencia, el fuelle de su respiración agitada, la apnea de su boca jadeando como un náufrago en el pozo la mía, y sus ojos ceñidos a la penumbra por la excitante miopía del sexo, unidos ella y yo como las llamas de una hoguera en la que fuesen leña las manos y lencería el fuego, mientras en el casino de Estoril amainaban como oraciones las apuestas y en aquella cama del Hotel Palacio la silenciosa desconocida y yo hicimos en el pajar de un puñado de luz una yegua y un caballo con su pelo, mi sudor y su saliva?"Después de asegurarme en recepción de que ella seguía alojada en el hotel, al atardecer bajé temprano al restaurante inglés con la intención de ver entrar de frente a la silenciosa monada del vestido azul encaramada en lo alto de sus suaves pisadas de elásticos zapatos de tacón casi sin frase. No había nadie en el comedor, y aunque esperé un buen rato antes de ordenar la cena, tampoco hubo gente más tarde. Se me acercó un camarero y me sugirió que me decidiese. "De un momento a otro cerrará la cocina, señor. ¿Espera acaso por alguien?". Aunque no era cierto, le dije que tenía una cita para cenar con la hermosa huésped de la habitación 1.562. "No vendrá, señor. No se empeñe en esperarla. Es imposible que ella acuda a su cita con usted. Siento decepcionarle, señor, pero no hay habitación 1.562 en este hotel". "Pero en recepción me han dicho esta misma tarde?". "No es cosa mía lo que le haya dicho el caballero portugués de recepción, señor. Este hotel tiene cinco plantas desde que fue inaugurado y que yo sepa no ha estado en obras desde entones. Tiene que haber un error. Será mejor que olvide a esa mujer y ordene su cena o al cocinero se le gangrenarán los brazos de tenerlos cruzados tanto tiempo". "Esta mañana en el bufé del desayuno llevaba puesto un vestido azul con cremallera a la espalda. ¿Y dice usted que es portugués el empleado con el que hablé en recepción?". "Ya casi no conserva su acento. Creo que ni siquiera ha vuelto por su país desde que ocurrió lo de aquel hotel en Estoril"? El camarero acercó su boca a mi oído con exquisita discreción confidencial, a esa distancia en la que un hombre a veces solo admite que se le acerque la voz de su otorrino: "Dicen que hace unos cuantos años mató a una muchacha en el Hotel Palacio, un mes como éste, en Estoril? Le recomiendo una lubina a la espalda, señor?"? "¿En serio mató el recepcionista a una mujer en Estoril, en noviembre, hace unos cuantos años?... Vaya? ¿la lubina es fresca?"? "Criada a los pechos de otra lubina, señor. Aquí incluso es del día el periódico de ayer, señor ? Si, dicen que mató a aquella pobre muchacha. Por lo visto la escuchó jadear en su habitación del Hotel Palacio desde el pasillo. Era su chica. ¿Que haría usted en su caso, señor?". Recordé el rostro del tipo con el que años atrás había discutido ella aquella noche en el casino de Estoril y lo casé con el recuerdo aun fresco de las facciones del recepcionista que ya casi no tenía acento portugués. Con las naturales correcciones del paso del tiempo, y acaso deformado su aspecto por algún remordimiento, ambos eran los rostros cronológicos del mismo hombre, la tapicería algo cambiada y la misma carcasa. Pero, ¿y la silenciosa monada del vestido azul? ¿Y la habitación 1.562? ¿Habría matado el recepcionista a la chica del casino de Estoril porque a través de la puerta de su habitación en el Hotel Palacio la escuchó vaciar su pasión y su aliento en el bajo vientre de mi boca deformada por la horma cambiante de la suya y distendida por la culera de la lujuria" ... "Señor, su lubina a la espalda. Estaba tan fresca que dice el cocinero que hasta subía la marea en sus ojos? Otra cosa, señor: el recepcionista me ha pedido que haga el cargo de su cena en la factura de la habitación 1562". "Pero esa habitación no existe en este hotel?". "No, señor, no existe. El recepcionista correrá con el gasto. No me haga usted mucho caso, señor, pero yo creo que la habitación 1.562 es la conciencia del recepcionista"?

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