miércoles, 21 de enero de 2015

A solas con la digestión de las termitas - José Luis Alvite

A solas con la digestión de las termitas - José Luis Alvite

Mi primera mujer y yo no estábamos unidos por el esternón, así que podría habernos separado cualquier juez que distinguiese las cataratas de sus ojos sin necesidad de ponerse las gafas. Estábamos tan compenetrados, que incluso podríamos habernos peleado de mutuo acuerdo. Las cosas parecían claras ante la ley. Ella era hermosa y decente y yo, en cambio, tenía en la boca cinco alientos distintos y una sonrisa con la perversidad de una ingle. Lo nuestro estaba tan cantado, que podría habernos divorciado cualquier tipo que de la ley sólo conociese las infracciones. Personalmente me mostré siempre dispuesto a dar las máximas facilidades para acelerar el proceso iniciado por ella. Me declararía culpable para evitar que se suscitase la menor controversia acerca de la tutela de nuestra hija. También me mostré encantado con la posibilidad de verme privado del domicilio familiar, persuadido de que la libertad hace que te sobrepongas a cualquier contratiempo. El caso me lo llevaba un abogado guaperas cuya mejor cualidad era lo bien que le sentaban los pantalones blancos y la posturita del "swing". No hizo gran cosa por mí pero yo me conformaba con que por su culpa no me acusasen del Holocausto. El abogado de los pantalones blancos murió al poco de iniciarse el proceso. Entonces se hizo cargo del caso un letrado amigo mío que me puso las cosas claras: "No tengo por donde pillarlos, muchacho. Hay demasiada nocturnidad en tu vida y en mi caso es la primera vez que te veo a plena luz del día. Con un poco de suerte evitaremos la cadena perpetua. Pero te sacarán los ojos y la sentencia te dejará el dinero justo para que no se te peguen los forros de los bolsillos". No se equivocó. El juez me llamó a su despacho. Éramos amigos y cabía un instante de terminal franqueza antes de que me envolviese la sombra del caos. Entonces me leyó los considerandos y la sentencia. Me encontré irreconocible. ¡Aquel tipo me estaba condenando por la vida de Al Capone! Quise salvar mi dignidad: "¡Dios Santo!, ¿quién puede haber dicho esas cosas de mí? Es cierto que no me corto las uñas con los guantes puestos, maldita sea, pero tampoco soy El Estrangulador de Boston". Me quedé sin tutela, sin piso y con todas las deudas a mi espalda. Según la sentencia, comparado conmigo, el exterminador Martin Borman fue un peluche. ¡Joder!, con la rabia confieso que estuve a punto de llorar lejía. Luego me mudé a un apartamento en el que se le oía la digestión a las termitas. Para ahorrar gastos generales, las primeras veces me lavé la cara con el agua de cocer las verduras. Con el tiempo me repuse. Alguien me dijo que el juez tiene artrosis en la mano con la que redactó la puta sentencia...

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