domingo, 14 de diciembre de 2014

Blues de las brisas y las banderas - José Luis Alvite


Blues de las brisas y las banderas - José Luis Alvite

Aquel tipo presumía de tener los pulmones más luminosos que los ojos y no le dio importancia a la pequeña manchita de la que le avisó el radiólogo. "No parece que sea motivo de mucha alarma, pero conviene no perderla de vista". En la formidable cripta acolchada del pecho de aquel hombre, una manchita como aquella no parecía tener más importancia que la que tendría un diminuto grumo de polen en las alas de una mariposa. A los pocos meses, se le presentó un cansancio desconocido en él. Esta vez el radiólogo no se anduvo con rodeos. "¿Recuerdas aquella manchita? Bien, la noticia ahora es que su tamaño ya no es el de entonces. No me gusta lo que veo en estas placas. ¿Recuerdas el Titanic?"... ¡El Titanic!... ¡Dios Santo!, no había mucho más que decir. El Titanic era su pecho y aquella jodida manchita era el inesperado iceberg flotando a la deriva en medio del mar. Era el barco más moderno del mundo, el más fastuoso, también, se decía, el más seguro. Pero aquel maldito iceberg.... Fue una rasgadura a estribor, un corte que parecía insignificante en el casco del buque, una raya a lápiz en la ceja de una hermosa corista. Se notó un estremecimiento, nada serio, una leve vibración que avivó apenas las burbujas en el champán de las copas. A nadie entre el pasaje se le pasó por la cabeza la posibilidad de que se tratase de algo grave e irreparable. ¿Un naufragio en los primeros días de mar del majestuoso trasatlántico? ¡Bobadas! Los expertos consideraban que el Titanic era más marinero que el agua y más seguro que el sofá de casa. Estaban tan convencidos de su inexpugnabilidad, que en el equipamiento del barco ni siquiera habían previsto botes salvavidas para todo el pasaje. ¿Un iceberg? ¿Y qué daño puede hacer un pedazo de hielo en una ferretería? ¡El Titanic! ¡Aquel iceberg! ¡El pecho de mi amigo! ¡Aquella manchita! Dijese lo que dijese la maldita placa radiográfica, él se venia su buen aspecto de siempre. Un poco cansado sí que se notaba, pero pensó que podría tratarse de un exceso de ajetreo, tal vez las molestas secuelas de un catarro mal curado, pero nada serio, nada que fuese más serio, desde luego, que el estorbo de un colirio en los rebosante y panorámicos ojos de un búho. No podía creer que aquella mancha fuese el presagio de algo peor. ¿Podía cambiar su vida a partir de aquel instante? ¿Se dejaría invadir por la angustia? La suerte es una cosa que ocurre de manera paulatina, es un asunto que tiene que ver con las probabilidades, de modo que aquella manchita en el pulmón no podría tener más importancia que cualquiera de los números que brotan a cada rato en las trompas de los bombos durante la monótona retransmisión de la lotería. Era una manchita radiográfica, sin duda, incluso una manchita que crecía, pero no se trataba más que de la bolita necesaria para que los niños de San Ildefonso mantuviesen vivo al indolente y rutinaria letanía de la pedrea. ¿Cómo pensar que algo tan pequeño pudiese cambiarle la vida a un hombre en cuyo corazón latía al galope una interminable carrera de saludables caballos? Su pecho era el bombo del sorteo. Y que se sepa, en el bombo del sorteo jamás entran las bolas negras de las malas noticias. Pensó: "A un coche no se le malogra un viaje por culpa de una simple ralladura en el maletero". Visto de ese modo, lo del radiólogo dejaba de ser inquietante. ¿Por qué habría de serlo? ¿Un mal augurio? ¡A la mierda el pesimismo! Era fuerte, elegante y arrollador. Jamás había tenido una enfermedad que no se le curase escupiendo. Que lo tumbase aquella puñetera manchita sería tan extraordinario como que a Cyd Charise le amputasen una pierna por culpa de una carrera en las medias...


Mi amigo murió seis meses después de aquello. Nos tomamos unas copas días antes de que se tumbase boca arriba en el somier de su esquela. Aunque mucho más delgado, conservaba la elegancia de siempre. Fue una noche memorable. Nos despedimos por todo lo alto, con estilo, ignorando el naufragio, de espaldas al delator espejo del bar. Y si lo recuerdo ahora es porque fue como si nos hubiésemos despedido con un martini en las manos, sentados en la popa del buque, mientras al Titanic le regurgitaban el agua y las bielas, una noche, muchacho, en la que nos permitimos pagar las copas con la última bola del bombo de la lotería, en medio de un delirante caos de oraciones y de joyas, cuando ya mi amigo había encajado como un interesante revés la evidencia de que la vida tocaba a su fin y que dejaría sin brújula a todas sus chicas. Antes de salir a la calle, me dijo: "Esas tres mujeres al final de la barra podrían darle a mis pies el capricho del último baile hacia el sueño, amigo mío, pero mis pulmones me han hecho comprender que en mis circunstancias de ahora mismo, muchacho, soy poca brisa para tantas banderas"... 

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