viernes, 19 de diciembre de 2014

Cuestión de idiomas - José Luis Alvite

Cuestión de idiomas - José Luis Alvite
Tengo la inmensa suerte de ser bilingüe de nacimiento y de hablar indistintamente los dos idiomas habituales en Galicia. Lo hago con tanta naturalidad que al acabar una conversación ni siquiera recuerdo en que idioma he participado. Es algo que le ocurre a la mayoría de los gallegos, que sólo recuerdan con absoluta seguridad haber recurrido expresamente a la lengua de Rosalía con el doloroso motivo de haberse pillado los dedos con un martillo. En cualquier tertulia de cafetería se utiliza simultáneamente ambos idiomas sin darle la menor importancia a la diversidad lingüística. Hasta que los políticos decidieron reglamentar el uso del gallego, la gente que iba al mercado pedía pulpo cuando quería comer pulpo, que es lo que aún ahora quieren comer quienes en la misma tienda piden «polbo» sin que la dependienta pueda evitar ruborizarse. Prolifera ahora en Galicia una casta de galegoparlantes formados en las normas oficiales de la Xunta de Galicia. Hablan con envidiable corrección institucional pero si se alejan de las ciudades y se adentran en la Galicia interior, tendrán serias dificultades para ser entendidos por los campesinos, que hablan un gallego viejo y sin academicismos con el que han sobrevivido durante siglos sin necesidad de acreditarlo con un vistoso diploma oficial. Yo hablo el gallego que aprendí a granel en las calles de mi infancia, que es un gallego sin vanidad y sin prestigio, es decir, un idioma conservado en la taberna, en los andamios y en las lonjas del pescado. He soñado y vivido en ese idioma, el mismo idioma en el que aprendí a pecar y en el que siempre me entendí con mis amigos hasta que los políticos empezaron a retocarlo con la ortodoncia de sus normas y lo convirtieron en una lengua de cetárea que a muchos se les atraganta, como si en realidad en vez de un derecho, fuese un impuesto. Es una suerte que mi querida lengua parvularia conserve intactos sus defectos en los burdeles, ese ecléctico fortín de las costumbres en el que todavía algunos viejos campesinos gritan «gol» durante el orgasmo. Yo desde luego no le veo tanta complicación a esto de los diversos idiomas autonómicos. Desde la inevitable simpleza de un ingenuo vocacional, yo creo que el catalán es un idioma para defender con ecuanimidad las ideas, del mismo modo que el gallego me parece ideal para que suenen bien las cosas que saben mal. En cuanto al euskera, me resulta tan oscuro y enigmático, que yo creo que es el idioma ideal para diagnosticar enfermedades mortales.

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