domingo, 14 de diciembre de 2014

Noche con alforjas - José Luis Alvite

...Fueron las de O Galo d´Ouro mis mejores noches durante bastantes años y aunque los hechos están recientes y ya hacía mucho tiempo que no era un muchacho, creo que no he vuelto a ser verdaderamente joven desde entonces. Regentaba el local Jorge Hombre, uno de esos tipos que tiene en su actitud y en sus modales el aire inequívoco de un aventurero recién llegado con noticias de los lugares más remotos del mundo, un ser distinto, sabio y candente, a la vez poseído por el aplomo y el escepticismo de alguien que haya cambiado con frecuencia de taxi y de sueños al menos en cinco idiomas. Tenía en su juke-box la mejor música en cien millas a la redonda y ofrecía un surtido de bebidas con el que podrías sentirte en los lugares más remotos, incluso las bebidas duras de los bohemios de antes, aquellos tipos transeúntes y desarraigados a los que el corazón siempre les fallaba antes que el estómago. A Jorge le gustaban los tipos duros y reservados capaces de sobreponerse a un infarto con un trago de absenta, como era aquel fulano que entró mediada la madrugada, vestido con ropa vaquera, la expresión curtida y austera, las manos del color de la madera de la barra, mundano pero contenido, como suelen ser los tipos que tienen algo que contar, cualquier historia ocurrida tal vez al otro lado del reloj, circulando en penumbra por Montana entre dos partidas de póker, con un fracaso astillado en la sonrisa y el sueño de una mala mujer rondando como un moscardón de rímel en su cabeza. Era sin duda un hombre fronterizo. Tenía un cierto aire impenetrable que distendía sin perder jamás la compostura, dejando únicamente al descubierto aquellos aspectos de su personalidad menos confidenciales, tierno sin llegar a blando, comunicativo pero no dicharachero, como uno de aquellos viejos vaqueros que prendían de madrugada una fogata para el café y se sinceraban contándole sus sentimientos al caballo con la armónica. Fue una noche memorable en O Galo. Escuchamos lo más sublime y premioso de la música country, repetimos copas hasta perder la cuenta de la factura y hablamos de la vida, no de su vida ni de nuestras vidas, sino de la vida en general, de los avatares que van y vienen, los éxitos y los fracasos, las interminables rodadas por las inmensas llanuras, el bar de carretera con un surtidor en la puerta, como en esos cuadros de Hopper en los que incluso parece que estén de paso el tiempo, el silencio y la muerte. Y hablamos de mujeres, sobre todo de las mujeres que pasaron de refilón por nuestras vidas y nos dejaron vacíos el corazón y los bolsillos. Por supuesto, las recordamos sin rencor, como se recuerda la belleza del mal tiempo, esas interminables tardes de lluvia que nos meten en los portales y en los taxis mientras esperamos a que escampe para seguirle las huellas a nuestros pasos perdidos en el lodo. Jorge Hombre es un tipo que necesita la soledad de Alaska para tomarse un respiro mientras bebe bourbon con aquellas gigantescas indias a doscientas millas de Anchorage y sobrevuela entre la bruma la infinita taiga a bordo de una Piper Cherokee pilotada por un fulano capaz de aterrizar de madrugada en las páginas ardiendo de un atlas. Bruma densa como un pulmón, bosques interminables, mujeres corpulentas... y salmones, miles de salmones forcejeando para no salirse del río... y en las márgenes del río caudaloso y tenaz, un buen número de osos abriendo sus garras para interrumpir al vuelo el salto de los salmones. La juke-box de O Galo pillaba entonces Moon river. Y aquel fulano que parecía recién llegado de Montana, se ponía evocador. "La vida hay que entenderla como un acto de desesperada serenidad, sabedores, muchacho, de que el reloj sólo hay que ponerlo en hora al despertar... Me gusta este local. Tiene algo que lo hace distinto. Me siento como si esto me estuviese ocurriendo hace algunos años, lejos de aquí, y mi deber fuese vivir este instante como si tratase de recordarlo...". Me puse en su lugar. El vaquero tenía razón. Era como si asistiésemos a un encuentro anterior que casi hubiésemos olvidado. Jorge sirvió copas. Era muy tarde, casi al filo del amanecer. Al poco rato, el tipo de la ropa tejana pagó tres rondas y se despidió con afecto pero sin darnos la mano, como si quisiese evitar la simple y frágil raíz del cariño. Dijo que se buscaría un sitio en el que dormir un rato antes de jugarse a los dados su destino. Le pestañeaba la luz en el reloj de pulsera. Se ajustó al rostro el borreguillo blanco del cuello y caló las manso en los bolsillos de la zamarra. En la calle llovía a cántaros. Y mientras en la voz de Sinatra varaba lentamente Moon river, Jorge apoyó las manos abiertas sobre la barra y evitando encontrar mi mirada en la suya, pronunció mi pensamiento: "Me gusta ese tipo. Me gustan los hombres que evitan a toda costa el engorro familiar de los abrazos. Me pareció un resignado hombre de mundo, tal vez un tipo vencido por el escepticismo que causa el desarraigo. En cualquier caso, muchacho, tengo la sensación de haber conocido a uno de esos hombres transeúntes que reciben el correo en las alforjas de su caballo"...

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