domingo, 14 de diciembre de 2014

Las llaves del hospicio - José Luis Alvite

Las llaves del hospicio - José Luis Alvite

..Será que escribo esta columna alumbrado por la luz del crepúsculo, pero lo cierto es que no sabré despedirme para salir unos días de vacaciones sin que me pueda esa especie de inquietante congoja que me invade cuando me ausento de un sitio con la vaga sospecha de que al regreso nada será como antes de partir, que habrán cambiado inexorablemente algunas cosas y que habrán tenido que vaciar la piscina del colegio para recuperar el cuerpo sin vida del niño que quiso aprender a nadar en la diapositiva y silenciosa serenidad del fondo, donde sólo puede sobrevivir sin aliento el cadáver del agua; la misma congoja que te invade cuando te despides en el hospital del amigo solitario y enfermo, y nada más salir, te cruzas en la puerta con el sacerdote que le lleva en una mano la foto de sus hijos, y en la otra, la jodida trufa del viático. Se trata sin duda de una sensación estúpida y lo normal es que a mi vuelta todo siga como estaba, cada cosa en su sitio, las sillas en las terrazas, los novios unidos por la pulpa del mismo beso de entonces, y el Carrusel Deportivo, descontando el tiempo como un rosario entre las oraciones lentas y algo asfixiadas de los enfermos del pecho. A veces me angustio por nada. Me ocurrió siempre. De niño fingía no tener apetito para darle la merienda al migo más hambriento, y ahora que soy mayor, cada vez que alguien me cuenta una pena, me apresuro a confesarle un cáncer de colon que invierta en la conversación el curso de la piedad y cambie de su mano ala mía la tarjeta del marmolista y el handicap del enterrador. Siempre consideré arrogante la exultante felicidad del hombre sano y adinerado exhibiendo sin miramientos su fortaleza y su esperanza ante el tipo minado por la enfermedad o quebrantado por la miseria. Hay ocasiones en las que a un tipo como yo, la conciencia no le permite la sinceridad de un éxito sin que me apresure a quitarle importancia, como si se tratase de un éxito equivocado, un éxito en mal estado, es decir, como si se tratase de reconocer lo horrible que tiene que resultar ganar la carrera si en la meta te espera un podio armado con la madera de un féretro. Y así como hay gente que se quita años, a mi lo que me parece decente es quitarse méritos, de modo que si alguien elogiase un trabajo mío, me apresuraría a interrumpirle con un comentario sobre lo bien que le sienta a él la corbata, o a ella esos dos centímetros que tanto odia en su cintura. Uno no sabe muy bien para quien escribe, pero imagina los ojos de alguien que simpatiza con sus ideas, acaso con alguna de sus frases, alguien por quien valdría la pena salir de viaje con la esperanza de que a la vuelta sólo hayan cambiado las cosas que no valían la pena y que permanezca, en cambio, la mirada del amigo desconocido que le lee cada mañana, los ojos de la mujer que, por lo que sea, alguna vez sintió emoción, tristeza o el tardío resplandor de la belleza mientras leía lo que uno había escrito un poco a ciegas pero persuadido de que en la mesita de cualquier café se había sentado a leer este artículo alguien que, sin saberlo, es el motivo de que el columnista salga de viaje para sus cortas vacaciones con la angustiosa sensación de haber dejado en la estacada a un ser querido, a alguien en cuya sonrisa se redondea a veces la inesperada ocurrencia del escritor, la misma persona a la que, sin saberlo, en otras ocasiones uno probó a ponerle un nudo en la garganta para que sintiese el frío del alma al pasar distraídamente entre sus labios el sorbo caliente del desayuno. Por suerte para mí, estaré ausente unos pocos días. Y entonces volveré donde solía estar porque en realidad las cosas no cambian tanto como uno supone. Y porque a la chica que lee en la mesita del café no le hará daño que entre sorbo y sorbo le tiente la idea de echarle un vistazo a la columna del tipo áspero y sentimental que tiene de la vida la idea de una cosa a la vez hiriente y hermosa, como cuando los niños huérfanos de mi infancia se conformaban entre sueños con imaginar que eran las joyas de su madre aquel ruido de llaves en la puerta del hospicio...

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