miércoles, 17 de diciembre de 2014

Por amor al miedo - José Luis Alvite

Por amor al miedo - José Luis Alvite


No hay una sola guerra en la que el niño asustado no le dé la mano sin miramientos al soldado que en una ruidosa escaramuza acaba de matar de un disparo a su padre. Es bien cierto que a veces para vencer el miedo no hay nada mejor que abrazarse al peligro, como cuando en el peor momento de la pelea el boxeador casi noqueado se abraza a su rival porque sabe que donde menos peligro corre en ese instante es justo entre los brazos que podrían golpearle. Por el olor de los crematorios y por el rostro escaleno y culposo de sus vigilantes, los judíos recluidos por los nazis en sus campos de exterminio sabían la suerte que les esperaba y sin embargo iban a las duchas de cianuro con una mezcla de fe y resignación, como si supiesen que al final de la muerte segura, en el alba de la posteridad, les estaría esperando entre el humo necrológico de las himeneos la presencia de un amable oficial de complemento sosteniendo en sus manos la bandeja del desayuno. El miedo extremo produce un sorprendente estado de relajación muy parecido al de la felicidad. Un hombre autoritario, de ideas rudas e inflexibles, puede conseguir la lealtad de otros persuadiéndoles con la demagogia de su brillante oratoria, pero si careciese de ideas y le fallase la palabra, no habría un solo libro que resultase en sus manos más convincente que un bate de béisbol, seguramente porque no siendo la fuerza bruta más seductora que la cultura, resulta sin duda más convincente. En mis primeros momentos como reportero entre el fango, el tipo que regentaba un club de alterne me dijo: "Amo a mi mujer y me gusta arropar a mis hijos en cama. Ellos son el motivo por el que a ciertas horas llevo una vida reprobable. Me conoces y sabes que no soy un mal tipo, aunque es cierto que vivo en un ambiente en el que el miedo produce más lealtad que cualquier otra emoción. Aunque no lo parezca y todo resulte tan sórdido, este negocio se rige por reglas muy estrictas. Si alguien se desmanda, tiene que saber que hasta donde no lleguen mis razones, llegará sin duda mi furia. Como te dije, soy un buen tipo, pero la gente es como es; y si quieres sobrevivir, a veces lo mejor es que los otros sepan que tu corazón tiene las manos muy pesadas". Alterné unos cuantos años en el local nocturno de aquel tipo y muchas veces escribí en los periódicos cosas sobre él. Una madrugada me jugó su chica a los chinos con el beneplácito de ella. Me sudaban tanto las manos que yo creo que con mis huevos se arrugaron también mis monedas, pero contra todo pronóstico gané la partida. Me daba miedo que aquel tipo se enfadase por no cobrarle la apuesta, así que aquella noche la chica del jefe salió de allí conmigo. Nos fuimos a un hotel barato y pagué una habitación en la que el mueble más decente era el humo del tabaco. No pensaba hacerlo, pero nada más salir del club en mi coche, me dijo ella: "A él esto le va a doler durante mucho tiempo, periodista, pero, ¿sabes?, cuando regreses al club y te encuentres con ese hombre, le gustará saber que si le hiciste daño no fue porque seas un mal tipo, sino por miedo a desairarle. Yo no sé muy bien por qué estoy a su lado. Podría largarme si quisiera y sin embargo no lo hago. A lo mejor es que estoy tan confusa que hasta me parece que a veces huir del miedo solo sirve para caer en el pánico. Me lo dijo bien claro una madrugada al poco de conocernos: "Si estás en el fragor de un incendio y no hay otra luz a mano, nena, en la duda de elegir lo mejor es no perder de vista el fuego". Hablamos un rato y amaneció. No llegué a hacer efectivo el premio de aquella apuesta. Cuando días más tarde me encontré con él, yo fingí haber cobrado la deuda y él fingió ignorar que sabía que yo fingía. De todo aquel miedo a mi me quedó un grato recuerdo; y ellos, bueno... ellos en la siguiente partida le hicieron trampa al miedo y tuvieron un penitenciario hijo del nueve largo que pesó cuatro quilos y un día al nacer.

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