domingo, 14 de diciembre de 2014

Los puentes de Mádison - José Luis Alvite

Los puentes de Mádison - José Luis Alvite



Muchas mujeres acataron con desencanto el amargo final de la historia de amor trasladada al cine por Clint Eastwood en Los puentes de Madison. Como al personaje de Meryl Streerp, a muchas mujeres el corazón les pide romper con todo y unir su destino al del tipo aleatorio y transeúnte, pero tampoco ellas dan el paso y dejan que se esfume para siempre la irrepetible ocasión de romper las normas, hacer caso omiso de la conciencia y emprender una vida distinta en la que incluso resulte excitante el aburrimiento. La Francesca de Los puentes de Madison está casada con un hombre honrado, trabajador y limpio, tres cualidades en las que se apoya la anodina eternidad de tantos matrimonios en los que con frecuencia se repiten la apatía, el tedio y la falsa pasión de la gripe. Por supuesto, también abundan los hombres resignados, incapaces de correr siquiera el riesgo de cambiar de casa su asco y sus errores. Muchos de mis amigos no son felices en sus matrimonios pero se resignan a la rutina de tantos años, aún a sabiendas de que el matrimonio es como un odiosa tarde de golf a la que le sobrasen el sombrero y la mitad de los hoyos. Evitan correr riesgos. No esperan mucho de la vida. En la duda de dar un paso equivocado, prefieren aferrarse a ese mundo pequeño e insatisfactorio en el que un hombre o una mujer se tranquilizan de sus jaquecas con la estúpida certeza biográfica de saber dónde están las aspirinas. El caso es que muchas parejas empiezan disfrutando con entusiasmo de los adolescentes momentos de arrebatadora pasión y cuando quieren darse cuenta, lo único que ambos tienen en común es la posibilidad de envejecer compartiendo el aspirador de flemas, la decepción y la dentadura postiza. Desconocen lo apasionante que resulta cambiar de pareja y de destino, correr alegremente el riesgo de equivocarte arrastrado por un impulso, por la chiripa de una corazonada, incluso tentado por el simple y literario capricho de leer tu nombre en el buzón de una mujer que no se lleve por la noche a cama la pomada para las hemorroides y los antibióticos recibos del seguro. En Los puentes de Madison la sencilla ama de casa de Iowa siente la tentación de abrirse a otros mundos y a emociones nuevas cuando Robert Kincade le roza la pierna al buscar algo en la guantera de su camioneta. Acaba de sentir el incipiente tacto de la libertad, la redentora atracción de lo desconocido, de algo que se sabe cómo empieza pero que raras veces se tiene idea de cómo puede acabar. Aquel tipo sintoniza una emisora de blues en la radio del coche y le ofrece un cigarrillo. En ese instante están solos en el misterioso cosmos de la camioneta del fotógrafo trotamundos. Fuera de allí, el resto del mundo sólo es rutina y una asfixiante cosecha de maíz cuya genital transpiración les humedece el alma y las ingles. Como no puede ser de otro modo, hace calor. El marido de Franny se ha ausentado con los niños a un concurso ganadero y a ella se le ocurre el cumplido de invitar al desconocido viajero a un té frío en casa. Y nos plantamos en un ambiente hogareño, con la penumbra de la cocina vagamente baldeada por la luz cereal y amarilla del campo. Francesca acepta que Robert guarde sus carretes fotográficos en la nevera y prepara una ensalada. En la vida de aquella mujer la última novedad interesante tal vez habría sido perder en verano los tres kilos de anestesia que hubiese engordado en invierno. También a él se le presenta algo distinto que no consiste en cambiar de hemisferio o de aventura, sino, sencillamente, en sentarse en una silla, darle un trago al té helado y sentir en el cuello de la camisa la mano cordial y costurera de una decente mujer de diario. Quien haya vivido algo semejante, sabrá de qué clase de emoción estoy hablando. No se trata de sexo, ni de una simple aventura, sino de algo a la vez apasionante y amargo. Se trata de la sensación de que ha empezado a ocurrir algo imparable y sin embargo efímero, uno de esos instantes de sublime belleza cuyo colofón sólo pueda ser el prodigioso fracaso de renunciar al futuro para mantener intacto el esplendor del pasado, como cuando uno renuncia al placer de la suculenta manzana a tiempo de no encontrarse entre los dientes la flaccidez del gusano. El amor suele resentirse cuando de su primavera ya sólo queda en el suelo el esqueleto de las flores y cuando el hueco de la mandolina sólo sirve para guardar el membrillo del polvo y las cuerdas rotas. Que Robert y Francesca saldasen su historia con un fracaso, fue seguramente lo mejor que pudo ocurrirles. Por un amor convencional e interminable, seamos sinceros,... por el amor reiterativo y numerario de un hombre trabador, decente y limpio, amigo mío, ninguna mujer sensible y soñadora se habría arreglado para gastar el dinero de las esquelas en la taquilla del cine... 

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