viernes, 19 de diciembre de 2014

Sangre en el maletero - José Luis Alvite

Sangre en el maletero - José Luis Alvite
Muchas veces me he imaginado al volante del coche llevando mi cadáver desangrado como un cebú en el maletero. Supongo que esa obsesión tiene mucho que ver con que mi coche fue muchas noches el lugar en el que me sentía a salvo de los inconvenientes de la realidad mientras recorría de madrugada las calles vacías, como si se tratase de localizar exteriores para la filmación de un sueño. La sangre representaría las palizas que alguna vez me dieron, el navajazo que me comí aquella noche en un bar en el que hasta era clandestino el descaro, la herida al rasgar los besos con la espuela del ansia, y sobre todo, representa el viejo presentimiento de que, por lo que sea, acabaré mis días desangrado en la soledad casi maternal de mi propio coche, como un feto ensartado en el útero oxidado de una trampa para ratas. ¡El coche y las calles! ¡La soledad y la sangre! Y esas madrugadas infinitas en las que el tiempo transcurre oleoso y reacio, con la conciencia jodida y toda la lluvia en el suelo, en esos momentos en los que, como le dije a una amiga, en las aceras quedan apenas los parias, los poetas y los perros. Mezclada con el desencanto, la de la soledad en el coche es una sensación muy dolorosa, pero yo la he cultivado mucho porque siempre creí que aun habiendo llevado una vida reprobable y causado el sufrimiento ajeno, si muriese recogido en mi coche, y aunque al encontrarme solo quedasen reconocibles las gafas, las colillas y los huesos, al menos evitaría la deshonra de que mi cadáver empobreciese el suelo. En una de las muchas noches que dormí en el coche soñé que acudía al hospital por una minucia y que, para ganar tiempo, un tipo que me perseguía en su automóvil porque me las tenía juradas, me apuñalaba en la camilla del servicio de urgencias con la ayuda de una solícita enfermera con la que yo había tenido un asunto que acabó incluso peor que si saliese bien. Tuve un coche muy viejo en el que pasaba tanto frío que tenía que salir a la calle para abrigarme. A veces de madrugada lo arrimaba al cementerio y dormía en él, triste, perplejo y con la cabeza casi decapitada en el regazo. Conocí en aquella época a un tipo que me dijo que por muy perverso que sea un hombre, por ruin que a otros les parezca, nadie podría negarle el derecho a ser rehén de sus sueños y agonizar sentado al volante, aunque sólo sea para no morir atropellado por su propio coche.

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