viernes, 19 de diciembre de 2014

El pararrayos - José Luis Alvite

El pararrayos - José Luis Alvite
Nunca he entendido muy bien la obsesión de algunas personas por arremeter contra las creencias religiosas de otras, ni ese empeño en ridiculizar su fe contrastándola con las irreprochables certezas de la ciencia. Aun sin ser creyente, comprendo que otras personas lo sean y que mantengan su actitud a despecho de cualquier comprobación científica de la existencia de Dios. ¿Quién podría sostener que no hay ocasiones en las que la sabiduría se basa irónicamente en la ignorancia? Que a los edafólogos les interese mucho conocer las propiedades técnicas del terreno que pisan, no significa que, si se lo proponen, no puedan disfrutar de un paisaje sin necesidad de conocer la composición del suelo. Pues algo parecido ocurre con los creyentes, que están seguros de la realidad de Dios gracias precisamente a no plantearse técnicamente su existencia. Han llegado a esa certeza partiendo de la base de que Dios es una emoción, no un conocimiento. A veces la fe es incluso la consecuencia de una necesidad, una desesperada conquista que procede de la angustia, igual que en las guerras ocurre a menudo que la valentía no es otra cosa que el resultado de no haber calculado bien los peligros de una acción arriesgada, de modo que lo racional sería la cobardía. No todas las decisiones tienen que ser razonadas, ni mucho menos. De hecho, muchos de los mejores hallazgos del hombre se debieron a decisiones tomadas sin criterio. ¿Por que considerar la fe en Dios como un déficit científico pudiendo considerarla como una emergencia? A veces en la desesperada circunstancia de un naufragio, la tripulación de agnósticos y ateos vuelven sus ojos hacia el único creyente a bordo por si surtiesen efecto sus oraciones. Ninguno de ellos ignora que en el caso de que el barco se hunda los tiburones se darán un festín sin necesidad de tener conocimientos religiosos, ni culinarios. Y no pensemos que la fe es incondicional y que no tienen ningún recelo los creyentes. Hace ya unos cuantos años me encontré a un párroco tomando copas en un club de alterne. Por propia iniciativa me dio una explicación que yo jamás le habría pedido: «Las fe no cubre todas las necesidades de un hombre. Siempre queda un resquicio para la duda razonable. Cada vez que hay tormenta, las mujeres de la parroquia vienen al templo y rezan para que Dios las proteja. Tienen fe, pero no son idiotas. Esa es la razón por la que además de rezar en la iglesia, han contribuido sin rechistar a la colecta para instalar un pararrayos. ¿Y que diablos hago yo en este lugar de perdición? Muy sencillo: No se puede juzgar el pecado de la carne sin conocer a la carnicera. A veces al alma de la gente sólo se entra de verdad por su cama».

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